viernes, 5 de diciembre de 2014

LOS SECRETOS DE LAS SEÑORAS DISCRETAS.

 
 
Eulalia de Noega se percató por vez primera de la atención que suscitaba en aquel guapo guardia de la Reina en una tórrida tarde de verano. Recordaba con nitidez la época del año porque la Reina se encontraba indispuesta y decidió no salir a pasear por los jardines de palacio en su hora vespertina de costumbre, por lo que sus damas y demás personal del séquito se asaban como pollos en las caldeadas habitaciones atiborradas de perfume. 
 
En un momento determinado, tras los rezos acostumbrados y mientras las damas recogían sus abanicos y pañuelos para aliviar sus sofocos en la medida permitida por el decoro, la Reina manifestó su deseo de solazarse con un poco de música. Corrió el rumor de grupo en grupo sin que nadie se atreviese a manifestar su voluntad de efectuar ejercicio alguno ante la canícula imperante, hasta que de repente, la voz aguda de una de las Camareras de la Reina que le había cogido especial ojeriza a nuestra Eulalia, sin que nadie supiese muy bien el motivo, se oyó en la estancia:
 
-La comtesse Eulalie toca maravillosamente el clavicordio. 
 
Antes de que la aludida tuviese tiempo a reaccionar el instrumento se encontraba ante sus ojos y todas las miradas la animaban a comenzar, entre el alivio y el ansia porque empezase la música y así poder en susurros comentar que el motivo de la ojeriza se debía a que el esposo de la dama en cuestión se había atrevido a decir de Eulalia que era la mujer más delicada de la tierra. Era una exageración, concluían todas, y por ello aquella manía de la francesa era ridícula.
 
Eulalia se levantó a duras penas, sintiendo el rubor de su timidez cubrir su rostro, así como el sudor cubriendo cada uno de los poros de su cuerpo bajo el vestido de color granate, bajo las capas de enaguas de puntilla, bajo el corsé apretado en exceso, bajo la camisa interior que sentía tan pegada a la piel como si formase parte de su misma naturaleza. Se sentó ante el clavicordio, inclinó la cabeza hacia la Reina, y tras unos segundos de vacilación, comenzó a tocar una pieza que, como por milagro le vino a la cabeza y había sido desde siempre la favorita de su padre, el Conde de Noega. 
 
Mientras sus dedos acariciaban las teclas del instrumento, intentando olvidar las decenas de miradas que se cernían sobre ella, sobre su rostro encendido, sobre sus cabellos apresados en aquel complicado peinado que las doncellas tardaban una hora y media en arreglar sobre su cabeza, percibió un ligero cosquilleo en la nuca. Como si una mano delicada la acariciase justo en el lugar en el que nacía su pelo, enredándose en alguno de los bucles que, rebeldes, escapaban de la magnífica obra de sus peinadoras. Cuando relató esta percepción a su hermana Neva en una de sus cartas, Eulalia creyó que nunca la creería. Que esas sensaciones eran cosa de brujería y no de almas cristianas. Neva, empero, la creyó a pies juntillas. Y nosotros también lo haremos, pues resulta una verdad probada por miles de creyentes que el amor es capaz de mover objetos y acariciar a distancia.
 
Fuera lo que fuese, Eulalia se sintió desfallecer. Interrumpió su recital en mitad de una nota e inclinó la cabeza sobre el pecho. Cuatro o cinco señoras se acercaron a ella de inmediato, ofreciéndole sus saquitos de sales, y la Reina, apiadada, le dio permiso para retirarse percatándose quizás en aquel momento que el calor reinante estaba afectando tanto a los presentes que corría el riesgo de que todo el mundo se desvaneciese a su alrededor, como en un relato de Perrault.  Eulalia alzó la vista para agradecer la deferencia de la monarca y, tras una leve inclinación, salió de la estancia. Ella sabía que el calor había tenido un protagonismo escaso en su indisposición. Sentía aquella mirada de ojos oscuros aún clavada en su nuca, en los pliegues de su ropa, en la curva de sus orejas. Se sintió desfallecer. Jamás podría confesar a nadie tal sensación. Ni siquiera a su confesor. Ni a ella misma. Debía salir de palacio cuanto antes para olvidarse de todo en el tranquilizador recinto de su hogar, de su vida cotidiana. Ella no era como las demás mujeres. No podía alardear de algo así, ni comentarlo, ni mucho menos frivolizar con ello. 
 
En su loca huída por los corredores no se percató de que nadie la siguiera. Ni siquiera la marquesa que, a sabiendas de su situación, ordenó que trajesen su coche para que la llevase a casa. No quiso pensar si lo hacía por deferencia o por ridiculizarla. Ella no era como las demás. 
 
Cuando llegó a la puerta, el coche se encontraba ya esperándola. Fue en ese mismo instante cuando se percató de la figura que la había ido siguiendo, silenciosa como una segunda sombra. Aquel guardia se adelantó para ofrecerle el brazo con el fin de que pudiese acceder fácilmente al coche. Eulalia, con el corazón al galope, rozó apenas con su mano desnuda la mano enguantada que se le ofrecía. El leve contacto casi le hizo sentir una quemadura en la punta de sus dedos, pero no fue capaz de alzar los ojos para encontrarse de nuevo con aquella mirada oscura.
 
Ya en el discreto interior del coche, de vuelta a casa, Eulalia de Noega se atrevió a llevarse la punta de sus dedos a sus labios temblorosos. 


miércoles, 8 de octubre de 2014

EL DUEÑO DE AQUELLOS ACARICIADORES OJOS OSCUROS.


Guillaume de C. Ni aquél fue su nombre ni ésta la inicial de su apellido. La discreción que no ha abundado en otras páginas de esta crónica se impone, sin embargo, en este momento para preservar el único secreto de Eulalia de Noega. Ella, depositaria fiel de los secretos de tantas personas a su alrededor, se disgustaría muy mucho si descubriese que no guardamos para con ella la fidelidad que siempre la distinguió con respecto a quien en ella se confió. 
 
Digamos escuetamente que Guillaume se encontraba en la Corte francesa en el momento en que nuestra Eulalia llegó con su esposo para el desempeño de éste de funciones en la Embajada española (que no le harían crecer tanto como el hecho de tener una esposa tan piadosa, como ya hemos visto). Pertenecía nuestro hombre a la guardia real al servicio de la reina. Hay quien se atreve a afirmar que, realmente, era un mosquetero del rey. Pero sobre ello no nos extenderemos en demasía. No vayan nuestros pacientes lectores a hacer conjeturas acertadas. El caso es que, perteneciese a uno u otro cuerpo, Guillaume era un mozalbete cuando, debido a su parte de sangre castellana, se le encomendó junto a otros la tarea de ser la guardia más cercana de la recién desposada María Teresa. No descubrimos nada nuevo al decir que la joven reina apenas dominaba el francés y se vio en varios apuros debido a tal ignorancia en el inicio de su vida en el país galo. Pero de tales anécdotas dejaremos que den cuenta plumas más expertas, como ya vienen haciendo desde hace tiempo en lugares próximos a éste.
 
Cuando Eulalia comenzó a percibir aquella acariciadora mirada oscura que la seguía por los corredores, no había rastro alguno en Guillaume de aquel niño que, con apenas once años, entró al servicio del Rey Sol. Le habían conseguido el puesto gracias a la influencia de su padre, quien, sin entrar en más detalles, tenía el púrpura como color habitual de sus atuendos. También se decía que la madre de Guillaume, que murió de fiebres cuando el niño apenas había cumplido siete años, era una preciosidad. Y que había nacido en Toledo. Pero de cómo y en qué circunstancias terminó en una región del norte de Francia en la que el que estaba llamado a ser el padre de nuestro protagonista desempeñaba su cargo, nada sabemos. Y si lo sabemos, no lo contamos. 
 
Lo que sí es cierto y puede ser objeto de comentario es que Guillaume de C. fue el hombre más apuesto que Eulalia de Noega vio en su vida. Y en honor de la verdad, aunque no hubiese podido compararlo con nadie, la belleza de aquel guardia de ojos negros, pelo oscuro y media sonrisa homicida, era incontestable. Y Eulalia, como sabemos, no era mujer de las que se rinden al menor esfuerzo. Pero, por si ello no les bastase para confirmarlo, Neva de Noega en sus múltiples viajes tuvo ocasión de conocerle. Y ella sí que nos dejó una descripción vívida de la apariencia física del francés. "He de confesar que, al verle, me quedé sin palabras", escribe en una de sus cartas quien nunca había dado muestras de saber refrenar su lengua.
 
 

martes, 23 de septiembre de 2014

MÁS PODEROSO QUE LA FE.

"Confieso, querida hermana, que jamás pensé que habría de verme en esta cuita. Desde mi infancia tuve claro que mi corazón nunca habría de estar destinado al amor carnal. He amado mucho a lo largo de toda mi existencia. Eso bien lo sabéis, hermana querida. Pero jamás de esta manera, ni con las consecuencias tan fatales que para mi sosiego, la paz de mi espíritu, mi posición y mi matrimonio pueden tener". 
 
Así comienza una de las cartas cuya redacción más esfuerzo le supuso a su autora. Lady Neva, sin pretenderlo, se convirtió de este modo en la consejera en asuntos sentimentales de otro más de sus hermanos. Si Gonzalo en su momento decidiera confiar en su hermana pequeña la decisión que trastocó el resto de su vida, en este caso fue Eulalia la que decidió tomar la pluma y sincerarse con Neva en un asunto que requería la máxima discreción en aquel mundo ávido de nuevos rumores que era la Corte del rey Luis.
 
 
La apacible Eulalia siempre destacó, desde su tierna infancia, por una espiritualidad que la alejaba de toda pasión mundana. Como bien expresa ella misma, nunca se creyó destinada para el amor carnal. Su timidez y su experiencia personal en el trato con los hombres (si exceptuamos a su hermano pequeño), la hizo siempre huir de ese mundo rudo de los varones, con sus partidas de caza, sus juegos de lucha, sus palabras malsonantes. Su padre, el Conde de Noega, pese a ese carácter suyo tan dado a la ensoñación, no era ajeno a todos los divertimentos propios de su clase. Aquellos encuentros con sus amigos, que terminaban invariablamente con varios señores desplomados sobre las alfombras del salón, durmiendo la borrachera, asustaban tanto a la pequeña Eulalia que acentuaron aún más su innata capacidad para ser invisible. Así, cuando las curvas femeninas empezaron a adivinarse en su cuerpo las escondía debidamente con fajas y encajes, agradeciendo fervorosamente al Dios en quien tanto confiaba que le hubiese dado como hermana a aquella criatura maravillosa que era la bella Isabel. 
 
Por eso, Guillaume fue un descubrimiento de tanta envergadura como la luz al nacer y tan aterrador como el abismo desconocido de lo que nos espera tras la muerte. Al principio Eulalia no se percató de aquella mirada acariciadora que la seguía por los corredores de palacio, durante las visitas a la reina María Teresa. Ni tampoco de la cercanía constante a su persona del mismo guardia de la reina, cuyo puesto de vigilancia coincidía de manera insistente con el lugar en que Eulalia había de situarse en reuniones, meriendas o diversiones al aire libre. 
 
"Jamás hubiera imaginado, continua su carta, las tribulaciones que angustian mi alma en este momento. Y lo necesaria que me sería vuestra presencia en este estado. Creo que vos, Neva querida, tenéis la experiencia que necesito para desenmarañar el enjambre de dudas y sentimientos encontrados que laten dentro de mí, en un lugar impreciso que nunca creí que despertase, y menos a estas alturas de la vida, cuando ya no soy una niña impresionable. Pese a todo, no puedo definir lo que alberga mi corazón más que como un sentimiento avasallador, imposible de ignorar, que se adueña de mis horas, de los lugares más recónditos de mi mente y mi alma. Más poderoso, hermana querida y que el Señor perdone mi blasfemia, más poderoso que la fe."
 
Palabras que Lady Neva entendía muy bien, pues ya sabía de antemano que el amor, como dice el poeta, es la fuerza que mueve el mundo y las estrellas.
 

lunes, 18 de agosto de 2014

BAJO LOS DORADOS RAYOS DE LOUIS.


Eulalia de Noega lamentaría mucho encontrarse tan lejos de su hermano Gonzalo en momentos de tanta incertidumbre. Ella, que tanto quiso a sus hermanos, siempre tuvo la sensación de que un poder ultraterreno la separaba de ellos en los momentos en que más hubieran precisado de su ayuda, de su capacidad de serenar los ánimos y transformar en apacibles los espíritus más atormentados. Durante un tiempo, a ese espíritu maligno que todo lo enfangaba le puso las iniciales de su esposo. Pero pronto se arrepentía de tales pensamientos, creyente como era y poco dispuesta a albergar ningún mal sentimiento en su interior.
 
¿Dónde se encontraba Eulalia en aquellos momentos? ¿Hacia qué lugar la había conducido aquel espíritu burlón que tanto gustaba de disponer de su vida a su antojo? Pues ni más ni menos que a París. A la Corte de aquel Rey que, por entonces, deslumbraba a Europa entera.   

Las piruetas del destino, la capacidad de su esposo para encontrarse en el lugar oportuno en el instante exacto y la mala suerte de la propia Eulalia, hicieron recalar a aquella muchacha que nunca quisó destacar en la Corte más brillante, en el escenario más concurrido, en el mayor y más lujoso escaparate del mundo. Si en un principio fue Fernando de Guisasola el que les llevó a París, con su lengua afilada y su ingenio vivo, el lugar que la pareja ocuparía en aquel enjambre de cortesanos se lo debería Fernando a su esposa, a la apocada y piadosa Eulalia, a quien desde el instante en que se supo que la Reina había puesto sus ojos en ella perdonó de todas las faltas y desilusiones pasadas. Que la Reina María Teresa preguntase a una de sus damas quién era aquella joven que pasaba horas arrodillada ante el altar de la pequeña capilla dedicada a Santa Marta en la iglesia a la que la Soberana gustaba acudir a cumplir con sus devociones la mañana de los jueves; que alguien consiguiese informarse de su procedencia española y de su condición de hija de Conde, pese a que su marido fuese un triste funcionario al servicio de la Embajada de las Españas en París; que, tras varios jueves de observación, aquella mujer no diese muestra alguna de sobrecogerse ante la presencia de la comitiva real, ajena a todo en su inmutable atuendo oscuro; todo ello, en definitiva, fue suficiente para que María Teresa manifestase su deseo de conocerla. El aparato se puso en marcha y así, sin que Eulalia de Noega hubiese sospechado jamás que era motivo de tanto interés, recibió la muchacha la invitación real en su domicilio una tarde de un martes.  Ni que decir que Fernando de Guisasola se puso frenético y cubrió a su mujer de elogios de la cabeza a los pies. Nada de aquello conseguía sin embargo perturbar a Eulalia en su apacible modo de ser. El favor real era para ella algo tan poco buscado que, cuando quiso darse cuenta, ya se encontraba inmersa en las miles de corrientes que arrastraban a tantos personajes cada temporada en pos de aquel rey excepcional.

La Reina encontraba grata su conversación y Luis, quien no era capaz de ver simpatía alguna en todo ese grupito de damas pacatas y devotas que tanto atraían a su esposa, llegó a decir de ella que era la única española graciosa que había tenido el gusto de tratar. A salvo de su querida María Teresa, claro está. Durante un tiempo Eulalia de Noega se convirtió en la novedad más celebrada de la temporada. Las señoras imitaban su tono de voz pausado, remedaban la turbación de su rostro y sus miradas siempre tímidas. Incluso subió el precio del terciopelo en el afán de aquellas damas de copiar los lunares en el rostro que Eulalia había heredado de la familia de su madre y que siempre había tenido como una maldición.  Semejante éxito no consiguió cambiarla ni un ápice. Únicamente su sonrisa comenzó a ser más amplia y el fondo de su mirada más feliz. Aunque ello tuviera más que ver con la actitud de su marido, que de ningunearla pasó a considerarla una "criatura adorable, como su hermana Isabel de Noega, ¿la conocéis, monsieur?".

Aquellos años fueron una época apacible, en la que Eulalia conseguiría cumplir la promesa que le hiciera a su hermana Neva de arreglárselas para ser feliz. Pero, aunque a ella le pareciera que su vida ya no podía cambiar más, aún la esperaban extraordinarias sorpresas.
 


jueves, 10 de julio de 2014

NUEVOS HORIZONTES PARA UN PEQUEÑO GALÉS.

 
 
Quienes lo presenciaron dicen que las voces se oyeron desde las cocinas. Que hubo incluso alguna vieja criada que recitó una rápida oración para sus adentros en la creencia de que el difunto Lord James había vuelto repentinamente a la vida. 
 
-Pensadlo Christian, la situación es desesperada. Si no lo fuera, mi madre jamás hubiera siquiera pensado tal cosa. ¿Creéis que para mí  no supone también una decisión terrible? Es también mi hijo. 
 
Lady Neva, llorosa, con una carta llegada desde Noega entre sus manos intentaba hacer entrar en razón a su esposo. Con poco éxito hasta aquel momento. Lord Christian, furibundo, daba grandes zancadas por la estancia, evitando encontrarse con la mirada de su esposa. Sabía que si le prestaba más atención estaría perdido. Quizás ya lo estaba.
 
-No, no y no.- repitió- Vuestro padre ha de solucionar sus problemas por sí mismo.
 
-Ésta es su propuesta de solución. 
 
-Tiene un hijo por el mundo, perfectamente capaz de continuar su apellido y su casa, sin que resulte necesario reclamar hijos ajenos.
 
-No seáis cruel. - Lady Neva no pudo evitar un sollozo.- Sabéis de sobra lo que están sufriendo en Noega por aquello...

El silencio siguió a la última palabra pronunciada con un hilo de voz. Un silencio espeso, tenso, interminable. 

Los protagonistas de esta acalorada discusión entre los Condes de Haverfordwest no se conocían. Nunca lo hicieron, aunque el Destino quiso intercambiar sus respectivos papeles en una pirueta que en aquel momento a nadie le hizo maldita la gracia. Gonzalo de Noega rondaba por los caminos de Castilla sin que ningún indicio quedase en el palacio de su padre que pudiese atestiguar su existencia para generaciones venideras. Nada, salvo el medallón con sus cabellos de recién nacido que la Condesa María dejó mencionado en su testamento como una de sus posesiones más preciadas. En cambio, en breve espacio de tiempo los corredores y estancias del palacio de Noega se iban a llenar a rebosar de las risas de un nuevo habitante, que continuaría la línea de sucesión sin que por apellido ni orden de nacimiento le fuese a corresponder jamás. El pequeño Hugo de Balehead, con sus rizos rubios y sus ojos verdes, llegaría a ser el nuevo Conde de Noega, trayendo en su sangre ecos de tierras remotas,  plagadas de altos acantilados y nieblas eternas, pero al mismo tiempo el recuerdo de una risa rememorada y siempre presente. La risa de Neva, aquella niña que se crió en aquellos mismos lugares y que ahora luchaba con su esposo para hacer prevalecer la solución implorada por unos padres desesperados.

-Christian, os lo ruego. Hacéos cargo de la situación en la que mis padres se encuentran. Mi padre ya es anciano, nunca hizo ningún mal a nadie, al menos por propia voluntad. No se merece que en los años que le restan le atormente la ruina de su casa, el fin de su apellido.- el torrente de palabras de Lady Neva volvía a acabar en un débil murmullo ante el rictus serio de su esposo- Os lo ruego, esposo mío, nunca os he pedido nada... 

Llegado a este punto Lord Christian alzó la vista. Y, una vez más, se perdió en la inmensidad de los cabellos oscuros de su esposa. Sabía que no podía decirle que no desde el inicio de la discusión. El enojo que le recorría el cuerpo no estaba dirigido a ella, ni a sus padres, sólo a sí mismo. Jamás podría negarle nada. Desde la mañana ventosa en la que aquella muchacha llegada desde el otro lado del mar accedió a casarse con él sin condiciones, sin tapujos, con una maravillosa sonrisa en sus labios, con aquella frase que jamás olvidaría, "traigo equipaje para quedarme toda la vida", sabía que nunca podría negarle nada. Ni lo más descabellado, ni lo más dificultoso, ni lo más extravagante. Aunque el frío se apoderase de su propio corazón. 

-¡Ah, mi querida Neva!- suspiró al fin, con la rendición pegada a los labios- No lloréis más, que me partís el alma...

No fue preciso decir más. Desde el salón en el que se encontraban los jóvenes Condes de Haverfordwest no volvió a oírse una sola palabra. Las criadas, desde la cocina, respiraron aliviadas. La calma retornó tras la furiosa tempestad dejando un rastro de lágrimas que no cesarían hasta muchos meses más tarde de la partida del pequeño Hugo, a la sazón de cuatro años de edad. El niño llegaría a Noega con seis baúles cargados de libros. Entre ellos, muchos de los que casi diez años atrás, habían acompañado a su madre en su viaje hacia un futuro incierto. El que le esperaba al pequeño Hugo estaba fijado de antemano, aunque eso no impidió que brotase en él aquel carácter galés, arriesgado y rebelde, alegre y contestatario, que sólo era la amalgama de muchos de sus antecesores. El pequeño Hugo de Balehead, se transformaría con el paso del tiempo en un joven Conde de Noega guapo a rabiar, capaz de pasar noches sin dormir en veladas memorables o escribiendo ensayos de política, que dedicaba largas cartas a competir con su hermana Emma en la composición de los versos más audaces, que amó tiernamente, que fue amado sin reservas, que fue objeto de odios, envidias y pasiones indiscretas. Hombre adelantado a su tiempo, difícil de encasillar, libre y respetuoso a la vez, amante tierno y amigo fiel, olvidadizo en ocasiones, obstinado con frecuencia. Aquel hombre magnífico, que resultó inolvidable para quien le conoció. Aquel hombre viviría y amaría toda su vida en una tierra herededada que no le correspondía por nacimiento. Aquel hombre fue mi abuelo. 

 


lunes, 12 de mayo de 2014

DEL AMOR OSCURO.


"Miro sin verte, 
en la oscuridad de los días que me quedan.
 
Oigo sin escucharte,
entre las sombras de las horas que me restan.
 
Espero sin tenerte,
envuelta en las tinieblas del destino de mi vida.
 
Mas, empero,
te tengo, te escucho y te veo
mientras el tiempo se da la vuelta
hasta el inicio del día en el que de nuevo habré de conocerte."
 
Ésta constituye la traducción más fiel de los versos más famosos de Emma de Balehead, quien siempre escribió en gaélico, idioma cuya sonoridad resulta irreproducible en ninguna otra lengua. Aunque los estudiosos de su obra no se ponen de acuerdo sobre el motivo que los inspiró en su autora, parece evidente el eco de desengaño amoroso que los envuelve. Considerando todo lo que ha llegado a nosotros de la vida personal de Emma de Balehead y que, a todas luces, los escribió en un momento muy temprano de su precoz carrera de poetisa, no podemos obviar la estrecha relación de sus palabras con la vida de Mencía "la dulce". Aquella mujer que pudo haber sido su tía sufrió un desengaño amoroso que la dejó sumida entre las tinieblas el resto de su vida, esperando cada instante la vuelta del ser amado, susurrando incansable su nombre hasta que su voz fue apenas un ronco murmullo.
¿Qué ocurrió entre Gonzalo y Mencía? ¿Cuál fue el hecho extraordinario que trastocó no sólo la vida de sus protagonistas, sino que alcanzó con consecuencias inesperadas a las gentes de Gales y quedó impreso de modo indeleble en la mente infantil de Emma de Balehead? 

A poco que se bucee en las nefastas consecuencias de aquel acontecimiento, se puede llegar a la conclusión de que en su momento resultó un oprobio para todos sus afectados. El Conde de Noega eliminó de la Biblia familiar a su heredero con un imborrable tachón de tinta oscura. El joven Gonzalo nunca más volvió a pisar las tierras del lugar que le vio nacer en sus largos peregrinajes. La delicada Eulalia pasa de puntillas en sus cartas sobre lo que siempre definió como "aquello". Y Lady Neva tuvo que afrontar la más difícil decisión de su vida, tras el día en el que, cargada de arrojo juvenil, se empeñó en la tarea de conquistar a Christian de Haverfordwest. 

El motivo siempre estuvo ahí. Desde el principio. Y fue la razón inicial de que el joven Gonzalo mezclara su destino con la familia del Doctor. Carlos, el hijo de éste, fue el mejor amigo de aquellos días de estudiante. Compañero de francachelas y primeras experiencias. Contrapunto al carácter soñador y arriesgado de Gonzalo. Tranquilo, pausado, delicado. Carlos fue esa persona que, desde la oscuridad de un segundo plano, seguía con ojos atentos cada paso de su amigo y compañero. La persona que mejor le entendió fuera del estricto universo femenino de la infancia de Gonzalo. Y la persona con la que Gonzalo al fin comprendió lo que su hermana Neva decía que resultaba evidente. 

Al principio, fue la negación. Después, el rechazo. Y al fin, la rendición, el deseo, la gloria. Cuando Gonzalo no pudo negarse por más tiempo a lo que resultaba evidente, encontró en Carlos la comprensión del que ha vivido siempre escondido entre las sombras. Y aprendió el difícil arte de las vivencias ocultas. Aquellos instantes de radiante dicha aprovechados en momentos de confusión, entre bambalinas, en la esquina oculta de una calleja estrecha, entre los libros polvorientos del desván, mientras el resto del mundo les hacía estudiando, entre experimentos y ungüentos, aquellos pocos instantes de dicha infinita fueron suficientes para soportar una vida entera cuando el mundo les volvió la cara. Gonzalo amó a Carlos. Carlos amó a Gonzalo. Sin remedio. Sin fin. De la misma forma avasalladora en que la dulce Mencía amó y les llevó a la ruina. 

Posiblemente, si la hija del Doctor no hubiese estado tan profundamente enamorada jamás hubiese ocurrido "aquello" de lo que ni Eulalia de Noega ni nadie era capaz de hablar abiertamente. Mencía seguía con sus ojos oscuros cada movimiento de Gonzalo de manera incansable. Sus pasos, los gestos de sus manos, sus miradas, la cadencia de su voz. Nada podía pasar desapercibido para quien resumía en un ser todo su universo. Y, de repente, la verdad abrumadora se alzó imponente en aquella casa, rasgando encajes de novia y desatando tempestades. 

Quizás nunca sabremos lo que verdaderamente ocurrió entre aquellas paredes. Qué vieron los ojos de Mencía para atormentarla para siempre en la espera sin esperanza del amor perdido. Qué determinó la salida de Gonzalo en la noche oscura para nunca más volver. Ni la muerte precoz de Carlos, jamás aclarada. Hay aspectos de la vida tan recónditos, tan oscuros, que ni el paso de los siglos es capaz de levantar la tiniebla en la que sus protagonistas desearon envolverlos. 

"Querida hermana,
A partir de ahora no tendré una dirección exacta. En otro momento te relataré despacio los términos de la situación en la que me encuentro y el motivo que me ha llevado a peregrinar por los caminos. Pude haber sido un Médico de renombre. Pude haber vivido en la Corte. Pude haber sido esposo y padre. Nada de eso es posible ahora ni lo será nunca. Viviré como el padre de madre. Ofreciendo consuelo y remedio por pueblos y caminos. En el fondo, quizás siempre es lo que deseé, desde aquellos tiempos de nuestras escapadas infantiles. En todo caso, ahora él no existe. Ahora que la crueldad de este mundo ha terminado para siempre con su gran corazón, con su sensibilidad, con su alma cándida y su inolvidable temperamento, sé que jamás podré tener una vida normal. Sé que mi alma se rebelará a una existencia tranquila. Jamás tendré sosiego ni la dicha anidará en mi corazón.
Mas, todo lo doy por bien empleado ahora, querida Neva. Sólo un instante de ese maravilloso tiempo compartido, sólo una de sus miradas cargadas de amor y comprensión, valen un imperio, un reconocimiento, una vida. 
Ya te expresaré un lugar al que enviar tus respuestas. Sólo me queda ya expresarte, antes de que la vela de esta posada llena de chinches se extinga, que tenías razón.  
Nunca te olvida.
                                                                                                                                            G."

Y así fue cómo el heredero del Conde de Noega en un requiebro del Destino, que más parecía un sarcasmo, comenzó su vida sin reposo por caminos y aldeas. Vendiendo ungüentos y potingues, ofreciendo remedios y curas, sin hogar ni familia. Fijando cuatro o cinco lugares en los que recogía las cartas de sus hermanas. Escribiendo sus impresiones a Neva y Eulalia con la regularidad que no existió nunca más en el resto de aspectos de su vida. Tanto fue así, que ambas hermanas, algunas décadas más tarde, advirtiendo que había transcurrido un mes sin recibir misiva alguna de su hermano supieron, con la nitidez de lo cierto, que Gonzalo de Noega había dejado este mundo.
 
 


martes, 15 de abril de 2014

DUDANDO.


Sin embargo, antes de que el cataclismo se cayera de canto sobre sus coronillas, Gonzalo y Mencía vivieron un época feliz. Al menos, así lo pareció. 
 
Mencía se dedicaba a bordar su ajuar, su padre el Doctor le encargaba encajes a Bruselas y Gonzalo se dejaba llevar. Sólo tenía veintitrés años y el futuro, con todas sus promesas, se abría ante él como un camino despejado. Pero incluso la senda más calma guarda sus forajidos ocultos. Y cuando la juventud alienta el pecho es difícil verlos ahí, agazapados entre las sombras en una revuelta del camino. 
 
-Sois como un hijo para mí, -decía el Doctor, henchido de orgullo ante los avances de Gonzalo en el conocimiento del oficio- y, como tal, no tengo temor alguno en confiaros todo lo que tengo. Llegaréis lejos, Gonzalo. Vuestra sangre noble y mis influencias os llevarán a la Corte misma. Tiempo al tiempo, muchacho.
 
Y Gonzalo creía sentir su pecho rebosante de una emoción desconocida. Admiraba a su maestro, amaba su oficio y todo lo que le rodeaba. Y allí, como colocada por la Providencia, estaba Mencía "la dulce". Con sus ojos oscuros, su tiernas palabras, y el arrobo con el que le contemplaba en las noches, después de la cena, mientras los hombres, acodados a la mesa, jugaban a naipes y ella bordaba en silencio. La mirada de Mencía le hacía sentirse un ser invencible, todopoderoso, capaz de vencer a la muerte y apresar la vida a su antojo. Como cuando de niño, jugando con Neva en el estanque, decidían sobre apresar renacuajos o dejarlos en libertad. Era una sensación de plenitud como nunca tuviera antes desde aquellos tiempos de infancia que le parecían cosa de otro mundo. Tan lejos de Salamanca, tan lejos de sus costumbres actuales, tan lejos de la vida hogareña del Doctor. En aquella casa le parecía haberlo encontrado todo: su profesión, la posibilidad de dar rienda suelta a sus ansias de conocimiento, la amistad entre iguales. Mencía parecía encajar en todo aquello como una última pieza hecha a medida. Quizás se engañaba. Pero no era consciente de ello. Tenía veintitrés años. 
 
"Hermana querida," escribe en una de sus cartas enviadas a Gales en aquella época "no puedo por más que preguntarte a ti sobre estas cuestiones, pues eres la única persona con la que gozo de confianza que ha sentido el amor. Dices que tu esposo provoca en ti desde el momento en que le viste por primera vez un conjunto de emociones inenarrables. Haz un esfuerzo, hermanita querida, y explícamelo con más detalle. Como cuando me describías las figuras que veías en las nubes. Escribo a madre y sólo me habla de conveniencias, de modos de ser y hábitos de vida. Que si dotes, que si capitulaciones. Pero nada de amores ni querencias. Y padre, para variar, está demasiado ocupado con sus meditaciones como para escribir una letra. ¿Recuerdas cuándo nuestra aya nos contó cómo se habían conocido nuestros padres? A veces imagino lo que pudo pasar por sus corazones. Pero temo equivocarme. En su caso, es claro que habían de casarse. Que nunca habrían de albergar dudas. Pero, temo no sentirme así. No he sentido ningún golpe atronador en el pecho. Ninguna luz me ha cegado, como se empeñan en decir los poetas. ¡Ay, Neva, querida Neva! Tú amas. Lo escribes de continuo. Amas a tu esposo como nunca amaste a ningún otro ser. Ni siquiera a mí. Dime qué sientes. Dime cómo sabes que es él. Sé que todo esto son paparruchas, como diría madre, pero no me gustaría dar este paso sin sentir amor. No quiero verme como Eulalia. ¿Imaginas que, una vez casado, me encontrase de repente a quien de verdad amo? Tengo que saber que esa persona es Mencía. Tengo que saberlo. Y no encuentro otra manera más que tú me lo digas. Escríbeme, hermana, no te olvides. Haz un esfuerzo. Explícamelo de manera que lo pueda entender."
 


 
 
 
Palabras desesperadas de un hombre que tenía la respuesta al alcance de la mano. Si se hubiese detenido a mirar en el fondo de los ojos de quien le miraba con tanto arrobo, si hubiese ahondado más allá que en su orgullo satisfecho, ajeno a las expectativas que los demás tenían puestas en su persona, habría encontrado la solución. Pues, la solución estaba más cerca de lo que creía. 
 
A vuelta de correo su hermana pequeña, tras el relato acostumbrado de su vida cotidiana, sus anécdotas e ideas disparatadas, le respondió a su modo habitual. Escueto y certero. "En relación a la duda que te atormenta, hermano querido: cuando lo sientas, lo sabrás. "


domingo, 30 de marzo de 2014

LOCURA DE DESAMOR.

En su no menos pretenciosa obra "Remembranzas de lugares visitados en las diferentes regiones de las Españas"  publicada póstumamente, don Ildefonso López de Monteamor reflexiona nuevamente sobre lugares que había conocido en su juventud viajera y que, al cabo de los años, la vida puso nuevamente en su camino. Con ocasión de una nueva visita a Salamanca recupera el hilo de las vidas de personas que tuvieron un lugar destacado en su obra anterior. Entre ellas, le dedica unos cuantos párrafos a Mencía, la otrora conocida como "la dulce", lo cual demuestra que, pese a su declarada misoginia, la hija del Doctor también caló hondamente en el espíritu del joven don Ildefonso. 
 
 
"Extraños son los designios del Creador para sus criaturas", escribe, "en tanto que aquella deliciosa criatura de grandes ojos oscuros no parecía la misma que encandiló mi pluma hace varias décadas. Mencía había sido una chiquilla dulce, sonriente y delicada. En aquel momento me sorprendió su mirada perdida, su rostro prematuramente envejecido, su hábito continuado de permanecer en un rincón junto a la lumbre, bordando un pequeño pañuelo de batista, con los labios entreabiertos y en constante movimiento, recitando una letanía que mis oídos no comprendieron. Su padre, quien amigablemente me invitó a cenar, no quiso darme ninguna explicación a aquella transformación tan aterradora. Como si los misterios de la Ciencia que le había dado renombre fuesen imposibles de sondear en el caso de su hija. Para mis adentros me hice de cruces al percatarme de lo intrincada que puede resultar la mente humana. ¡Qué mecanismos tan complejos anidarán en el interior de nuestro cráneo cuando la mente de una mujer, tan sencilla y evidente, es capaz de sufrir un cambio tan abrupto sin motivo aparente!. Posteriormente, invitado a pasar noche en una de las alcobas de aquella casa por su hospitalario dueño, no pude resistir la tentación de preguntarle a la criada que me preparaba el lecho si conocía lo que susurraba sin sosiego la hija de su amo. Ella, persignándose como si acabase de ver a un aparecido, me respondió en susurros atemorizados: <<Siempre la misma palabra, mi señor, siempre un único nombre>>.  No me quiso decir más y yo, que siempre me he vanagloriado de mi discreción, tampoco quise insistir."
 
 
 
 
Encontrar el origen y motivo de la conducta de Mencía ha sido una labor ardua. Ha supuesto rebuscar en multitud de cartas cruzadas entre los hermanos de Noega, en diarios íntimos, en rumores de criadas metomentodo que escuchaban las discusiones de Lord Christian y Lady Neva detrás de las puertas de su palacio de Gales, en las reacciones furibundas del Conde de Noega, quien llegó a tachar a su heredero de la Biblia familiar. 
 
 
El desequilibrio de la dulce Mencía, que la acompañaría hasta la tumba, no es un tema baladí. Aunque sus contemporáneos, a salvo de las palabras que le dedica don Ildefonso López de Monteamor, pasaron de puntillas por este hecho. En el fondo no era más que una muchacha que ocupó los rumores de los salones y las cuitas de las criadas por un tiempo. Su vida, sus deseos, su desespero, estaban llamados a desaparecer en el momento en el que la última persona que la amó dejó este mundo. Mencía no era nadie digno de ser recordado. Salvo para nosotros. Sin Mencía, el pequeño Hugo, tercer hijo del Conde de Haverfordwest, nunca hubiese ido a parar a Noega. Sin Mencía, Emma de Balehead no hubiese encontrado la inspiración de sus más famosos versos. Sin  Mencía, la que escribe estas líneas no hubiese visto la luz de este mundo. 
 
¿Qué ocurrió entre la dulce hija del Doctor y el alumno aventajado? ¿Qué oscuro episodio causó el inicio de la vida itinerante de uno y la caída en los abismos de la mente de otra? Pues sí, como habrán adivinado los fieles lectores de esta crónica, la única palabra repetida por Mencía con insistencia de demente, el único nombre que susurraba en una letanía aterradora, era el suyo. Era el de Gonzalo.

viernes, 14 de marzo de 2014

MENCÍA, LA DULCE.



En la conciencia de Gonzalo de Noega es indudable que el nombre de Mencía estaría grabado como a fuego para el resto de sus días. ¿Quién fue esta mujer a la que quiénes la conocieron apodaban "la dulce"? De su paso por este mundo da cuenta su contemporáneo don Ildefonso López de Monteamor en su pretenciosa obra "Reflexiones filosóficas sobre las regiones de las Españas", en su capítulo dedicado a Salamanca. El filósofo, poeta y sociólogo realiza una semblanza sobre la Salamanca de aquellos días, ciudad bulliciosa plagada de cantos de jóvenes embozados en sus capas de estudiante, donde las noches terminaban directamente en seminarios y cátedras, bajo la voz autoritaria de doctores y catedráticos que explicaban las maravillas de la ciencia y de la teología a las mentes del siglo venidero, que todos imaginaban más avanzado y abierto al progreso que ninguno de los que lo habían precedido. Era un momento en el que nadie podía sospechar la vuelta al oscurantismo que supondría el reinado de quien por entonces era un niño, del cual ni el más osado se atrevía a aventurar que superaría la niñez. 

Gonzalo de Noega conoció el ambiente al que se refiere el autor de primerísima mano. Asistió a clases, francachelas y rondas; se empapó de todos los conocimientos, de todos los cantos y de todos los licores. Vivió su juventud sin remordimientos ni quebraderos de cabeza. E incluso le dio tiempo a licenciarse en Medicina. Sus actos no tuvieron jamás ninguna consecuencia que lamentar. Su familia estaba lejos. Su bolsa se agotaba a tiempo de que una nueva asignación enviada desde el Norte no le hiciese pasar excesivas penurias. En definitiva, gozó de la libertad de un pájaro despreocupado. O, al menos, así es cómo recordaría pasado el tiempo aquella etapa de su vida. Sólo Mencía le pesaba en el ánimo como el plomo.

Hija de un médico célebre, Mencía estaba habituada a las salidas nocturnas, a los extraños frascos de contenido indescifrable, al olor de la enfermedad y de la desgracia ajena. Pese a todo ello, a su alrededor siempre parecía flotar un hálito de luz, de alegría, de paz, que arrobaba a cualquiera que compartía su espacio. La primera vez que la muchacha posó sus ojos oscuros sobre Gonzalo de Noega se perdió para siempre. Adivinó sin más datos que aquel joven no era un estudiante como los otros y, con un escalofrío recorriendo su espalda, pudo intuir que su voluntad iba a determinar su felicidad o desdicha para siempre.

"En aquella clase impartida fuera de toda regla en el desván de su domicilio particular para un grupo privilegiado de seis o siete muchachos, -escribe don Ildefonso - el Doctor procedió a diseccionar con sutileza el miembro amputado. Explicó con voz clara y sosegada el mecanismo por el cual había de realizarse el corte y la manera en que la piel había de ser plegada para evitar una hemorragia fatal. Mi estómago se retorcía, en tanto que los estudiantes congregados seguían las explicaciones con sumo interés. Entre ellos, me llamó la atención la entereza con que observaba el desarrollo de la clase la hija del Doctor. Aunque posteriormente demostraría defectos de carácter muy inquietantes, era por entonces Mencía una muchachita alegre, risueña, de maneras desenvueltas y voz dulcísima. Ya por entonces se rumoreaba que se había prendado de un alumno de su padre, quien, pese a ser estudiante, decían que era un buen partido por ser hijo de un conde de provincias".   
 El padre de Mencía alentó aquella relación desde el principio. Le gustaba mucho Gonzalo. Era un alumno destacado en sus clases y manifestaba una habilidad y talento para el oficio que su propio hijo Carlos jamás había mostrado, pese a sus indudables esfuerzos. Carlos tenía el estómago delicado y la lágrima fácil. Defectos imperdonables para quien andaba a cada paso rodeado de miasmas y malos humores. Gonzalo y Carlos se habían hecho muy amigos desde el principio, lo que había determinado la frecuencia de las visitas del joven de Noega a su maestro y el enamoramiento sin reservas de Mencía. Gonzalo se vio envuelto, sin pretenderlo ni rehuirlo, en una maraña de sentimientos contradictorios de la que, llegado el momento, le iba a ser muy difícil salir. Pese a todo, no era más que un muchacho. Y ningún muchacho está libre de equivocarse. Aunque sea con fatales consecuencias.
 
 

miércoles, 5 de marzo de 2014

UN MÉDICO POCO COMÚN.

 
Habíamos dejado a Gonzalo de Noega en el inolvidable momento en que comunicó a sus padres su decisión de estudiar en Salamanca. Durante años las malas lenguas se regodearían en el hecho patente de que las oscuras raíces celtas de la Condesa María se vengaban del Conde a través de su heredero. Muchos incluso, con inquina, afirmaban que no había mejor recompensa para quien se había saltado sin sonrojo todas las reglas del decoro y del orden social por casarse con una cualquiera de incierto origen. 
 
Comentarios maliciosos aparte, Gonzalo quería ser médico.  Lo sabía con la misma determinación con la que amaba el mar y la risa de su hermana Neva. Ya desde niño se había distinguido por la enorme curiosidad que motivaba todas sus travesuras y juegos. Su preceptor no hacía camino de él cuando quería meterle en la mollera latinajos y conceptos repetidos a cientos. El niño, obstinado y contestón, siempre replicaba "¿por qué?".  Y sólo cuando la lógica de la contestación y su análisis con la realidad le convencía se daba por satisfecho. Entonces, y sólo entonces, los datos se imprimían en su memoria de forma indeleble para no olvidársele jamás.   

Destacaba también en el carácter de Gonzalo desde su más tierna infancia su pasmosa facilidad para compadecerse del dolor ajeno. En un tiempo en el que la vida humana sólo valía lo que el sudor de su frente pudiese producir, o la reputación de su nombre, o el poder de las decisiones que pudiesen ser adoptadas desde un púlpito, Gonzalo demostró siempre una capacidad de compasión jamás vista en un hombre de su alcurnia. No fueron pocos los momentos de bochorno a que dieron lugar sus salidas de tono, capazcomo era de volver en camisa y descalzo si en sus correrías de muchacho se encontraba a algún mendigo harapiento en los caminos. Frecuentemente se olvidaba de comer cuando las gentes acudían a la casa de su padre en busca de justicia, y salían de ella con canastos de pan y fruta que el heredero del Conde repartía a manos llenas, para tribulación de su madre, que hacía las cuentas de la casa y a veces, asombrada ante el generoso desprendimiento de su hijo, se imaginaba nuevamente rondando por los caminos, con sólo un hatillo a la espalda.

Esos rasgos de su personalidad, que le convirtieron en un extraño ser entre los de su clase, se mantuvieron a lo largo de su vida como médico. De ello dan fe las múltiples cartas de agradecimiento que Gonzalo atesoró hasta su muerte, como el único bien preciado del que le era imposible desprenderse. Cartas que dan fe de su generosidad, de su inmensa capacidad de amar, del poder sanador de sus manos prestas al auxilio de todo aquél que acudía ante él, necesitado de curación para su cuerpo maltrecho y su espíritu atormentado. 

Pero, como es natural, todo ser tiene sus luces y sus sombras. Y Gonzalo de Noega no podía ser menos. Algo le atormentó, e hizo sufrir a quiénes más lo amaron. Algo que convirtió los últimos años de su padre, el Conde, en la etapa más triste de su vida y que supuso para su querida hermana pequeña la renuncia más dolorosa a la que tuvo que hacer frente.


martes, 25 de febrero de 2014

CON TINTA FRESCA.

Sabe esta cronista, en tanto que es una verdad universalmente conocida, que una excusa no reclamada constituye una confesión manifiesta. Pese a ello, no puede más que pedir disculpas ante aquellos cuyo corazón se haya quedado en vilo con la interrupción de la historia en un punto en el que el giro de los acontecimientos nos lleva a conocer íntimamente a un hombre al que, a buen seguro, muchos comprenderán y amarán sin remedio.
 
Las vicisitudes en la vida personal de esta cronista le han hecho imposible continuar la historia en los meses pasados. No es tiempo ni modo de narrar mis desventuras y pasiones. Nadie es libre del amor y sus influjos, ni de las locuras que nos hace cometer, ni de las decisiones que nos obliga a adoptar. Para bien o para mal. Pero, ya digo,  no corresponde a esta crónica el contenido de tales tribulaciones propias. Al menos, de momento. Pues, como muchos sospecharán, las vidas narradas y la vida del narrador en ocasiones confluyen peligrosamente.
 
En fin, pasados los acontecimientos, despejados los caminos de la nieve que impedía el viaje para la adquisición de tinta para mi pluma (a veces también la climatología se confabula con el resto de acontecimientos), me dispongo a retomar sin dilación la historia en el punto abandonado, con el ruego de que, si bien no perdonen la ausencia de la cronista, sean piadosos empero con la historia que se les narra.