miércoles, 10 de febrero de 2016

EL MUNDO SEGÚN EMMA.

 
 
En este punto de la historia es cuando se produjo, tras muchos años de alejamiento, el reencuentro entre las hermanas Neva y Eulalia de Noega, gracias al desagradable incidente tras el cual los cabellos de Lord Christian acabaron en un saquito atado a la cintura de su esposa, tal y como ya se ha relatado en esta crónica. La mala conciencia de Christian de Haverfordwest, unida al hecho del cercano alumbramiento de Eulalia en París, se conjugaron para dar inicio a la trayectoria viajera de Lady Neva, de cuya particular belleza y peculiares acompañantes de viaje se empezaron a hacer eco los rumores en diferentes salones a lo largo y ancho del continente. Gracias a tales comentarios, repetidos y exagerados en diferentes misivas y documentos, podemos hacernos una idea aproximada de lo que fue la vida de los integrantes de esta caótica familia, siempre proclive a dar el campanazo.
 
 
Pero, por si ello no fuera suficiente, la decisión de Lady Neva de hacerse acompañar por su hija Emma de Balehead supuso el origen de una fuente de conocimiento inestimable para esta narradora. La pequeña Emma, que estaba muy unida a su padre, apenas tenía ocho años cuando se preparó el primer viaje a París. En su pequeño cuerpecillo se unían el nerviosismo por conocer un lugar que, en aquel momento, pasaba por ser el centro del mundo conocido (mal que le pesase el rey Carlos) y la añoranza por dejar atrás tantos lugares de juego y tantas personas adoradas: su aya Maria, su hermano James y, por supuesto, su querido padre. Lord Christian, que la conocía bien, le hizo un regalo que la marcaría para siempre: un pequeño cuaderno forrado en piel, que se convertiría en el primero de muchos y en los que para siempre se dedicaría a anotar su vida, hacer borradores de sus afamados poemas o describir su percepción del entorno que la rodeaba, muchas veces entre la realidad y la extrema fantasía que heredara de su abuelo materno.  Esta crónica bebe en gran medida de los escritos de Emma, habiendo sido necesario en no pocas ocasiones la traducción del lenguaje críptico que ella misma se inventó y cuyo fin era evitar las miradas indiscretas. 
 
Así, las primeras páginas del cuaderno de Emma, tras dedicarse a definir lo grande que es la mar cuando uno se aleja de la orilla en un barco que decrece a medida que avanza, describen con los ojos de un niña de ocho años la honda impresión causada por el París de los tiempos en que era la capital del Rey Sol.  La variedad de olores, la profusión de colores, el vocerío de las multitudes, dejaron boquiabierta a la pequeña galesa, acostumbrada como estaba al silencio atronador de los bosques y el arrullo de las olas imperiosas azontando los acantilados. También ocupa especial mención el rostro de su tía Eulalia, a la que sólo conocía por los relatos de su madre, y que describe como "dulce, dulcísima, con tantos lunares que no se pueden contar en un vistazo", afirmando que sólo piensa en la próxima llegada "de un primito nuevo que te va a querer mucho". Decidida, la chiquilla se hace el firme propósito de estar muy pendiente de las llamadas a la puerta para ser la primera en recibir a tan esperado niño. Tanto es así, que el día en que un revuelo inesperado de mujeres la empujan hacia una salita en la que borda una anciana silenciosa conminándola a no salir, sospecha que quieren quitarle el privilegio prometido y, en un descuido, se dezliza por pasillos y corredores siguiendo el rastro de lo que cree distinguir como la voz de su madre, que en susurros da ánimo a alguien invisible. En su excursión es interceptada por el primo Ian, quien amistoso la invita a dar un paseo en coche y comprarle unos dulces. A la vuelta, el esperado niño ya estaba en casa. "Nunca le perdonaré", escribe con firmeza Emma, aunque sabemos a ciencia cierta que el rencor contra el primo Ian McCart no le duró demasiado.
 
En aquel primer viaje a París estuvieron unos cuantos meses más tras el nacimiento del pequeño Luis, nombre que el orgulloso Fernando de Guisasola quiso dar a su primogénito, como muestra servil hacia el rey en cuyos dominios había nacido y que ninguno de los que estaban en el secreto de su origen consideró inapropiado, dadas las circunstancias. Los días se sucedían felizmente entre paseos, meriendas, juegos y visitas de amigos. Entre ellos, "el caballero francés de ojos bonitos", según lo describía Emma, que tanto parecía estimar a la tía Eulalia y a su pequeño y que hacía reir a su madre, Lady Neva, con aquellas carcajadas que, allá donde estuvieran, hacían sentir a la pequeña galesa como en casa.


jueves, 28 de enero de 2016

LAS AGUAS DE PARÍS.

"Tras todos estos años y los miles de sinsabores sufridos jamás creí verme en esta cuita, querida hermana, pues a la mala conciencia del pecado de adulterio he de añadir lo que ni siquiera los más permisivos sacerdotes franceses pueden perdonar: el escándalo público".  
 
Mientras Eulalia de Noega escribía estas palabras no podía evitar el temblor de sus manos. En la vorágine del amor recién descubierto ni un solo pensamiento había dedicado al hecho indiscutible de que la pasión desatada de esos encuentros furtivos con el que había pasado a ser el único fin de su vida, su único anhelo, podía tener un resultado más allá del trote cada vez más alterado de su corazón. Sus días habían dejado de ser una larga sucesión de horas oscuras, entre gentes desconocidas, con un marido que seguía considerándola como un instrumento más de su propio medro. Incluso sus instantes de oración habían modificado la acostumbrada rigidez para transformarse en momentos de gozo interno. Arrodillada ante el Altísimo sus labios sólo podían susurrar: "gracias, gracias,gracias". Así hasta el delirio. No podía imaginarse más dichosa que cuando se recordaba reflejada en aquellos ojos negros que la seguían incansables, amantes, protectores, cálidos. 
 
Al principio no había reparado en ello. Pero, una tarde, mientras bordaba un pañuelo a la luz acariciadora de un ventanal, se percató de que hacía al menos tres meses que la llegada de la sangre no le recordaba su esterilidad. Aquella lacra que tanta vergüenza le hizo pasar en los primeros años de su matrimonio en aquel Madrid que parecía pertenecer ya a otro mundo. Repasó mentalmente ciertos acontecimientos recientes que le habían pasado desapercibidos: algunos vestidos de la pasada temporada que no le sentaban bien, el desagrado que le producían súbitamente los huevos de codorniz, el amodorramiento en que caía durante el acostumbrado rosario de la Reina en sus aposentos atiborrados de aquel perfume que se le había antojado hasta repugnante en alguna ocasión,.. No había duda. Y entonces, percibió en sus sienes el latido de un sentimiento nuevo. Sintió pánico.

 
 
 
Se imaginó a sí misma vilipendiada, repudiada, paseada por las calles como una mala mujer. Si la Reina se enteraba la rechazaría como a la más despreciable de las mujeres. Como a una hipócrita que la acompañaba en sus rezos y que fornicaba por las noches con quien no era su esposo. Porque en realidad se parecía a cualquiera de aquellas otras damas que pululaban por la Corte, sin que la pobrecita María Teresa llegase a sospechar que muchas de ellas tenían un trato tan íntimo con el único hombre que ella adoraba sin reservas. 
 
Aquella noche, Fernando acudió a una de aquellas francachelas que solían tenerle alejado del hogar hasta el amanecer. Y el amante se introdujo por las cocinas con la familiaridad de lo repetido mil veces. Eulalia al verle se echó a llorar. 
 
-Amada mía, mi querida Eulalia, no debéis derramar más que lágrimas de alegría. -exclamó alborazado Guillaume cuando consiguió sonsacarle la causa de su pena- ¡No imagináis el gran contento que me dais con esta noticia! Un hijo, mi hijo...
 
Y Eulalia le contempló con ojos empañados, absorta en la expresión de su amado, quien, ajeno a las circunstancias sólo podía pensar en la alegría de perpetuar su sangre en el mundo. Y no pudo por más que acariciarle el rostro, y besarle mil veces, pues si las cosas fuesen como tenían que ser, aquél no podía más que considerarse como uno de los momentos más dichosos de su vida en común. Pese a la sociedad, pese a las apariencias, pese a la Iglesia y sus normas, su esposo era aquel hombre que la amaba tanto que había sido capaz de darle aquel regalo inesperado. 
 
Lo que se hacía imposible de dilatar era el momento en que Eulalia había de confesar el hecho a su esposo legal. Así viviese mil años, jamás Eulalia podría olvidar ninguno de los detalles de aquella tarde en que, envalentonada por una copita de aquel licor que su gobernanta guardaba encima de una repisa del saloncito ("para desmayos y apuros, señora"), se decidió a confesarse a su marido.
 
-Fernando, he de deciros algo de suma importancia.- dijo, con un hilo de voz y atragantada por un repentino hipo. 
 
Aquí la carta de la criada en la que se basa esta crónica se interrumpe. Bien porque no alcanzara a oir el resto de la conversación, bien porque una noticia así entre un matrimonio cuya única nota disonante era la ausencia de descendientes (tal era la manera en que ambos desempeñaban su papel de pareja ideal ante los propios sirvientes) fuera considerada como algo común y poco digno de mención. El caso es que la descripción de la reacción de Fernando de Guisasola ante tan inesperada nueva hemos de encontrarla en una misiva que la propia Eulalia recibió de su suegra. Dña. Mariana escribía así, con la emoción haciendo temblar su pluma, ella que siempre se cuidó mucho de su buena letra:
 
"Querida y amada hija mía,
No podéis ni imaginar la emoción que embargó mi ánimo cuando recibí carta de nuestro adorado Fernando en la que me hacía partícipe de vuestra dicha. Al fin, tal y como yo ansiaba, se ha producido el suceso por el que tanto he rezado. Cuidáos mucho, querida mía, en vuestro nuevo estado, no olvidéis que vuestra edad aconseja reposo y mucho alimento para que todo llegue al feliz término que sin duda todos esperamos contando los días. Esta noticia ha puesto a mi hijo tan fuera de sí de alegría que casi no le reconozco en las líneas de las cartas que ha enviado a todos los miembros de la familia, él que siempre fue perezoso para la correspondencia. Sin duda que le habéis hecho el más feliz de los hombres, querida, y yo no sé a quién atribuirle semejante milagro, si a algún santo en particular o al efecto de las aguas de París".
 
Sí, quizás sería mejor atribuírselo a París. Ese París que había llevado la felicidad al corazón de Eulalia y la misericordiosa ingenuidad a los ojos de su esposo. 


jueves, 14 de mayo de 2015

LA NOCHE DE LA DERROTA.

Mientras Eulalia de Noega experimentaba todos estos cambios en su fuero interno, su esposo, Fernando de Guisasola, se mantenía inmutable en aquel su carácter que suscitaba los más encontrados sentimientos. De la misma forma que los que disfrutaban de alta posición siempre le tenían a su servicio como el más leal de los mortales, todo halagos y sonrisas ladinas; los que compartían su nivel o estaban en el más inmediato escalón inferior recibían la perfidia de su lengua o su trato arribista. Los que pasaban de ese estatus hacia abajo, ni siquiera existían para él. 
 
Por ello, no era extraño que, en aquella jungla en la que había de sobrevivir, en no menos de una ocasión sufriese el propio Fernando las dentelladas de la envidia, la venganza o el desdén. Tal parece que ocurrió en aquella ocasión, con motivo del baile de disfraces con el que el Embajador de las Españas quiso agasajar a los monarcas antes de que la Cuaresma terminase con los días de alegría permitida. Algún enemigo vestido con piel de cordero tuvo que ser el que deslizase la ocurrencia en el oído de Fernando de Guisasola, pues nadie en toda su existencia le tuvo por persona ocurrente. 
 
La cuestión es que aquella bendita velada aparecieron los esposos de Guisasola en la mansión del Embajador vestidos como pareja de disfraz en una sintonía que bien podía ser un reflejo de su propia existencia. A don Fernando se le ocurrió, o eso le dijo a su estupefacta esposa, que podían ir disfrazados de "noche" y "día". Y como hombre poco acostumbrado a esperar opinión de su mujer, él mismo encargó los trajes y así se presentaron puntuales ante el Embajador: Eulalia de riguroso negro, con destellos brillantes que emitían pequeñas mostacillas desde sus bucles recogidos como una torre por encima de su cabeza; Fernando de blanco y oro, resplandeciente hasta la pequeña guirnalda puntiaguda que coronaba su frente. Cuando el señor Embajador les vio se quedó lívido, dentro de su atuendo que simulaba un cuervo con su oscuro plumaje.
 
-¡Por Dios Bendito!- exclamó- ¿o habéis perdido el oremus o sois un necio! ¡cómo se os ocurre venir de tal guisa! ¿No sabéis que esta fiesta es en honor del Rey? ¿Acaso desconocéis cuál es el epíteto que mejor define a Su Majestad? 
 
Fernando de Guisasola comenzó a sentir arder sus mejillas. De repente comprendió lo inadecuado de aquel disfraz que, lógicamente, evocaba al astro que preside el día más que al día mismo. La furia contenida comenzó a subirle por la garganta, si bien un último esfuerzo de urbanidad impidió que por su boca saliese uno de esos exabruptos tan castellanos como mal vistos en París.
 
-Volved a cambiaros por el amor de Dios, antes de que se forme un escándalo inolvidable- exigió el Embajador, echando mano de un pañuelo para quitarse el sudor que perlaba su frente. Y añadió, cuando Eulalia hizo el amago de volverse con su esposo- Vos, señora, quedaos. No vayan entretanto a llegar los Reyes y su Majestad doña María Teresa os eche en falta. 
 
 
Y de aquella manera quedó nuestra Eulalia sola en aquella enorme mansión que comenzaba a llenarse de todos los más variopintos personajes, con su ropas de colores y sus antifaces oscuros. La joven, tan poco dada a las fiestas en general y a aquella manera de comportase en particular, decidió buscar refugio en un rincón apartado de uno de los salones, allí donde las luces apenas alumbraban e impedían a las coquetas damas lucirse en toda su beldad. Poco podía sospechar que, desde rincón tan modesto, iba a iniciarse el resto de su vida. 
 
Allí fue donde la encontró Guillaume de C., con esa su especial habilidad para rastrear su aroma entre las multitudes. El guardia real llevaba una máscara que cubría por completo sus facciones pero Eulalia supo que era él apenas le vislumbró acercándose, con cautela, con aquel su paso ligero y sus ademanes elegantes. 
 
-Alegrad vuestro hermoso rostro, mi señora, no vaya ser que los violines empiecen a llorar por vos, y lo que comenzó como mascarada termine como funeral. 
 
-En vísperas estamos de cuaresma- respondió ella, con un hilo de voz.
 
-Bien decís, en vísperas. Celebremos, pues.- y levantando un poco su máscara dejó al descubierto su boca, que ya se curvaba en aquella extraordinaria sonrisa sin la que Eulalia nunca más podría vivir- Ya mañana nos acordaremos de que sólo somos polvo. 
 
E inclinándose ligeramente rozó apenas con sus labios la curva del cuello, casi en la nuca, que el peinado de Eulalia dejaba al descubierto. La joven sintió una explosión de fuegos de artificio en su interior. Y ya no tuvo consciencia de nada más de lo que ocurrió a su alrededor aquella memorable noche, la primera de tantas. No se percató de nada más que de la cercanía de aquel hombre, de la cadencia de su voz arrulladora, del brillo desconocido de sus ojos oscuros al mirarla, del tacto de aquellas manos que, ocultas tras los ropajes, acariciaban las suyas con la delicia de la pasión y lo clandestino.
 
 

jueves, 16 de abril de 2015

JUGANDO CON EL DECORO.

Eulalia de Noega rehuyó cualquier contacto con aquél que alteraba sus ánimos todo cuanto le fue posible. Si bien, no contaba con el tesón de la otra parte para lograr justamente lo contrario. La mirada de ojos oscuros comenzó a ser una compañía constante en todos los actos a los que era invitada en la Corte. Hubo de acostumbrarse a que en cada una de las ocasiones en las que alzaba su frente, se giraba de improviso o se le caía el abanico, aquel hombre estaba allí escrutando su rostro, siguiendo sus movimientos, o evitándole el esfuerzo de forzar las ballenas de su corsé para recoger el objeto caído. 
 
Todas estos encuentros casuales encendían el corazón de Eulalia y llenaban de confusión su alma en un atropellado dilema que no era capaz de tratar con su confesor. Esta cuestión traía a la joven de cabeza, en tanto que en todos los avatares previos de su vida jamás se había visto en una cuita que le pareciese de todo punto inconfesable. En las noches oscuras sin luna sentía las sombras del infierno cernirse sobre su lecho, creyéndose una pecadora de la peor calaña en un mundo en el que, pese a su ingenuo proceder, si las trompetas del juicio final sonasen de improviso pillarían a no pocos en la alcoba inadecuada.
 


La única persona de este mundo con la que Eulalia pudo sincerarse volvía a ser Lady Neva, quien a tantas millas de distancia sentía el palpitar del corazón de su más querida hermana en aquellas misivas llenas de sentimientos encontrados y autorreproches. Por más que la hija pequeña del Conde de Noega intentaba convencer a Eulalia de lo exagerado de sus remordimientos de conciencia, la creencia de lo errado de esos inevitables sentimientos no se apartaba de su espíritu. "Pero, hermana querida", escribía Neva, "¡cómo podéis ser tan injusta con vos misma! El amor en cualquiera de sus formas nace de Dios, de Él procede y en Él recaba. ¿Acaso ha de ser más santo el que un sacerdote proclama sin leer los corazones? Vos sois buena, siempre lo habéis sido, y no dejaréis de serlo por sentir lo que ahora sentís. Y que el mundo juzgue lo que le plazca, pues vuestro corazón sólo lo puede castigar o premiar Dios. Vos, querida Eulalia, el ser más dulce y bueno que jamás he conocido, no tiene porqué temer castigo alguno del que está en lo Alto y conoce los corazones. No sufráis, porque vuestros apuros me perturban el ánimo y vuestro sufrimiento es el mío y me lacera el alma. Así pues, si no queréis demostrar misericordia con vos misma, hacedlo conmigo, que sufro sobremanera con vuestras penas y tribulaciones".
 
 
Por si el miedo al castigo en la otra vida no fuera suficiente, también Eulalia había de lidiar con reproches más terrenales. En una Corte ávida de nuevos rumores, cualquier paso en falso de una mujer casada se convertía en jugoso bocado del festín de las murmuraciones. Por ello, Eulalia había de ser aún más discreta de lo que ya era por naturaleza y penaba por unos sentimientos que, desde su fuero interno, creía que se transparentaban en su rostro como si fueran estigmas de una enfermedad visible para todos. A resultas de ello, tal y como relata en una de sus cartas enviadas a Gales, se envalentonó una tarde en la que las damas jugaban en los jardines de palacio a esconderse y buscarse entre setos y macizos de flores. Aprovechó la sombra de los frondosos árboles y, en un susurro impetuoso, apenas percibió tras de sí el rumor de la respiración del enamorado guardia,  quien de manera acostumbrada seguía sus pasos, expresó:
 
-Os ruego encarecidamente que terminéis con este juego, señor. Soy una mujer casada.
 
Y permitiéndose tan solo un instante perderse en aquella mirada oscura que le decía tantas cosas, añadió:
 
-No juguéis con mi reputación y mi fe. No soy como las demás.
 
Dicho lo cual, sin dar tiempo a más explicaciones, salió corriendo a una zona bien visible de los jardines, perdiendo deliberadamente aquél otro juego en el que se divertían los otros.
 
Al día siguiente, el joven guardia se las compuso para acompañarla en la salida del carruaje que había de llevarla al hogar. Nuevamente consiguió ofrecer su mano para que Eulalia pudiera subirse al coche, deslizando entre sus dedos un pequeño billete que ella, apenas lo advirtió, introdujo discretamente en su limosnera. Los minutos se le hicieron eternos en el trayecto, con su corazón desbocado y sus mejillas ardiendo, hasta que en la intimidad de su alcoba se permitió leer el secreto mensaje de su enamorado:
 
"Si vos no fueráis como sois,
hallaría mi tormento un consuelo;
mas,
si como sois, no fueráis, 
no sería tal mi tormento."
 
Nadie puedo ver cómo Eulalia se desmayaba sobre un diván de su alcoba. Afortunadamente para ella.
 
 

viernes, 5 de diciembre de 2014

LOS SECRETOS DE LAS SEÑORAS DISCRETAS.

 
 
Eulalia de Noega se percató por vez primera de la atención que suscitaba en aquel guapo guardia de la Reina en una tórrida tarde de verano. Recordaba con nitidez la época del año porque la Reina se encontraba indispuesta y decidió no salir a pasear por los jardines de palacio en su hora vespertina de costumbre, por lo que sus damas y demás personal del séquito se asaban como pollos en las caldeadas habitaciones atiborradas de perfume. 
 
En un momento determinado, tras los rezos acostumbrados y mientras las damas recogían sus abanicos y pañuelos para aliviar sus sofocos en la medida permitida por el decoro, la Reina manifestó su deseo de solazarse con un poco de música. Corrió el rumor de grupo en grupo sin que nadie se atreviese a manifestar su voluntad de efectuar ejercicio alguno ante la canícula imperante, hasta que de repente, la voz aguda de una de las Camareras de la Reina que le había cogido especial ojeriza a nuestra Eulalia, sin que nadie supiese muy bien el motivo, se oyó en la estancia:
 
-La comtesse Eulalie toca maravillosamente el clavicordio. 
 
Antes de que la aludida tuviese tiempo a reaccionar el instrumento se encontraba ante sus ojos y todas las miradas la animaban a comenzar, entre el alivio y el ansia porque empezase la música y así poder en susurros comentar que el motivo de la ojeriza se debía a que el esposo de la dama en cuestión se había atrevido a decir de Eulalia que era la mujer más delicada de la tierra. Era una exageración, concluían todas, y por ello aquella manía de la francesa era ridícula.
 
Eulalia se levantó a duras penas, sintiendo el rubor de su timidez cubrir su rostro, así como el sudor cubriendo cada uno de los poros de su cuerpo bajo el vestido de color granate, bajo las capas de enaguas de puntilla, bajo el corsé apretado en exceso, bajo la camisa interior que sentía tan pegada a la piel como si formase parte de su misma naturaleza. Se sentó ante el clavicordio, inclinó la cabeza hacia la Reina, y tras unos segundos de vacilación, comenzó a tocar una pieza que, como por milagro le vino a la cabeza y había sido desde siempre la favorita de su padre, el Conde de Noega. 
 
Mientras sus dedos acariciaban las teclas del instrumento, intentando olvidar las decenas de miradas que se cernían sobre ella, sobre su rostro encendido, sobre sus cabellos apresados en aquel complicado peinado que las doncellas tardaban una hora y media en arreglar sobre su cabeza, percibió un ligero cosquilleo en la nuca. Como si una mano delicada la acariciase justo en el lugar en el que nacía su pelo, enredándose en alguno de los bucles que, rebeldes, escapaban de la magnífica obra de sus peinadoras. Cuando relató esta percepción a su hermana Neva en una de sus cartas, Eulalia creyó que nunca la creería. Que esas sensaciones eran cosa de brujería y no de almas cristianas. Neva, empero, la creyó a pies juntillas. Y nosotros también lo haremos, pues resulta una verdad probada por miles de creyentes que el amor es capaz de mover objetos y acariciar a distancia.
 
Fuera lo que fuese, Eulalia se sintió desfallecer. Interrumpió su recital en mitad de una nota e inclinó la cabeza sobre el pecho. Cuatro o cinco señoras se acercaron a ella de inmediato, ofreciéndole sus saquitos de sales, y la Reina, apiadada, le dio permiso para retirarse percatándose quizás en aquel momento que el calor reinante estaba afectando tanto a los presentes que corría el riesgo de que todo el mundo se desvaneciese a su alrededor, como en un relato de Perrault.  Eulalia alzó la vista para agradecer la deferencia de la monarca y, tras una leve inclinación, salió de la estancia. Ella sabía que el calor había tenido un protagonismo escaso en su indisposición. Sentía aquella mirada de ojos oscuros aún clavada en su nuca, en los pliegues de su ropa, en la curva de sus orejas. Se sintió desfallecer. Jamás podría confesar a nadie tal sensación. Ni siquiera a su confesor. Ni a ella misma. Debía salir de palacio cuanto antes para olvidarse de todo en el tranquilizador recinto de su hogar, de su vida cotidiana. Ella no era como las demás mujeres. No podía alardear de algo así, ni comentarlo, ni mucho menos frivolizar con ello. 
 
En su loca huída por los corredores no se percató de que nadie la siguiera. Ni siquiera la marquesa que, a sabiendas de su situación, ordenó que trajesen su coche para que la llevase a casa. No quiso pensar si lo hacía por deferencia o por ridiculizarla. Ella no era como las demás. 
 
Cuando llegó a la puerta, el coche se encontraba ya esperándola. Fue en ese mismo instante cuando se percató de la figura que la había ido siguiendo, silenciosa como una segunda sombra. Aquel guardia se adelantó para ofrecerle el brazo con el fin de que pudiese acceder fácilmente al coche. Eulalia, con el corazón al galope, rozó apenas con su mano desnuda la mano enguantada que se le ofrecía. El leve contacto casi le hizo sentir una quemadura en la punta de sus dedos, pero no fue capaz de alzar los ojos para encontrarse de nuevo con aquella mirada oscura.
 
Ya en el discreto interior del coche, de vuelta a casa, Eulalia de Noega se atrevió a llevarse la punta de sus dedos a sus labios temblorosos. 


miércoles, 8 de octubre de 2014

EL DUEÑO DE AQUELLOS ACARICIADORES OJOS OSCUROS.


Guillaume de C. Ni aquél fue su nombre ni ésta la inicial de su apellido. La discreción que no ha abundado en otras páginas de esta crónica se impone, sin embargo, en este momento para preservar el único secreto de Eulalia de Noega. Ella, depositaria fiel de los secretos de tantas personas a su alrededor, se disgustaría muy mucho si descubriese que no guardamos para con ella la fidelidad que siempre la distinguió con respecto a quien en ella se confió. 
 
Digamos escuetamente que Guillaume se encontraba en la Corte francesa en el momento en que nuestra Eulalia llegó con su esposo para el desempeño de éste de funciones en la Embajada española (que no le harían crecer tanto como el hecho de tener una esposa tan piadosa, como ya hemos visto). Pertenecía nuestro hombre a la guardia real al servicio de la reina. Hay quien se atreve a afirmar que, realmente, era un mosquetero del rey. Pero sobre ello no nos extenderemos en demasía. No vayan nuestros pacientes lectores a hacer conjeturas acertadas. El caso es que, perteneciese a uno u otro cuerpo, Guillaume era un mozalbete cuando, debido a su parte de sangre castellana, se le encomendó junto a otros la tarea de ser la guardia más cercana de la recién desposada María Teresa. No descubrimos nada nuevo al decir que la joven reina apenas dominaba el francés y se vio en varios apuros debido a tal ignorancia en el inicio de su vida en el país galo. Pero de tales anécdotas dejaremos que den cuenta plumas más expertas, como ya vienen haciendo desde hace tiempo en lugares próximos a éste.
 
Cuando Eulalia comenzó a percibir aquella acariciadora mirada oscura que la seguía por los corredores, no había rastro alguno en Guillaume de aquel niño que, con apenas once años, entró al servicio del Rey Sol. Le habían conseguido el puesto gracias a la influencia de su padre, quien, sin entrar en más detalles, tenía el púrpura como color habitual de sus atuendos. También se decía que la madre de Guillaume, que murió de fiebres cuando el niño apenas había cumplido siete años, era una preciosidad. Y que había nacido en Toledo. Pero de cómo y en qué circunstancias terminó en una región del norte de Francia en la que el que estaba llamado a ser el padre de nuestro protagonista desempeñaba su cargo, nada sabemos. Y si lo sabemos, no lo contamos. 
 
Lo que sí es cierto y puede ser objeto de comentario es que Guillaume de C. fue el hombre más apuesto que Eulalia de Noega vio en su vida. Y en honor de la verdad, aunque no hubiese podido compararlo con nadie, la belleza de aquel guardia de ojos negros, pelo oscuro y media sonrisa homicida, era incontestable. Y Eulalia, como sabemos, no era mujer de las que se rinden al menor esfuerzo. Pero, por si ello no les bastase para confirmarlo, Neva de Noega en sus múltiples viajes tuvo ocasión de conocerle. Y ella sí que nos dejó una descripción vívida de la apariencia física del francés. "He de confesar que, al verle, me quedé sin palabras", escribe en una de sus cartas quien nunca había dado muestras de saber refrenar su lengua.
 
 

martes, 23 de septiembre de 2014

MÁS PODEROSO QUE LA FE.

"Confieso, querida hermana, que jamás pensé que habría de verme en esta cuita. Desde mi infancia tuve claro que mi corazón nunca habría de estar destinado al amor carnal. He amado mucho a lo largo de toda mi existencia. Eso bien lo sabéis, hermana querida. Pero jamás de esta manera, ni con las consecuencias tan fatales que para mi sosiego, la paz de mi espíritu, mi posición y mi matrimonio pueden tener". 
 
Así comienza una de las cartas cuya redacción más esfuerzo le supuso a su autora. Lady Neva, sin pretenderlo, se convirtió de este modo en la consejera en asuntos sentimentales de otro más de sus hermanos. Si Gonzalo en su momento decidiera confiar en su hermana pequeña la decisión que trastocó el resto de su vida, en este caso fue Eulalia la que decidió tomar la pluma y sincerarse con Neva en un asunto que requería la máxima discreción en aquel mundo ávido de nuevos rumores que era la Corte del rey Luis.
 
 
La apacible Eulalia siempre destacó, desde su tierna infancia, por una espiritualidad que la alejaba de toda pasión mundana. Como bien expresa ella misma, nunca se creyó destinada para el amor carnal. Su timidez y su experiencia personal en el trato con los hombres (si exceptuamos a su hermano pequeño), la hizo siempre huir de ese mundo rudo de los varones, con sus partidas de caza, sus juegos de lucha, sus palabras malsonantes. Su padre, el Conde de Noega, pese a ese carácter suyo tan dado a la ensoñación, no era ajeno a todos los divertimentos propios de su clase. Aquellos encuentros con sus amigos, que terminaban invariablamente con varios señores desplomados sobre las alfombras del salón, durmiendo la borrachera, asustaban tanto a la pequeña Eulalia que acentuaron aún más su innata capacidad para ser invisible. Así, cuando las curvas femeninas empezaron a adivinarse en su cuerpo las escondía debidamente con fajas y encajes, agradeciendo fervorosamente al Dios en quien tanto confiaba que le hubiese dado como hermana a aquella criatura maravillosa que era la bella Isabel. 
 
Por eso, Guillaume fue un descubrimiento de tanta envergadura como la luz al nacer y tan aterrador como el abismo desconocido de lo que nos espera tras la muerte. Al principio Eulalia no se percató de aquella mirada acariciadora que la seguía por los corredores de palacio, durante las visitas a la reina María Teresa. Ni tampoco de la cercanía constante a su persona del mismo guardia de la reina, cuyo puesto de vigilancia coincidía de manera insistente con el lugar en que Eulalia había de situarse en reuniones, meriendas o diversiones al aire libre. 
 
"Jamás hubiera imaginado, continua su carta, las tribulaciones que angustian mi alma en este momento. Y lo necesaria que me sería vuestra presencia en este estado. Creo que vos, Neva querida, tenéis la experiencia que necesito para desenmarañar el enjambre de dudas y sentimientos encontrados que laten dentro de mí, en un lugar impreciso que nunca creí que despertase, y menos a estas alturas de la vida, cuando ya no soy una niña impresionable. Pese a todo, no puedo definir lo que alberga mi corazón más que como un sentimiento avasallador, imposible de ignorar, que se adueña de mis horas, de los lugares más recónditos de mi mente y mi alma. Más poderoso, hermana querida y que el Señor perdone mi blasfemia, más poderoso que la fe."
 
Palabras que Lady Neva entendía muy bien, pues ya sabía de antemano que el amor, como dice el poeta, es la fuerza que mueve el mundo y las estrellas.