domingo, 27 de octubre de 2013

LOS VIAJES DE LADY NEVA.

El enfado por el asunto de la tal Margaret no iba a resultarle a Lord Christian tan fácil de aplacar.  En esta ocasión de nada iban a valer los bailes, ni los besos en la oscuridad, ni los músicos contratados para hacer más llevaderos los inviernos. Ni aún en el caso de que tuviesen una voz tan embriagadora como aquel músico del Norte que, decían, se inspiraba con la risa tintineante de su señora. 
 
El precio que Lady Neva exigió para enterrar la cuestión en el montoncito de los recuerdos innombrables le iba a suponer a Lord Christian un mayor esfuerzo. A él y a sus arcas. Pero no tuvo forma de negarse. Su esposa, como negociadora implacable, no le dejó opción. Por aquel entonces, Eulalia de Noega se encontraba en Francia y esperaba su primer hijo. Lady Neva pensó que la ocasión no podía ser más afortunada para lograr un propósito acariciado desde hacía tiempo. 

-Permitiréis que visite a mi querida hermana Eulalia, ¿verdad? Nada me haría más dichosa.- y acto seguido, sin dar tiempo a su esposo a reaccionar, añadió- Nos quedaremos con ella hasta el alumbramiento.

-¿Nos quedaremos?- repuso Lord Christian, extrañado- Sabéis que yo...

-Viajaré con nuestra hija y con el primo Ian. 

El plan se había formado en la cabecita de la joven como una manera de solucionar los diferentes conflictos que se arremolinaban en torno a ella. No sólo iba a suponer un desquite frente a las travesuras de su esposo, sino que también se constituía como una vía de escape para el primo Ian McCart. Así, aquel repentino viaje a tierras francesas para acompañar en su dulce espera a la que, en breve, iba a conseguir alejar aquella fama de estéril que tanto la hiciera sufrir en la Corte de Felipe IV, tuvo un carácter iniciático para todos sus protagonistas. La pequeña Emma comenzaría a descubrir dentro de sí aquel genio que la haría famosa y recordada por generaciones venideras. Ian McCart conseguiría sacudirse un poco la melancolía provocada por la obligatoria cercanía de quien era el objeto de su pasión y de su desdicha. Y Lady Neva descubriría uno de aquellos destinos para los que estaba llamada. 
 
En los próximos años aquel viaje dejaría de ser una excepción provocada por un ataque de celos para transformarse en costumbre inamovible. Lady Neva, que nunca fue mujer coqueta, descubrió que podía viajar con un equipaje muy modesto ahora que no le era preciso desplazarse con sus queridos libros a cuestas. Tres o cuatro vestidos y un baúl con ropa blanca constituían todo lo que consideraba necesario. Si había de acudir a algún evento elegante siempre se las ingeniaba para conseguir que le dejasen alguna prenda a la altura de las circunstancias, y como no poseía más alhajas que su alianza de casada, el crucifijo que le regalaran sus padres cuando se prometió y una pulsera obsequio de Lord Christian con motivo de su primer alumbramiento, consideraba oportuno viajar siempre con ellas encima, ocultas entre sus ropas. Tal ausencia de lujo fue objeto de multitud de comentarios, no obstante. Lady Neva, por su nacimiento y matrimonio, ocupaba una posición en la que muy pocos le perdonarían semejante apariencia desharrapada. Hubo una famosa Marquesa, conocida en París por su elegancia y falta de sentido del tacto, que horrorizada se negó a dejarla entrar en sus salones cuando tuvo conocimiento de que la Condesa de Balehead no tenía peinadora. Era cierto. En el séquito de Lady Neva, aparte de su hija e Ian McCart, sólo viajaban dos doncellas. 
 
-Querida, tenemos pocas ocasiones para distraernos. Dejad que venga. -dicen que replicó el marido de la ofendida- En el fondo no se puede esperar cosa diferente de quien viene de un país de salvajes. 
 
La entrada de la Condesa en el salón, con su largo pelo oscuro cayendo por su espalda como una brillante armadura que la protegía de maledicencias y envidias, causó tal sensación que, durante breve espacio de tiempo, se puso de moda entre las damas recibir en las mañanas para darse el gusto de aparecer en déshabillé. 
 

Lord Christian, una vez establecida la costumbre del viaje anual, comenzó a tragar la hiel de su propia medicina. Los días en Gales se le hacían eternos sin la risa de su esposa llenando los corredores.  Contaba las horas para su regreso y, apenas vislumbraba la polvareda de la comitiva de vuelta, salía a recibirles corriendo como un muchacho. Cubría de besos a Lady Neva de la cabeza a los pies y escuchaba sin muestras de desfallecimiento las incontables historias de su hija, que había heredado de su madre la facultad de captar la atención de cualquier oyente con sus narraciones y de su abuelo materno, la imaginación desbordante. 
 
Pero no todas las historias de la pequeña Emma se referirían a brillantes bailes en la Corte francesa, travesuras infantiles de sus primitos o anécdotas de posadas con chinches y noches estrelladas. También gracias a la pequeña Emma y su diario de viajes podemos conocer cómo le estaba tratando la vida al pequeño Hugo en aquel lugar lejano a Gales, llamado Noega, al que le llevó la decisión de un hombre que ninguno de los hijos de Lord Balehead había conocido más que de oídas. Del cómo y porqué de esta decisión tan dolorosa para Lady Neva trataremos despacio.
 

jueves, 10 de octubre de 2013

EL CABELLO DE LORD CHRISTIAN.

Los hechos que me dispongo a narrar en este instante ocurrieron unos años más tarde, cuando el pequeño Hugo ya no vivía en Gales, cuando el conde de Haverfordwest había dejado atrás las indecisiones y apocamientos de su primera juventud, cuando ya Lady Neva poseía la belleza de la que hablan los cantares. Que tales hechos sucedieron y no se quedaron en simple anécdota o cuento de vieja, lo atestiguan las misivas cruzadas entre diferentes personas allegadas que los presenciaron con sus propios ojos y el diario de Emma de Balehead que, con escasos siete años, se empezaba a revelar como el ser del que todo el mundo murmuraría sin rubor en las próximas décadas.  
 
Ocurrió que, entre las prósperas y dinámicas familias de clase alta de York, había una jovencita de maneras risueñas y con rosas en las mejillas. Dicen que se llamaba Margaret, aunque otros la mencionan como Susan, confundiéndola quizás con una de sus hermanas mayores, cuya belleza tenía fama en varios condados a la redonda. De su apellido o el nombre de su casa nada diremos. En la época mucho se habló del asunto, así que el lector avezado y curioso, a poco que indague en papeles y legajos llegará a una conclusión acertada. La tal Margaret fue durante un tiempo muy frecuentada por un alto personaje de la Corte, tan alto, tan alto, que en su momento no lo hubo de mayor estatura. Posteriormente, sería frecuentada por otros muchos personajes en el destino de aquéllas cuya juventud es gloriosa y su vejez, pura añoranza. Mas, en la fecha en que Lord Christian acertó a cruzarse por estos andurriales, aún las visitas de alto rango se sucedían con regularidad. 
 
Tenía el Conde de Haverfordwest por entonces en torno a los veintinueve años. Nada quedaba en él que pudiese siquiera hacer sospechar que, en su tierna infancia, los Físicos afirmaban que no sobreviviría a la pubertad. Su cuerpo esbelto, el particular brillo de su mirada taciturna, sus cabellos castaños que gustaba de llevar rozando el hombro, le habían valido una renombrada fama en Londres y no era extraño que, a su paso, decenas de pañuelos de encaje cayesen al suelo como mecidos por una brisa de encanto. Lord Christian no reparaba en ellos. Pero caían a su paso.
 
 
 
 
El padre de la referida Margaret había sido un gran amigo de Lord James. Compañero de francachelas y también de tiempos en los que sonaban los clarines. Por eso no era extraño que el hijo hiciese noche en sus dominios cuando le quedaban de paso en sus viajes. La hospitalidad nunca es tan bienvenida como cuando los caminos son oscuros y tras los árboles los forajidos duermen con un ojo abierto.  
Cenas copiosas, buen fuego y alegres muchachas. Con tales ingredientes no es de extrañar que los rumores llegasen raudos como el viento a los oídos de Lady Neva. La condesita, ni corta ni perezosa, quiso desvanecer todo tipo de dudas y se dirigió directamente a quien no podía ignorar nada de lo que ocurría en las alcobas de este mundo: el primo Edwyn.
 
-Me comprometéis, prima, nada puedo decir de lo que no sé. -contestó él, con un guiño de sus maravillosos ojos. 
-Mentís. Bien sé que mi esposo os lo confía todo...- musitó Neva-  He de enterarme de un modo u otro. Mejor será que todo quede en familia. No demos pábulo a que hablen los vecinos, no sea que yo le haga a vuestra esposa el favor que a mí me negáis.
 
Edwyn McCart contó hasta lo que no era objeto de pregunta. Que en los últimos encuentros la muchacha había realizado insinuaciones evidentes de estar muy dispuesta a ofrecer su encantos a su primo. Que aquellos encantos eran muchos. Que Lord Christian nada había hecho de lo que pudiera avergonzarse un caballero, pero se encontraba muy azorado con tal situación. Que en cuestiones de tal naturaleza sólo ponía la mano en el fuego por sí mismo. Con resultados nefastos para su mano, por otra parte.
 
-Mi esposo es un tonto.- exclamó Neva, sin empacho alguno, y levantándose presta añadió- Queridos primos, disponed vuestros equipajes. Mañana partimos al amanecer. En vez de esperar a Christian en casa, le iremos al encuentro. 
 
Todas las personas (una veintena) presentes en la sala del amigo de Lord James, padre de la tal Margaret, coinciden en su relatos en cuanto a la impresión que les produjo la abrupta irrupción de aquella muchacha de oscuros y largos cabellos, con los ojos echando chispas, flanqueada por dos escoceses que parecían dos torres amenazadoras a su lado. Edwyn McCart, más ducho en relaciones sociales, se deshizo en cumplidos y explicaciones mientras Lady Neva, seguida por Ian McCart como una sombra, se dirigía directamente al rincón en el que su esposo, ajeno a todo, reía con disimulo por los comentarios que una beldad vestida de azul deslizaba en su oído. 
 
-Esposo mío,- exclamó Lady Neva con una voz que se oyó hasta en las cocinas- en grata compañía os veo. Os sirven en esta buena casa como a un rey.
 
Apenas pronunciada aquella última palabra se sintió como un viento helado recorrer la estancia. El terror se dibujó en algún rostro y hubo quien, para sus adentros, alabó la temeraria osadía de la joven condesa. El dueño de la casa, en un intento de serenar los ánimos y de borrar de las paredes el eco de aquella última palabra pronunciada, ofreció, entre halagos y risotadas, viandas y acomodo a los recién llegados. La velada transcurrió sin más incidentes de relevancia con todos los asistentes deseosos de recogerse a sus aposentos para poner las plumas en funcionamiento. En dos o tres días aquel suceso dio dos veces la vuelta al país. 
 
Ya en su alcoba, Lord Christian se encaró con su esposa como quien no tiene nada que confesar. Al menos, de relevancia.
 
-Esposo mío, sois un ingenuo. - fue la réplica que le dio Lady Neva.- Nadie gusta de compartir lo que tiene. Aún más si es un capricho. Huid de aventuras que os vienen grandes.  
 
-Neva, estáis errada de todo punto. - afirmó Lord Christian, al que las sombras proyectadas desde el candelabro sobre la camisa de dormir de su esposa comenzaban a recordar el tiempo que llevaban separados- En mí siempre podréis confiar. Nadie que no seáis vos me tocará jamás ni un pelo de mi cabeza. 
 
A la mañana siguiente, recogidos los baúles y descansados los caballos para el regreso, Lady Neva esperaba al pie de la escalera a su esposo junto a los primos escoceses. El señor de la casa les agasajaba con vino y pan con miel. Nadie hacía mención alguna del incidente de la noche en un silencio forzado, por ello la aparición de Lord Christian en lo alto de la escalera fue seguida de risas reprimidas. Sus afamados cabellos castaños habían desaparecido dejando su lugar a una cabeza cubierta tan solo de mechones cortados a trasquilones, casi al ras del cráneo. El conde bajó con toda la dignidad que le fue posible y, cuando se había situado junto a Neva, ésta acariciando imperceptiblemente un pequeño saquito de terciopelo que llevaba colgado a la cintura, le susurró:
 
-No tendréis queja de lo mucho que os ayudo a cumplir con vuestras promesas.


 
 
 


lunes, 16 de septiembre de 2013

DE AMORES CONTRARIADOS.



"Mi querida prima:
 
Cada mañana rezo con el único fin de que los hielos de mi amada tierra escocesa desaparezcan pronto de los caminos, y Edwyn tenga a bien no importunarme de nuevo con retrasos injustificados.  Ansío escuchar de nuevo el sonido de vuestra risa, contemplarme en vuestra mirada luminosa que es, me temo, la única capaz de darme sosiego. Querida, dulce, comprensiva Neva, sólo vos sabéis encontrar la palabra adecuada para poner fin a los días de tormento, a las noches interminables que ese invierno infinito transforma en cárcel de mi alma y mis sentidos. Me decís en vuestras cartas que el origen de mis males está en mi propio espíritu, mas... ¡qué crimen cometí en la inocencia de mis pocos años, en el vientre de mi madre, en el tiempo ignoto anterior a mi nacimiento, para merecer este espíritu que me atormenta, que me aprisiona, que me hace sufrir de esta manera indecible! Me decís también que la lucha interna que me atenaza no es singular, que no soy yo el único que sufre por amores contrariados, que tal situación está tan a la orden del día que es el tema de poemas legendarios y rumores de cualquier Corte que se precie. ¡Vano consuelo para quien sufre tortura que no tiene fin! Cada día, cada hora, la condena que pesa sobre mi ánimo se ve incrementada en vez de aligerarse.
Así, preso de mi condición, de mi estado, de mi apellido y de mi honor, veo los segundos eternos de mi vida deslizarse sin remedio. Y ella, ajena a las tormentas que provoca en torno a sí, camina a mi lado, canta con su dulce voz sentada al clavicordio, cose silenciosa mientras el granizo golpea la ventana, gesta en su interior a los hijos de mi hermano. Y yo, sólo yo, percibo que las partículas de polvo, que sobrevuelan la escasa distancia que nos separa en las largas veladas ante la chimenea, arden como brasas invisibles. 
Queridísima, dulce y amable prima, vos sois el único regalo que la vida ha querido dispensarme en esta larga agonía. Sólo cuando estoy junto a vos, cuando escucho vuestros consejos, se disipan mis temores y mis sufrimientos. Por ello cada día contemplo esperanzado el amanecer, ese tímido sol que anuncie la primavera y con ella a vos. Cuando se despejen los caminos, y si Edwyn no se opone a ello, correré a vuestro encuentro. Entonces vuestra alegre voz volverá a relatarme vuestras historias maravillosas, Tristán y Paris, Romeo y Dante, haciendo que no me sienta tan solo en mi desdicha.
 
Esperando que las próximas palabras no sean escritas, siempre vuestro
                                                                                                                                                   I".
 
Esta misiva constituye sólo un ejemplo de las decenas de cartas que Lady Neva atesoró de quien siempre se dirigió a ella como su "querida prima". Es evidente que, leída fuera del contexto de quien conoció bien los pormenores de aquel alma atormentada, en ocasiones causa un cierto sonrojo. Quien así escribió era un hombre emparentado con alguno de los personajes más fieros que dio la Historia de Escocia. Pero, en el terreno del sentimiento, cualquier juicio de valor está hecho de más.
Ian McCart sufrió en sus carnes de un amor no correspondido e incestuoso. Razones más que suficientes para que no se lo dijese jamás a nadie, incrementando así sus desdichas con un obligado disimulo. El objeto de sus desvelos fue su cuñada Emmeline, casada con su hermano Edwyn cuando no contaba más de quince años y cuyos atributos más recordados fueron su mirada color miel y su voz tintineante. Al menos, es así como la describió en la Corte uno de los emisarios que el rey Carlos enviaba de vez en cuando para, cautamente, tener noticias de primera mano de los levantiscos hombres del Norte.
Por la correspondencia entre Lady Neva y el atribulado Ian McCart podemos intuir que la muchacha pasó por la vida sin dar motivos para la cháchara de viejas, cumpliendo silenciosa con sus obligaciones, amando abnegadamente a su mujeriego marido y, por supuesto, no reparando jamás en la pasión que desataba en su cuñado. Razones todas ellas para aumentar las tribulaciones del amante silencioso y silenciado en una agonía que él mismo conocía en toda su dimensión y de la que siempre se supo incapaz de escapar. "Lenta espera sin esperanza", definió el propio Ian su existencia entre los mismos muros del objeto de todos sus deseos y, al mismo tiempo, el puñal que causaba el dolor de su alma. 
A ello ha de añadirse la profunda ceguera que Edwyn McCart, el marido afortunado, tenía respecto a los sentimientos de quienes le rodeaban. Incluso en relación a su amado hermano pequeño, del que en muy contadas ocasiones consentía en separarse, fue incapaz de siquiera atisbar la zozobra que habitaba en su espíritu. Edwyn, terrenal y práctico, siempre tuvo al instante todo lo que deseó. No pudo comprender jamás cuál podía ser el sentir de quién vivía sin esperanza, anhelaba sin consuelo, pues con su carácter indómito y la belleza de su cuerpo espléndido, jamás tuvo que plantearse la opción del rechazo o la renuncia.  
Para Ian constituyó una quiebra en su historia personal el momento en que, junto a su hermano y una comitiva de catorce hombres, viajaron a Gales para presentar sus respetos a su primo Christian por el fallecimiento de su padre y se encontraron a su recién desposada condesita.  Lady Neva, con sus ojos verdimar, traspasó los corazones de ambos, obviando el ruido de saludos y abrazos, de alabanzas y bromas, y se encontró con un secreto oculto tras la mirada del que desde el primer instante se convirtió en su primo favorito:
 
-Ian, algún día me regalaréis vuestra confianza y me revelaréis lo que os atormenta.- le dijo, mientras al fondo del salón la algazara de la música y las risas de Edwyn se adueñaban de todo. 
 
En aquel momento, Ian McCart, percibiendo en una de sus manos el contacto de la pequeña manita de Lady Neva, sintiendo por primera vez en su vida el gusto de ser el predilecto, el escogido, el destinado a ocupar un lugar de privilegio en un corazón humano, le musitó:
 
-Os lo prometo, mi querida prima.
 


domingo, 15 de septiembre de 2013

LA HISTORIA DE LOS PRIMOS DEL NORTE.

Antes de todo ello, y a la vista de los soberanos aburrimientos que Neva sufría en los larguísimos inviernos galeses, Christian rescató de su memoria los tiempos de su tierna infancia cuando su madre dirigía una casa en la que la música, los poemas y los bailes se sucedían hasta el amanecer. Decidió contratar músicos y bufones, poetas y bailarines, con los que entretener a su esposa y que sus ausencias no le pesasen tanto en el ánimo. La vida iba a cambiar radicalmente en el condado de Haverfordwest, devolviéndole el esplendor perdido que sólo los más viejos recordaban. Y Neva volvió a reír, con esa su risa de pájaro, todas las horas del día y de la noche. 
 
También fue la época en la que su belleza comenzó a ser famosa y el tiempo en que, en susurros, comenzó a divulgarse el rumor que la acompañaría el resto de su vida sobre un incipiente romance con el músico que escribió sobre ella los mejores cantares que han llegado hasta nosotros. Ya hemos tratado de ello en esta crónica y jamás ha podido demostrarse nada más allá de una relación de mutua admiración. Neva jamás expresó en ninguna de sus cartas razón alguna sobre ello, y aquel billete que se le encontró en sus ropas al músico muchos años más tarde pudo ser de cualquier otra. O de ella. Quizás nunca lo sabremos.  

La nueva época de esplendor que comenzó a vivirse en el condado hizo de éste un lugar apetecible, y la casa comenzó a llenarse de parientes y amigos venidos de lejos, que traían noticias, nuevos juegos y un soplo de aire fresco para llenar los otrora silenciosos corredores. De los más asiduos en los siguientes años fueron los primos que Lord Christian tenía en Escocia, hijos de la que fuera una de las hermanas de su madre, Lady Sarah. Estos dos muchachos, supervivientes de los inviernos helados y enfermedades infantiles que se habían llevado al Cielo al resto de sus hermanitos, pronto se convirtieron en los principales valedores de Neva a lo largo y ancho de la Isla, aunque por muy diferentes razones. Del mayor de ellos, Edwyn, no es preciso rebuscar mucho en las crónicas pues de su paso por este mundo existen numerosos rastros en los libros de Historia, en las Genealogías y en multitud de misivas y diarios escritos con letra femenina. En su tiempo, fue una celebridad a cuyo paso las mujeres se desmayaban y los hombres chirriaban de envidia. Su alta estatura, sus cabellos rubios con tintes rojizos y aquel par de ojos límpidos como las aguas de un lago una mañana de primavera, causaban estragos allá por donde pasaban. Además, poseía al carácter fiero y decidido de los hombres del clan McCart, con lo que no había idea suya que no se convirtiese en realidad a una simple palabra de aquella su voz poderosa, rotunda como un trueno en mitad de una montaña. Edwyn estimaba mucho a su primo galés, Christian, y se enamoró de Neva apenas verla, como hacía con la mayor parte de las mujeres que se le ponían por delante. A él le debemos esas palabras que todo autor cita como una de las descripciones más exactas de Lady Neva entre sus contemporáneos:
 
-Es tan menuda como un pequeño gorrión. Al primer vistazo en una sala concurrida quizá no reparéis en ella, pero como le concedáis una segunda mirada... ¡Ah, mi amigo, entonces no podréis jamás apartar vuestros ojos de ella!
 
El menor de los McCart, Ian, fue, mención aparte de su hermano Gonzalo de Noega, el mejor amigo de Lady Neva en el resto de años que les quedaba por vivir. Físicamente era muy diferente de su hermano Edwyn. Menudo, de cabellos más oscuros, pecoso y callado, tenía sin embargo en el brillo azul de su mirada todas aquellas cosas indefinibles que a su hermano le faltaban y que parten de un corazón delicado. Si Edwyn se declaró enamorado de la mujer de su primo con su verborrea incombustible, Neva al primer vistazo se dio cuenta de lo importante que Ian iba a ser en su vida. Supo en segundos que aquel muchacho eclipsado por su hermano mayor era un alma gemela con el que compartiría inconfesables secretos, decisiones descabelladas y lágrimas reprimidas en las siguientes décadas.
 

 
 
Ian McCart, detrás de su presencia silenciosa y sus maneras agradables, escondía un profundo secreto que jamás reveló a ser humano alguno. Salvo a Lady Neva, condesa de Haverfordwest. Hoy, tras el paso de los siglos, esta cronista se propone desvelar tal secreto guardado celosamente entre los pliegues de la correspondencia de Lady Neva. Y lo hacemos con el rezo entre los labios y la súplica de que el desventurado Ian, allá donde se encuentre, perdone esta indiscreción nuestra. Otros secretos han sido desvelados entre estas páginas y el suyo, quizás no tan inquietante pero sí más delicado por lo mucho que hizo sufrir a su delicado corazón, acude a nuestra pluma como una manera de hacerle justicia. Él, que siempre fue tan tolerante y comprensivo en vida, esperemos que mantenga tales cualidades tras la muerte. 
 
 
Abramos, pues, el cofre de los secretos y conozcamos cuál fue el motivo de la melancolía que siempre anidó en su hermosos ojos azules...
 


 

lunes, 19 de agosto de 2013

RETORNANDO A GALES.

Habíamos dejado a los jóvenes condes de Haverfordwest embelesados ante el nacimiento de su primera hija, aquella niña rubia que tanto daría que hablar en unas pocas décadas. En el espacio de los tres años siguientes Neva alumbraría dos niños más llamados a existencias muy diferentes y a ser educados con muchas millas de distancia entre ellos. Mientras que James se convertíria en el sucesor de su padre, Lord Christian, continuando la saga cuyo apellido llevó con orgullo hasta el final de sus días, cuando era un patriarca venerable, el pequeño Hugo tuvo una vida muy acorde con el carácter materno que había heredado. Llegó a ser el nuevo conde de Noega, aunque de las razones y pormenores de tal circunstancia no ocuparemos en otro momento.
 
Cuando Neva cumplió veinte años se convirtió de improviso en la belleza de cuyo recuerdo hablan los cantares. Nada hacía sospechar que aquella chiquilla que arribó a las costas de Gales con su tozudez y desparpajo se iba a convertir, cuando dejase atrás su primera juventud, en aquella mujer cuya mirada fascinó a tantos que llegó a convertirse en un celebridad. Neva nunca fue plenamente consciente de estos encantos que le atribuían, y en ocasiones ante la letra de alguna coplilla preguntaba ingenuamente si era de su querida hermana Isabel de quien hablaban. Los más cercanos a ella, los que la conocían desde que pisara la playa con sus veinticinco baúles llenos de libros a cuestas, la seguían queriendo por su alegría. Por su risa incombustible. Por sus salidas de tono y sus cuentos de ingenio. 
 

Sin embargo, no hay alegría que cubra todas las horas del día. A pesar de las nuevas obligaciones que la maternidad le deparaba, Neva seguía extrañando a Christian en su ausencias, cada vez más largas. Las horas de los días en invierno seguían siendo tan largas como siempre, y una vez alimentado a los niños, limpiado y vuelto a alimentar, aún quedaba mucho tiempo para leer mil veces los libros de que disponía mientras a su alrededor la nieve imponía el silencio atronador del invierno galés. Su esposo siempre encontraba suficientes motivos para quedarse en Londres, o visitar a sus primos del Norte, o quedarse incomunicado por el hielo en alguno de los puntos más alejados de sus dominios cuando estaba en casa. Y Neva se aburría.
 
"Esposo mío", le escribió en una ocasión en la que parecía que el trámite a realizar en la capital no iba a concluirse nunca, "comienzo a pensar que sois nefasto en la defensa de vuestros intereses. O vos sois muy poco influyente o aquellas gentes son unas lerdas. En casa, el reloj se detiene cuando vos no estáis. Salvo para vuestros hijos. En vuestra ausencia, Emma ha aprendido a decir vuestro nombre y nos tiene a todos aturdidos. Si pudiese hacer que el viento os llevase su voz, no dudéis que os llamaría a todas horas hasta dejaros también aturdido. Quizás ella fuese más convincente que yo. Quizás también yo sea tan poco influyente como vos. Volved, volved, volved."
 
Y Lord Christian volvía cargado de regalos y sonrisas para justificar la ausencia a sus hijos y aplacar el enfado de su esposa, que tras los primeros instantes siempre le regalaba una de esas sonrisas con las que cada noche soñaba. Adoraba estar con ella, pero de la misma manera que Neva se había ido transformando en una belleza, Christian iba dejando atrás su carácter taciturno y ensimismado para convertirse en el hombre que la Historia conoció. Un hombre que en los próximos años sería admirado y adorado en aquella Corte tan difícil y peligrosa, que sentiría los suspiros del deseo a su alrededor, al que iba a tentar el poder, la ambición y la lujuria de unas gentes tan diferentes a las que le rodearon en su infancia. Y Neva, una vez más, iba a estar muy atenta para rescatarle nuevamente de un marasmo de desdichas para las que él no estaba preparado. Aún cuando no hubiese reparado jamás en ello.
 

martes, 13 de agosto de 2013

EN EL MADRID DEL REY PLANETA.


Con el peso de la pena de tantas despedidas a cuestas llegó Eulalia de Noega a la Villa y Corte en aquellos últimos años del reinado de Felipe IV, cuando Madrid era la ciudad bulliciosa, entregada al arte, los espectáculos, la religiosidad y el hambre, que retrataron tantos escritores, pintores y artistas de variados pelajes. Imbuidos por el espíritu de su rey, los aristócratas habían adoptado como muestra de buen tono la del mecenazgo de las artes, y lo que posteriormente se vino a llamar Siglo de Oro agonizaba grandiosamente antes de que nadie pudiese prever la oscuridad del nuevo reinado que se avecinaba y la lucha cruenta por la sucesión que esperaba a la vuelta de la esquina. Aún el príncipe Carlos era un niño enclenque y enfermizo y su padre, el rey, mantenía la vitalidad en el lecho y el buen gusto en el arte que le harían pasar a la posteridad. 
 
Para Eulalia, sin embargo, Madrid fue la antesala de su infierno particular. Con la añoranza de quien se ha criado en espacios abiertos, con el olor a salitre despertándola de mañana, aquella ciudad reprimida en su muro, con sus centenares de casas amontonadas, con sus callejas retorcidas cubiertas de excrementos, con sus mataderos y cárceles, le pareció un lugar nauseabundo, asfixiante y terriblemente feo. A esta impresión general ha de unirse el hecho de que la vida de Eulalia iba a tomar a partir de aquel momento un cariz que jamás había imaginado y para lo que nunca se la preparó. Los departamentos que les fueron asignados en la casa que el Duque de Alba mantenía abierta en la Corte eran todo lo lujosos que un funcionario avaricioso puede esperar. Sin embargo, Eulalia era la hija de un conde. Si el respeto a su timidez no hubiese influido en la decisión de su matrimonio, jamás se hubiese visto reducida a vivir como la hija de un escribano, compartiendo sus días entre las mujeres de mayordomos, camareros o secretarios. Bien es cierto que su carácter apacible, su nula ambición y su paciencia infinita, la protegieron de la desesperación. Pero, Eulalia sabía que su mayor problema no se encontraba fuera de su matrimonio. Lejos de la casa paterna, Fernando de Guisasola se reveló en su verdadera forma de ser.  Durante aquellos años madrileños demostró lo avaricioso e incapaz de cualquier escrúpulo que podía llegar a ser. De otro modo, jamás hubiera llegado tan alto. Jamás de simple asistente hubiera llegado en tan corto espacio de tiempo a susurrarle al oído dislates y maledicencias al propio Duque de Alba a la hora de la siesta. 
 
En un principio, Fernando creyó que su esposa le serviría para medrar. Pronto se desengañó. Dejó de llevar a Eulalia consigo a celebraciones y saraos en cuanto se dio cuenta de que la muchacha seguía tan muda, apocada y asustadiza como en casa de su padre. En ocasiones, la dejaba en un rincón mientras él se unía a unos y otros, y se olvidaba de ella durante horas, para encontrársela al salir en la misma posición. Comenzó a  presentarla como "su esposa, la hermana de Isabel de Noega", acentuando aún más su nulidad, mientras que todos a su alrededor achinaban los ojos para intentar encontrar en ella algún rastro de aquella legendaria belleza que nunca habían visto. Pero, Eulalia todo lo soportaba con la perenne tranquilidad que jamás parecía abandonarla. Si las cosas hubiesen seguido de esta manera, hubiera incluso encontrado la forma de ser feliz, tal y como en su día prometiera a su hermana pequeña. Pero, Fernando era cruel. Y el colmo llegó cuando en una ocasión, ante cuatro o cinco caballeros, exclamó:
 
-Señora, sonreíd al menos, ya que ni para engendrar valéis.
 
Eulalia hubo de apretar los dientes para que las lágrimas no se le saltasen. Hasta aquel momento, en los tiempos en los que aún vivían entre el multitudinario clan de los Guisasola, la tardanza en la preñez había pasado desapercibida. En Madrid, lejos y solos, la ausencia de hijos se había comenzado a convertir en un motivo de tensión entre la pareja. La muchacha no se negaba jamás a las solicitudes de su esposo, pero pasaba el tiempo y no concebía. Tal hecho y aquella punzante frase dicha ante desconocidos sin ningún pudor por su esposo, dieron inicio a la fama de estéril que la perseguiría durante años y que le haría derramar las más amargas de sus lágrimas. 
 
El único consuelo entre tanto quebranto seguían siendo las cartas. Eulalia las escribía a centenares, a sus padres y hermanos, a Isabel, a doña Mariana. Y recibía las respuestas como el único aire fresco capaz de llegar hasta aquella Villa abarrotada y escandalosa que para ella era Madrid. Allí, en el pequeño rinconcito de su secreter fue donde se enteró de la partida de su pequeña Neva a Gales; de la decisión de Gonzalo de estudiar Medicina; de lo violento y poco comprensivo que se había revelado el nuevo esposo de Isabel, aquel aragonés tan celoso que tardó en morírsele mucho más que su añorado primer marido; de los remedios que doña Mariana conocía para animar el vientre y provocar la fecundidad. 
 
Los años, que para esto no distinguen entre la alegría y la desdicha, pasaban de igual manera mientras Fernando de Guisasola trepaba hasta alturas jamás previstas y alrededor de Eulalia se desarrollaba la vida, con sus desdichas y sorpresas en el carrusel de vivencias que le tenía reservado. Aquellos días tristes sólo iban a ser el principio.

sábado, 27 de julio de 2013

UN HOMENAJE.



Para Guiomar. Allí donde esté, ella sabrá por qué.



La bambola.Patti Bravo
http://www.youtube.com/watch?v=h5taN_zzh3s 






PD: Pronto el verano me dará una tregua y podré retomar la historia allí donde la dejamos. Gracias por su infinita paciencia.

lunes, 13 de mayo de 2013

EL DESTINO COMIENZA A BARAJAR LOS NAIPES.

Doña Mariana y Eulalia regresaron de su aventura abulense encontrándose con la casa de los Guisasola ligeramente alterada. Las cuñadas envidiosas murmuraban por los rincones, y la cocina era un puro cuchicheo de dimes y diretes. El motivo de tanto alboroto no era el descubrimiento del verdadero motivo de la ausencia de las viajeras, como éstas llegaron a temer, sino que Fernando- por vez primera en su vida- había dado el campanazo.  
 
-No deshagáis vuestro equipaje, señora. -le dijo Fernando a la consternada Eulalia- Mas bien incluid en vuestros baúles lo que preciséis para una ausencia más prolongada. 
 
-Pero, Fernando, ¡qué locura es ésta!- exclamó Doña Mariana, a la que tanto trasiego de criados y preparativos tenía al borde del desmayo- ¿Has perdido el juicio?
 
-En absoluto, madre. Parto al amanecer.- repuso el muchacho, con una sonrisa que nunca nadie le había conocido antes, en sus muchos años de paciente espera en la sombra- Me esperan en Madrid.
 
 
"Me esperan en Madrid". Cuatro palabras expresadas en la primera persona del singular, como siempre tuvo costumbre de hacer Fernando de Guisasola, pero que iban a suponer el inicio de una nueva vida para su atribulada esposa. Jamás la tímida Eulalia de Noega deseó abandonar aquellas tierras olorosas a salitre de su infancia, jamás imaginó conocer gentes con otros acentos, jamás quiso ser vista ni conocida más que por aquellos que la habían contemplado al crecer. La vida le hizo una jugarreta a la dulce Eulalia que jamás se mereció. Pero de todos es sabido que la vida nunca es justa.
 
Así pues, mientras Eulalia y su suegra se dedicaban a los menesteres que sólo el paso del tiempo permitiría desvelar en parte, Fernando de Guisasola tuvo uno de los golpes de suerte que, desde aquel momento, se convirtieron en una constante en su vida. Todo comenzó en una de esas partidas de cartas que habían hecho famoso el señorío de su padre. De semejantes veladas salían los caballeros poco menos que en paños menores, aunque eso sí, con la cabeza bien alta y la dignidad inquebrantable del que pierde dinero por placer. Años más tarde llegó a saberse que el Marqués permitía la participación de ciertos jugadores profesionales de muy dudosa reputación a cambio de un sabroso porcentaje, si bien, cuando se descubrió el asunto el Marqués se encontraba desde hacía tiempo a dos metros bajo el suelo y toda la familia había caído en desgracia por cuestiones de muy diferente naturaleza. Ni que decir tiene que el hábil Fernando se hallaba tan lejos de allí que los rumores ni le rozaron una hebra de la camisa. 
 
En aquella noche afortunada, tras horas de alcohol y cartas manoseadas, Fernando de Guisasola se quedó, frente a frente, con un atildado caballerete que volvía de Laredo con destino a la Villa y Corte tras haber cumplido la encomienda de su señor de depositar a su primogénita sana y salva en una embarcación que habría de trasladarla hacia el marido recién adquirido más allá del Canal.
 
 
 

-Retiraos, señor.- repuso Fernando, con esa tranquilidad del buen jugador adquirida entre bribones y gentes de taberna- Nada os queda ya que jugaros.
 
-¡Me juego mi puesto!- exclamó el caballero, ebrio de alcohol y de la emoción del que arriesga la vida, al que de poco le servirían los ruegos y lágrimas a la mañana siguiente una vez despejado de tan funestos vapores y que en vano pidió la anulación de tan descabellada apuesta.
 
-Nobleza obliga.- fue la única respuesta que recibió del Marqués cuando le pidió que mediara con su hijo, sin saber que, a la mañana, el señor de la casa se volvía un desmemoriado irredento para todo lo que podía haber ocurrido en su salón de fumar. Si es que algo había ocurrido más allá de una amena charla entre gente de bien. Nadie cometía ilegalidades en su casa. Faltaría más. 
 
Así fue cómo Fernando de Guisasola se convirtió en asistente del Camarero Mayor del Secretario del Duque de Alba. Cargo que así expresado, tal cual, parecía una nimiedad. Pero a la vista de las alturas a las que fue capaz de llegar el otrora segundón de los Guisasola bien podía decirse que, aquella noche de ventisca y naipes salidos de mangas cuajadas de puntillas, a Fernando le tocó un ángel con la punta de sus dedos. 


jueves, 11 de abril de 2013

PENAS OCULTAS.

En este punto de la historia hemos de resignarnos ante lo inevitable. Engañaría a los pacientes lectores si expresase dato alguno sobre qué fue de la criatura engendrada por la bella Isabel, si llegó a nacer, si la vida le fue propicia o supo de su origen. Nada más sabemos. Nadie lo expresó en carta o documento alguno y el registro del Convento de San José jamás anota ese tipo de asuntos. Si no dejaría de tener razón de ser. Quien supo algo, se lo llevó al silencio de la tumba que está vedado a los que aún respiramos en este mundo. 
 
La bella Isabel volvió a su palacio de colores de Portugal, con su luto a cuestas pero con la frente aliviada de preocupaciones. Llegó parloteando graciosamente sobre las lluvias de su tierra natal, sobre lo crecidos que estaban sus hermanos y lo polvoriento de esos caminos que no están hechos para seres humanos, sino para cabras montaraces. Besó a su pequeño hijo hasta la exageración y decidió que el niño y su aya durmiesen cada noche en su alcoba, aduciendo que le había echado tanto en falta que no podía respirar sin sentir su aroma a bebé limpio y cuidado. La mirada de ojos duros la seguía persiguiendo por los pasillos. Incansable y amenazadora.
 

Tal vez si quienes la rodeaban hubieran sabido de los verdaderos motivos de aquel viaje, del destino real de sus pasos, de la inquietud de aquellos ojos acosadores, nadie se hubiese atrevido a criticar las decisiones tomadas en el futuro. Ninguno de aquéllos que antaño la adularon y rieron sus comentarios maliciosos hubiese criticado que, poco tiempo después, accediese a contraer nuevo enlace con un noble aragonés que le daría muy mala vida y cuyo matrimonio le iba a parecer un eterno suplicio. Hubiesen comprendido lo precipitado de aquella decisión, que no fue más que una huida de aquellos ojos perseguidores, de aquellas manos que la agarraban bajo manteles y cortinajes, de aquellas palabras odiosas que silbaban en su nuca. Pero, la bella Isabel jamás se quejó. Prefirió que la tachasen de veleidosa y presumida, de egoísta y mala madre. Pues con tal decisión hubo de dejar atrás a su hijo. El pequeño Joâo no entendería nunca por qué un día su padre desapareció de su vida y, menos aún, por qué la hermosa mujer con la que soñó cada una de las noches hasta que fue anciano le dejó en manos de tutores y nodrizas para no volver jamás a endulzarle la vida con su sonrisa inolvidable.
 
La bella Isabel tuvo que renunciar a su pequeño, por el que lloró todos y cada uno de los días de su vida, sin que nadie tuviese la más mínima sospecha de aquella pena que reservó para sus momentos de soledad. Aquella mujer, que sus contemporáneos creyeron fría y despiadada, sabía bien que los débiles nunca encuentran sosiego en el mundo hostil de las apariencias. Ella fue una de las mujeres más envidiadas y odiadas de su época. Y también de las más infelices. Si bien, como dijera a su padre en su tierna adolescencia, el amor flota en el aire pero el dinero se puede contar. Existen muchas maneras de sobrevivir, y la bella Isabel escogió la suya. Sólo su hermana Eulalia, y el calor de las llamas al que iban a parar sus cartas apenas leídas, supieron de sus penas más ocultas. Antes de que cualquiera pudiese sospechar su añoranza de Joâo (que siempre fue un niño de ojos soñadores en su recuerdo, aún muchos años después cuando la vida le llevó a gobernar lejanas tierras en Ultramar), antes de que cualquiera descubriese el punto flaco de sus afectos, se hubiese hecho arrancar el corazón.
 

miércoles, 3 de abril de 2013

EL SECRETO.

 
Doña Mariana lo tuvo claro desde el principio. Su querida nuera Eulalia se mordía las uñas de impaciencia mientras la observaba moverse de un lado a otro de su cámara. Sin embargo, la mujer estaba decidida a que el plan que había surgido en su mente apenas la muchacha, con voz entrecortada le narró el contenido de aquella carta, era la única solución posible. 
 
-¿Y decís que es imposible hacerlo pasar por legítimo?
 
-Mi cuñado falleció hace más de seis meses, señora.- respondió Eulalia, con un hilo de voz.
 
La Marquesa de Guisasola se frotó las manos. Se le habían quedado heladas. No tenía duda alguna en poner todo de su parte para ayudar a Eulalia, si bien le preocupaba la manera de lograr que la situación se mantuviese en el mayor de los secretos. Isabel no dejaba de ser la viuda de un hijo bastardo del rey de Portugal. Cualquier indiscreción podía adoptar dimensiones épicas. Y no le era ajeno el hecho de que la lengua afilada de la bella hermana de Eulalia había dejado tras de sí muchos enemigos, dispuestos a convertir cualquier tropiezo en un escándalo difícil de acallar. Aunque en su experiencia por las vanidades de este mundo, sabía que al final todo acaba siempre en el olvido. Ningún escándalo es lo suficientemente fuerte como para no morir ante otro más novedoso. 
 
-Escribiréis a vuestra hermana sobre el lugar y el tiempo en que habremos de encontrarnos. - le dijo a Eulalia- Dejaremos a la imaginación de Isabel la excusa del viaje y la manera de realizarlo. Tampoco es preciso decirle dónde iremos una vez que nos encontremos. Sólo advertidle de que ha de hacer equipaje para un tiempo considerable, que se traiga ropa de abrigo, y dinero contante para caballos, reposo en fondas y callar bocas. Por nuestra parte, prepararemos también nuestros baúles. Se acerca la festividad de Santa Teresa, y yo siempre le he tenido una devoción especial... 


 
Ávila fue por tanto el lugar escogido por la hábil Marquesa doña Mariana para que se produjera el encuentro entre las hermanas que pasaría al olvido de las cosas que nunca pasaron o nunca debieron ocurrir. Ávila, con el bullicio de sus callejas empedradas abarrotadas de peregrinos devotos de la Santa, con sus decenas de posadas y gentes de paso, era el lugar perfecto para que tres mujeres bajo oscuros ropajes de penitente pasasen desapercibidas. El abrazo entre las hermanas inundó la estancia de la discreta fonda de recuerdos olorosos a salitre.
 
-Hermana, no habéis cambiado nada- musitó Eulalia, sin poder evitar la emoción. 
 
-No puedo decir lo mismo...- añadió Isabel, que acarició con ambas manos las mejillas de su hermana- Os percibo tan diferente... ¿La vida os trata bien? Me sorprendió enormemente la noticia del enlace con Fernando...
 
La Marquesa carraspeó ligeramente para evitar que la lengua de la muchacha le diese motivos para hacerle el favor a disgusto.
 
-Esta es mi suegra, doña Mariana. -presentó Eulalia, cayendo en la cuenta- Ella ha sido la que ha elaborado el plan que puede sacaros de este aprieto. 
 
Isabel, que sabía ser tan encantadora como la más discreta cuando se lo proponía, mostró una de esas sonrisas capaces de fundir témpanos y le agradeció con toda la sinceridad de su corazón la ayuda inestimable que le estaba aportando en momento de tan gran dificultad. Tras esta presentación apresurada y, dado que la Marquesa además de hábil era sensible, decidió dejar a las hermanas solas para que se sincerasen en la intimidad de su alcoba. Así fue como, tras no pocos intentos de mantener la compostura, la bella Isabel narró a su hermana los sinsabores de los últimos meses, desde el repentino fallecimiento de su esposo, el silencio y la oscuridad de los corredores del palacio en que un día fue feliz, los duros comentarios de lenguas que con la ausencia de su esposo ya no se refrenaban, y la insistente mirada de ojos duros que la perseguía incansable desde el mismo momento del velatorio. Había intentado por todos los medios no estar sola jamás, no conceder confianza alguna, envolver su cuerpo con amplios ropajes oscuros y cubrir su rostro de los velos más espesos. Pero todo fue en vano. No hay puerta lo suficientemente cerrada, muro lo suficientemente espeso, compañía lo suficientemente protectora frente al deseo irrefrenable de quien no respeta la voluntad ajena. Desde aquella fatídica madrugada se convirtió en una sombra de sí misma, aún más achicada desde que se enteró de la última consecuencia de aquel acto lleno de oprobio. Sabía que los rumores la acusarían de liviana, de haber faltado a la memoria de su marido, de todas y cada una de las tachas que ella misma había atribuído a otras desdichadas por el solo placer de reír. ¿Se lo merecía? Seguramente.
 
-Pero, me resisto a aceptar ese castigo, hermana. Madre siempre dijo que ante las dificultades de la vida no hay que rendirse jamás- sonrió Isabel entre las lágrimas que surcaban su bello rostro.
 
 
 
-¡Basta de lamentaciones, pues!- añadió Isabel, tras unos instantes de silencio en los que Eulalia, como el vestigio de tiempos más felices, le acariciaba sus largos cabellos con sus manos capaces de curar- ¿Cuál es el plan que vuestra estimada suegra ha urdido en su cabecita francesa?
 
 
Eulalia, que sentía la pena de su hermana clavada en el corazón, más emocionada aún con el ímpetu que la misma demostraba ante la adversidad, repuso con su dulce voz:
 
-¿Recordáis las historias que nos contaban de niñas sobre el Convento de San José?.
 
 
  

 


lunes, 4 de marzo de 2013

EL CONVENTO DE SAN JOSÉ.


Para quienes han nacido en estas tierras nuestras del Norte no ha de resultar extraña la historia de un legendario convento oculto entre nuestras montañas, esos altos picos que nos separan de la llana Castilla y fueron refugio de celtas y tumba de moros. El convento de San José es el lugar con el que nodrizas y ayas intentan asustar a las niñas respondonas e insolentes que crecen en estas tierras del Norte. En su cuentos de advertencia siempre van a parar allí las jovencitas curiosas, las niñas desobedientes y las que no se preocupan de cumplir con su destino. Es un lugar remoto, oculto entre los pliegues nevados de la cordillera, ajeno al mundo, al que van a para todas las muchachas que no son lo buenas que han de ser y de ellas se espera. Es un lugar que sólo encuentra quien ya sabe dónde se encuentra.
 
 
 
 
 
El convento de San José es una edificación, mitad monasterio mitad fortaleza, unido a la roca y dirigido por una congregación exclusivamente femenina, al que a través de las décadas han ido a parar las niñas rebeldes, las jóvenes de religiosidad más intensa, las muchachas deshonradas, las que huyen de un padre autoritario que les impone un matrimonio insufrible, las que se esconden de un marido cruel, o las que han de dar luz al fruto de un amor no permitido. En definitiva, todas aquellas mujeres que tienen algún buen motivo para desaparecer del mundo. Y en el siglo de Neva, como en el actual, esos motivos no son escasos. 
 
El lugar cuenta con amplias estancias dedicadas al culto, a la lectura, a los trabajos manuales. La congregación se sostiene a sí misma, recibiendo tan sólo en ocasiones muy puntuales el generoso donativo de aquéllas que se beneficiaron del secreto de sus muros. Las criaturas que son alumbradas en tal lugar reciben una formación en aquello para lo que parecen mejor dispuestas por la naturaleza, ya sea la forja, la ganadería o la escribanía, y son colocadas en el mundo en buenos empleos con el mayor de los secretos. Nadie que sale del acogedor recinto del convento se atreve a dar razón de su paradero ni a definirlo como el lugar más parecido a un hogar feliz que existe. La leyenda sobre su existencia contribuye por sí misma a mantener su esencia. Incluso su advocación a San José contribuye al equívoco. Mientras los cuentos de ayas y nodrizas fundan su fama de lugar irreal creado como castigo por los hombres que dominan el mundo y la vida de sus mujeres, dueños de la honra y el poder de decidir, la realidad es muy otra. Y ello por cuanto San José, el santo venerado en ese recóndito lugar, es el modelo perfecto de hombre, de padre sensato y recto, de esposo comprensivo y protector. En una ocasión, una niña respondona se atrevió a decir que en tal advocación hacia el hombre perfecto el convento se olvidaba de Jesús, a lo que la Madre Superiora contestó, con su mirada de ojos risueños, que "José es el hombre perfecto, pues Jesús no sólo es hombre, también es Dios y eso le da una ventaja insalvable".

 
Este lugar, del cual muchos negaron su existencia a través de los siglos, existe. La certeza de su realidad surge en parte de los acontecimientos que nos han llevado a investigar la relación entre la bella Isabel y la desazón extraordinaria que a la sosegada Eulalia le produjo una carta. En parte. Pues la certeza de su existencia surge en esta cronista de su propia experiencia. Porque, queridos y pacientes lectores, aunque os cueste dar crédito a mis palabras, la que os narra estos hechos creció allí. Aunque eso es realmente otra historia...
 

domingo, 17 de febrero de 2013

LA CARTA.

Muchos de los acontecimientos de nuestras vidas permanecerán ocultos para las generaciones venideras. Nadie sabrá los verdaderos motivos de muchas de nuestras acciones, los sentimientos que albergamos ante determinadas decisiones, las opiniones reales que nunca nos atrevimos a confesar. Cuando nuestros amigos más íntimos, cuando nuestro confesor, cuando todos aquéllos que nos conocieron bien- o creyeron hacerlo- hayan desaparecido de este mundo, lo más sutil y oculto de nosotros mismos también lo hará. Aquéllos que nos sucedan en las andanzas por esta vida, sólo tendrán una visión muy parcial de lo que fueron nuestras existencias. Nuestros nietos creerán que nos casamos por amor, que nos divertimos en una fiesta famosa, que lloramos de pena ante el óbito de un rey. Nunca podrán siquiera imaginar la angustia interna que nos pesaba en el alma al despedirnos de un amante secreto, las veces que tuvimos que reprimir la lengua para no quedar en evidencia, el intenso alivio tras un momento de bochorno.
 
Tal vez ése sea el origen de la palabra escrita. Evitar que lo oculto lo sea para siempre. Al menos, en el caso de las andanzas de la familia de Neva de Noega lo escrito por ellos mismos desvela muchas razones que se escaparon a la mirada de sus contemporáneos. Si no hubiese sido por lo que escribieron ellos mismos, los verdaderos motivos de su comportamiento, que muchos tacharon de excéntrico, quedarían reducidos para la visión de las generaciones posteriores como los propios de una pandilla de locos adorables. Con una labor de hormiguita silenciosa, esta cronista ha intentado sacarlos del olvido. Explicar así que las rabietas de Neva no se debieron a un desequilibrio, sino a que adoraba a su esposo y no estaba dispuesta a compartirlo con nadie; que Eulalia no se desmayaba por delicadeza, sino a causa de aquellos profundos ojos negros que la seguían por los corredores de Saint Germain; que Gonzalo no era taciturno y distante, sino que guardaba un secreto oscuro; o que la bella Isabel, en la soledad de sus dependencias, también era capaz de llorar.  
 
 
 
 
 
Aun así, existen determinados acontecimientos que se empecinan en no salir a la luz. Pero existieron y tuvieron una razón conocida por alguien que se empeñó muy mucho en mantenerla oculta para siempre. Rastreando en diarios íntimos, en correspondecia de unos y otros, podemos alcanzar un poco de esa verdad oculta al mundo. Afirmar, por ejemplo, que Eulalia recibió una carta que la conmocionó durante un tiempo. Una carta enviada desde Portugal y de cuyo contenido, tras muchas luchas internas, sólo dio razón a su suegra Doña Mariana. Ésta, que escribía un diario íntimo en la lengua provenzal que le enseñara su madre, arrancó las páginas en que relata tales hechos. Las fechas que corresponden a las páginas arrancadas coinciden en el tiempo con un acontecimiento que, en su momento, pasó desapercibido y que afecta a la única persona de la que tenemos conocimiento que Eulalia podía recibir noticias desde Portugal.
 
En aquellos tiempos, la bella Isabel acababa de enviudar. Los paños negros cubrían los muebles y las ventanas permanecían cerradas en el bello palacio de colores frente al mar. Su hijo corría por los pasillos, ajeno a aquella primera ausencia que tanto influiría en su vida. Y la bella Isabel languidecía a ojos vista. Quienes la trataron en aquella época nos dejaron constancia de la lividez de aquélla su piel inmaculada resaltada por los ropajes negros. Pero, también dejaron plasmado que viajó durante un tiempo a su hogar, presa de una añoranza que nadie jamás le había conocido. Sin embargo, ni de las cartas de Neva, ni de los apuntes de Gonzalo, un par de niños ruidosos por entonces, se deduce que su hermana mayor volviera al hogar. Es más, Neva en sus memorias de anciana deja bien claro que nunca volvió a ver a su hermana desde el día en que partió para casarse con el portugués. ¿Dónde viajó la bella Isabel entonces? ¿Cuál fue el motivo de su ausencia de aquel palacio en la que se la quería y adoraba como una reina postiza? ¿Tuvo alguna relación tal hecho con la carta que Eulalia recibió y los hechos que su suegra dejó escritos y alguien se encargó de hacer desaparecer a su muerte?
 
Hasta ahora nos hemos movido en el plano de lo cierto. A ello habremos de unir, aunque sea por una vez, ciertos rumores que circularon calladamente por entonces para así poder dar algo de luz a este asunto.  Espero que sus protagonistas, desde sus tumbas frías, sean capaces de perdonar esta indiscreción nuestra ante secretos que tan afanosamente trataron de guardar.


sábado, 26 de enero de 2013

AQUELLOS AÑOS EN CASA DE LOS GUISASOLA.

Eulalia de Noega vivió los primeros años de su matrimonio como una más de las sombras que pululaban por los dominios del Marqués, su suegro. Cuando hubo de partir hacia lejanas tierras en pos de la estrella ascendente de su marido, muchos de aquellos parientes mezquinos que se arrimaban al bolsillo siempre generoso del Marqués, muchos de los criados que paseaban ociosos por corredores y jardines, se percataron de que nunca habían escuchado su voz. Eulalia se limitaba a cumplir con sus quehaceres y actuar como se esperaba de ella con su tímida sonrisa y el encanto apaciguador de su mirada curativa. 
 
 
 
 
 
 
Sólo hubo una persona con la que Eulalia se sintió cómoda y que le ofreció cierta sensación de seguridad. Esa aliada imprevista e incondicional fue su suegra, la Marquesa doña Mariana. Esta mujer, dotada de una sensibilidad especial, se percató al primer vistazo de las inseguridades y miedos de Eulalia. Jamás pensó, como lo harían otros a lo largo de su vida, que los silencios de Eulalia se debían al orgullo, o a una sensación de superioridad mal entendida, o a que fuera rematadamente tonta. Doña Mariana comprendió que Eulalia era uno de esos seres llamados a sufrir con los rigores de este mundo, despiadado y cruel con quienes no saben cubrirse con la coraza de la ironía y la frivolidad. Mientras el resto de sus nueras sólo vivían con la vista puesta en el camino, a la espera de invitaciones a bailes y fiestas, Eulalia bajaba la cabeza sobre la labor y los únicos acontecimientos sociales que seguía con interés eran los actos religiosos. A Doña Mariana le encantó su carácter piadoso, su paz espiritual, la calma que se adueñaba de una estancia apenas la muchacha entraba, silenciosa como una cervatilla. Es por ello por lo que, desde el primer momento, se dedicó a la tarea de hacerle la vida más soportable. Así, decidió que fuese Eulalia la que la acompañase en sus múltiples visitas a hospicios y casas de caridad. Decidió, rompiendo protocolos y desbaratando malos gestos, que la muchacha se sentase junto a ella en la mesa. E incluso, cuando su hijo Fernando recordaba que tenía esposa y la reclamaba en su lecho, la aleccionaba sobre los múltiples métodos para poner la mente en blanco y provocar que el reloj fuese más rápido. 
 
Eulalia siempre le estaría agradecida a su suegra por todas esas deferencias que hacían resoplar a sus cuñadas. Su vida sin ella en aquella casa tan diferente a su hogar, con sus rencillas familiares y los comentarios hirientes en corredores y salones, hubiera sido un infierno. Doña Mariana la entendía en sus miedos y necesidades; la cubría en sus escapadas por el bosque para reencontrarse en secreto con sus hermanos Gonzalo y Neva, que crecían vigorosos y despreocupados como hijos de zíngaro; la aconsejaba en sus dudas; la escuchaba en sus cuitas y sinsabores. Aquella relación, que tantas envidias despertaba, no siempre fue bien comprendida. Ni mucho menos aceptada. Pero Doña Mariana, que de sus antepasados franceses había heredado la facultad de reírse de las adversidades, agitaba su larga mano de mujer elegante y musitaba: "¡Oh, tonterías!". Dándole de este modo a cada cosa la importancia justa y poniendo a cada uno en su lugar. Las cuñadas, presumidas y vacuas, torcían el gesto y se retiraban a su rincón, a criticar sin disimulo. 
 
Esta relación de afecto, que duraría en el tiempo hasta el óbito de la Marquesa, quizás fuese el motivo de que ella (y no la Condesa de Noega) fuese la depositaria de un oscuro secreto que afectó a uno de los miembros de la familia de Eulalia y que se mantuvo durante siglos en el recóndito lugar al que van a parar las cosas nunca dichas...