domingo, 23 de septiembre de 2012

DEL ORIGEN DE UN NOMBRE.

Pocos meses después de que la Condesa de Noega alumbrase a su hijo Gonzalo, comenzó a tener un perturbador sueño, que se repetía cada noche como una letanía angustiosa. Aguas heladas bajo un cielo oscuro envolvían su cuerpo desnudo hasta que el frío y el terror paralizaba cada uno de sus miembros. Despertaba sobresaltada en mitad de la noche, sintiendo su corazón al galope y las extremidades entumecidas. 
La condesa María intentó descubrir el origen de este sueño escuchando la voz del viento y observando los signos de las estrellas, tal y como siempre vio hacer a su madre. Pero, nada pudo descubrir que le sirviese de explicación. Sólo que su vida iba a cambiar y que el agua tendría mucho que ver en ello. 
El sueño siguió repitiéndose cada noche con la constancia imperturbable del movimiento de los astros. Pero no por eso dejaba de ser aterrador, ni disminuía su sensación desconcertante de estar a un paso del abismo. Para la condesa, siempre tan práctica, aquella pesadilla constituyó una tortura como jamás conoció otra. Ni el aguijón del hambre en la infancia, ni las miradas reprobadoras de quienes la consideraban un ser inferior de oscuro origen,  la hicieron sufrir tanto. Hasta una noche de noviembre, oscura como lo eterno. 
Aquella noche sólo soñó con el silencio. El primer rayo del alba la despertó haciéndole cosquillas entre las pestañas. Agradecida por aquella inesperada tregua, se arrebujó en uno de sus chales de lana y salió del palacio, hacia los acantilados, a darle las gracias al mar por dejarla tranquila. Las olas rompían contra las rocas con la furia de un animal acorralado. Los ojos de la condesa se perdieron a través de aquellas aguas a las que el amanecer daba un tono plomizo. De repente, abajo, en la playa, pudo percibir un bulto extraño en la orilla. Sin importarle los espinos que rasgaban sus ropas, el salitre que escocía en sus mejillas, la condesa corrió hacia la playa, atraída poderosamente por aquella extraña figura que el mar había escupido.

 

En la playa, la arena se le metía por los zapatos, obstaculizándole el paso, causándole la misma sensación frustrante de las aguas de su pesadilla. Cuando llegó al lugar donde yacía aquella figura hincó las rodillas, dejándose caer, presa del agotamiento. Era un hombre. Apenas un muchacho, con la ropa destrozada y el pelo revuelto. La condesa, aún jadeante, le palpó el cuello y los brazos en busca de signos de vida. Afortunadamente aún respiraba. María de Noega comprendió, con la nitidez de un presagio, que había soñado con la agonía de aquel muchacho cada una de las noches previas. Aguas heladas bajo un cielo oscuro que envolvían su cuerpo desnudo hasta que el frío y el terror paralizaba cada uno de sus miembros. Comprendió que estaba destinada a salvarle, así que lo acunó entre sus brazos incansablemente para hacerle entrar en calor hasta que llegó la mañana y uno de los guardas de su esposo la encontró. La habían buscado durante horas, desde que el llanto del pequeño Gonzalo despertó a cada habitante del palacio  con sus gritos de hambre.

El muchacho del mar deliró durante semanas en un idioma que hacía persignarse a las criadas. Pensaban que aquellos sonidos que salían de la boca del náufrago sólo podían tener su origen en el infierno. Nadie jamás oyó vocablos iguales. Cuando por fin abrió los ojos la condesa estaba con él. Y se quedó petrificada. Sus ojos tenían un color azul que jamás había visto. Ni siquiera en los cuentos de hadas. Todos los intentos de comunicarse con él quedaron reducidos a un lenguaje gestual que sólo la condesa consiguió dominar. Un día, cargada con el planisferio de su esposo, María de Noega se llegó a la alcoba del muchacho del mar y se lo extendió sobre las rodillas. Él se incorporó en el lecho y con un dedo indicó un punto en el mapa. Un lugar lejano, atravesado por una fina línea azul que recibía el nombre de Neva.
-¡Qué bonito nombre!- musitó la Condesa.
Poco más supieron del pasado del muchacho del mar. Él se afanó por aprender el castellano y les dijo que su nombre era Andréi Ivanovich. Nadie se tomó la molestia de aprender su idioma extraño. Así que simplemente le llamaban Andrés. Por fortuna para las asustadizas doncellas de la condesa, el desconocimiento de la lengua del muchacho del mar les impidió conocer otros detalles de su pasado que él musitó en sus noches de delirio. En su nueva vida en Noega nadie supo jamás que de niño nadaba en las frías aguas del Neva hasta que le vendieron como criado de un pariente lejano del Zar. Que cometió la impertinencia de enamorarse de una de las hijas de su amo, y la osadía de consumar aquel amor. Que el furioso noble apeló a la justicia de los Romanov y le desterraron a Siberia, donde sólo sobreviven los hombres sin corazón. Que consiguió escaparse y embarcarse de polizón. Que tras semanas de mantenerse oculto como una sabandija le descubrieron, y llevado de la desesperación se lanzó al mar.

 

Andréi Ivanovich se convirtió en uno más de los que pululaban por el palacio del Conde de Noega. Su destreza manual le convirtió en una ayuda casi para cualquier cosa. Formó parte del universo de los pequeños hijos del conde como una figura querida y silenciosa, siempre atento en su mirada tan azul, peculiar en su alta estatura y su pelo dorado, fiel a la condesa como nadie lo fue jamás. Llegado el momento, Andréi Ivanovich casó con la camarera mayor de la condesa y tuvo varios hijos de ella. Sus descendientes estarían llamados a tener un relevante papel en el destino de la familia de quien le recogió del mar sin una pregunta. Pero eso fue mucho más tarde. Y Andréi Ivanovich, el muchacho del mar, no llegó a conocerlo. 

Pocos días después de que la condesa recogiese del mar este regalo inesperado, supo que estaba encinta. En su vientre llevaba una niña llamada a tener el mar en la mirada, a poseer la fuerza de las olas y la seguridad de la marea. Una niña a la que María de Noega le puso el nombre de aquel río lejano, aquel río con el que Andréi Ivanovich se había situado en el mundo con la punta de uno de sus dedos sobre un viejo pergamino.


domingo, 16 de septiembre de 2012

A LA SOMBRA DE LORD CHRISTIAN.

Dicen que cada ser humano nace con un determinado carácter impreso como una herencia invisible. Así se explican ciertos parecidos con antepasados con los que no coincidimos en el tiempo, reacciones ante las circunstancias de la vida extrañamente similares a un lejano bisabuelo, gestos faciales fácilmente identificables con una prima carnal casada en el extranjero. Sin embargo, existe parte de ese carácter que no se hereda. Que se forja a golpe de sucesos vitales, de comportamientos de aquéllos con los que compartimos el camino, de la mezcla de desgracias y momentos felices que conforman la vida de toda persona.

Neva de Noega era rebelde, contestona y fantasiosa. Y lo era porque su padre se pasaba el día en las nubes. Porque su bisabuela paterna resistió el asedio inglés en las almenas de su castillo vestida con unas simples enaguas y empuñando el arco como si sus manos nunca hubiesen hecho otra cosa. Porque su abuelo materno erraba por los caminos, curando a pobres y engañando a ricos con extrañas pócimas para encender el corazón o esquivar la mala fortuna, sacando muelas o vendiendo ungüentos contra las verrugas. Porque su tío Rodrigo se perdió en el mar cuando buscaba la isla de San Borondón. Porque su madre no le temía a nada que fuese de este mundo.  Porque  de la Biblia familiar había varios nombres tachados de primos lejanos que perdieron la estima del bisabuelo embarcados en dudosas empresas y negocios remotos. Quizás, por todo ello, algún sensato lector pueda afirmar sin equivocarse que Neva de Noega no podía haber sido de otro modo.

Sin embargo, tal herencia invisible sólo era una posibilidad. ¿Hubiera sido Neva la mujer que la Historia conoció de no haberse criado con su hermano Gonzalo, tratada como un niño ruidoso, escabulliéndose gracias a su don para hacerse invisible por anaqueles prohibidos, por ventanucos inaccesibles, por debajo de los muebles en estancias en las que se trataban conversaciones reservadas para oídos ajenos? Neva fue una niña curiosa, ávida de conocimiento, y sin asomo de vergüenza. Preguntona e irritante, a veces. Ingeniosa y divertida, otras. Su madre, la condesa, siempre la llamó "rabo de lagartija" y nunca tuvo duda alguna que, de entre todos sus hijos, era la que más se parecía a su familia. Aquellos parientes de los que nunca se hablaba más que para acrecentar la leyenda de su raza celta y sus costumbres salvajes.



El comportamiento de la nueva Lady Balehead no pudo menos que sorprender a aquellas gentes de Gales en algunos de sus ámbitos. Les desarmaba con su capacidad para preguntarse cosas que todos daban por hechas desde el inicio de los tiempos, cuando interrumpía a su esposo para narrar sus ocurrencias, cuando se dedicaba a contar las provisiones de la despensa y a disponer de las mismas. Nadie había visto una señora igual. Quienes conocieron a Lady Sarah sabían que nunca se había comportado de esa manera. Jamás se había inmiscuído en asunto alguno, doméstico u oficial. Se limitaba a mejorar lo dispuesto por su esposo con su distinción y sentido del gusto. Lady Neva, que procedía de un hogar en el que todas las cuestiones prácticas de la vida pasaban por las manos de su madre, la Condesa, no podía imaginarse que en otros lugares se organizasen de modo diferente. Así, hacía y deshacía a su antojo, organizaba las provisiones, los días de colada, las tareas caritativas,  sin que nadie se atreviese a desobedecer ni una sola de sus órdenes, desarmados por el poder hipnótico de su sonrisa.

Sin embargo, todos sabían que tal estado de cosas habría de desbaratarse un día u otro. Y así ocurrió. Precisamente en uno de los consejos a los que Lord Christian se empeñó que asistiera. Se discutía sobre el castigo a aplicar a un campesino al que se había pillado estafando en el molino con el peso de su harina. En el fragor de la discusión, se escuchó la voz clara y cristalina de Neva por encima de las de los hombres ofuscados.  

-Ni los azotes ni las multas servirán de nada, señores, pues el origen de la falta está en la necesidad. Remediemos la causa antes de castigar el mal.  

El silencio que siguió podría haberse palpado como un ser corpóreo. Lord Christian afirmó que tal propuesta habría de ser estudiada con más profundidad y manifestó que se pasase al siguiente punto del día. Los consejeros ardían de indignación, pero nadie se atrevió a decir palabra. Sólo Leopold, el secretario, al terminar con el despacho de los asuntos del día, aprovechando que Lady Neva se había quedado rezagada en la sala, le musitó para  que nadie más pudiese oírle: 

-Milady, ya que es deseo de milord que asistáis a las sesiones del consejo, mantened el decoro en lo sucesivo y guardad el silencio que se espera de vos. - y añadió- No olvidéis que vuestro deber es ser la sombra de Lord Christian. 

La muchacha, impertérrita, le respondió con uno de sus arranques famosos que el secretario jamás dudó en repetir a quien quisiera oírle, con el ánimo de perjudicarla: 

-Señor, la estatura de mi esposo, aunque elevada, no da para tener dos sombras.

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lunes, 10 de septiembre de 2012

DE CUENTOS, RISAS Y CONSEJOS.


Pocos recordaban el sonido de la risa de Lord Christian, pero nadie se quedó sin escucharla cada día y cada noche en aquel primer invierno tras su matrimonio.
Mientras la ventisca azotaba cruelmente las costas de Pembrokeshire, mientras la nieve se colaba en chozas y cobertizos dejando pies fríos y dientes castañeteantes, en el palacio del conde de Haverfordwest todo eran risas y juegos al calor de la lumbre.  Neva tuvo la capacidad especial de alegrar el otrora sombrío caserón y de conseguir que todo el mundo acabase por quererla. Casi tanto como la amaba su esposo,  cuyas carcajadas hacían vibrar el aire de los corredores y espantaban a los búhos. 
Neva, criada en el alboroto de una casa llena de niños, conocía un buen puñado de juegos de azar, rimas picantes e historias de fantasmas. La mitad de su vida había transcurrido en las cocinas del palacio de su padre, donde los hijos de las criadas siempre tenían algún pasatiempo sucio y ruidoso que enseñarle. La otra mitad, leyendo libros e inventando quimeras con su hermano Gonzalo. Gracias a ella, Lord Christian sustituyó su pasado de niño solitario, siempre consentido y cuidado, por aquella nueva vida en la que cada día traía una diversión desconocida.  

-Esperemos que los niños tarden, si no van a ser demasiados.- murmuraba el aya de Christian, alegrándose sin embargo de que esa mirada taciturna hubiese desaparecido del semblante de su joven señor.  

También el aya podría haber dado su opinión a aquellos que comenzaron a preocuparse por la tardanza de Neva en quedarse encinta. Los recién casados eran jóvenes y gozaban de buena salud. Incluso Lord Christian, desde la llegada de Neva, había engordado un poco y perdido aquel aspecto de pajarillo. Además, se pasaban buena parte del día y todas y cada una de las noches juntos. La puerta de la alcoba se cerraba tras sus sombras al atardecer y se sentían cuchicheos y risas durante horas, hasta que a la mañana el aya de Lord Christian abría las cortinas y se los encontraba durmiendo entrelazados, como dos gatitos recién nacidos.
Entre los consejeros de Lord Balehead hubo alguna voz que se preguntó si no sería necesario dar alguna instrucción al joven señor. Tal comentario despertó la hilaridad de muchos, e incluso en susurros se dijo que la abundancia no hace a la puntería. Leopold, el secretario que diera la infausta noticia del óbito de Lord Balehead a Neva, acalló todas las bromas y burdos comentarios que siguieron con un simple gesto de su mano aristocrática (se decía que era un hijo bastardo del duque de York). 

-Considero que el momento de las tonterías ha pasado.- dijo, solemne- Que Lady Balehead quede o no encinta no es el mayor de nuestros problemas. Hay cuentas que hacer, justicia que impartir, decisiones que tomar.  

Se eligió un grupo de tres hombres, entre los que se incluyó a Leopold casi como una venganza personal, para que fueran a exigirle a Lord Christian la vuelta a sus obligaciones. Las cartas de Londres se amontonaban en la mesa, las gentes del condado hacían cola a las puertas del palacio con súplicas y ruegos de justicia, las despensas se vaciaban peligrosamente. 

-Neva, debo volver a atender mis asuntos.- le dijo Christian a su esposa, al comprobar la evidencia- He sido descuidado.  

Y la muchacha, lejos de contradecirle, puso todo de su parte para hacerle la tarea más llevadera. Mientras su joven esposo despachaba en las mañanas, Neva se perdía durante horas en la vieja biblioteca en  busca de ejemplares sobre la historia del condado, sobre las costumbres de sus gentes, sobre las particularidades de su idioma. Quería convertirse en una más de aquéllos que la habían acogido sin asomo de prejuicio. Tanto perseveró en su dedicación que, con el paso de los años, muchos llegarían a olvidarse de su procedencia y quienes la conocieron de anciana eran capaces de apostar toda su fortuna a que Lady Neva había nacido en Carmarthenshire, el condado vecino.

Así, los atribulados consejeros de Lord Balehead comprobaron que su joven señor conseguía llevar a rajatabla la máxima que ya siguiera su difunto padre con mano de hierro: "Soy esclavo de mis días, y dueño de mis noches". Si bien, mientras el anterior señor encontraba el destino de sus afectos y diversiones entre amigos en lugares de mala nota, Lord Christian sólo se divertía con su esposa. En todos los aspectos en los que un hombre puede divertirse. No había espectáculo, libro o velada que fuese tan obscena o desaconsejable que Lady Neva no pudiese estar presente. Esto dio lugar a múltiples comentarios sobre la ausencia de delicadeza femenina en la muchacha. Pero, peor fue cuando Lord Christian se empeñó en que su esposa no sólo estuviese presente en las diversiones sino también en los consejos. Aquéllo hizo que se abriesen muchas heridas.



lunes, 3 de septiembre de 2012

PALABRAS CRUZADAS EN LA DISTANCIA.

La inmensa correspondencia entre los hermanos durante toda su vida ha hecho más fácil a esta cronista la tarea de bucear en su historia. Allí donde no llegan los escritos oficiales y los rumores transmitidos de generación en generación, se puede obtener información a través de las frecuentes misivas que Eulalia, Gonzalo y Neva se enviaron a través de los años. También se han encontrado de la propia Isabel, aunque ésta no era muy dada a plasmar sus emociones en papel. En su descargo, podemos añadir que se vio inmersa en tantas intrigas y variados escándalos que reflejar tales acontecimientos en una carta que pudiera caer en manos equivocadas, hubiera sido un acto de irreflexión por su parte. E Isabel, además de bella, siempre pudo presumir de no ser tonta.

La especial confianza que siempre demostraron los hermanos entre sí, nos permite poder conocer de primera mano, después de tantos siglos, lo que había en lo más hondo de sus corazones. A veces, sin embargo, habremos de suplir alguna ausencia con un poco de imaginación o completar las lagunas con pesquisas en otras fuentes de la época. Como en el romance- nunca probado- entre Neva de Noega y el músico del Norte. O determinadas noches salmantinas perdidas en el túnel de la memoria de Gonzalo. O alguno de esos desplantes sufridos por Eulalia de alguna dama parisina y que jamás quiso confesar, aunque se convirtieran en la comidilla de los mentideros de media Europa. Si bien, las cartas de Neva, salvo en determinadas cuestiones, son un fiel reflejo de su carácter apasionado y sus circunstancias vitales. Nunca fue mujer capaz de engañarse a sí misma y, en sus cartas, refleja los hechos tal cual los vivió, permitiendo obtener un conocimiento bastante cercano de lo que fue su manera de ser y su forma de ver el mundo. Leer esas cartas ha supuesto para esta cronista un verdadero placer. En ocasiones, incluso, el papel envejecido por el paso de los años parecía vibrar en nuestras manos. Hemos reído con Neva, hemos llorado con Neva, hemos amado con Neva, ya desde aquella primera carta enviada a Eulalia pocos días después de su matrimonio: 

"Mi adorada hermana: 

Al recibo de la presente imagino que madre ya te habrá hecho llegar noticias sobre mi casamiento. Te habrá escrito que todo fue según lo previsto, a pesar de los inconvenientes derivados del fallecimiento de mi verdadero prometido. También te habrá expresado que la acogida dispensada por estas gentes ha sido buena, y que el viaje hasta Gales sólo tuvo como percance los usuales malos vientos del Mar del Norte.  
Imagino también que arderás en deseos de conocer mi opinión sobre el asunto. No mantendré la intriga, hermana querida, a ti te lo expreso sin tapujos porque sé la importancia que le das a todo lo que me ocurre: soy feliz. Tan inmensamente feliz que casi no sé ni cómo expresarlo con palabras. No encuentro manera de describir lo que mi corazón siente desde el momento en que mi vida se unió a este hombre maravilloso. A veces se apodera de mí una especie de vértigo que amenaza con hacerme perder el equilibrio. A veces creo que despertaré de un sueño y me encontraré de nuevo en casa de padre, a la espera de que un hombre temible me despose. Pero, entonces le miro. Y veo que es real. Que Christian está aquí a mi lado. Que puedo acariciar sus manos y escuchar su voz profunda como el rumor del agua en lo más intrincado de un bosque. 
Soy tan feliz, hermana mía, que siento temor. Desearía que esta sensación jamás desapareciese, que este cosquilleo en el vientre cuando miro a mi esposo nunca deje de existir, que la mirada de Christian siempre sea capaz de acariciarme dulcemente en la distancia, que el mundo deje de existir en torno a nosotros cuando él me sonríe... ¡Ay, hermana, creo que me estoy perdiendo en un mar de palabras que no dicen nada! Supongo que es lo que los poetas describen con tanto acierto y mi pluma se niega a expresar.
Sólo puedo desear, desde lo más hondo de mi ser, que algún día encuentres un hombre que te haga sentir de esta manera. Da igual que en mi caso sea mi esposo, y le pueda sentir como propio, porque si Christian no hubiese sido el destinado a desposarme estoy segura de que le hubiese amado de la misma manera. Tan segura como sé cuál es mi mano derecha. Por eso, creo firmemente que tú también encontrarás a alguien que te permita conocer ese amor para el cual  tú siempre has afirmado no estar hecha. No conozco a nadie más digno de ser amado que tú, mi hermana querida. 

Dichosa, enamorada, siempre, siempre tuya.

                                                                                                                                                      N."