jueves, 10 de julio de 2014

NUEVOS HORIZONTES PARA UN PEQUEÑO GALÉS.

 
 
Quienes lo presenciaron dicen que las voces se oyeron desde las cocinas. Que hubo incluso alguna vieja criada que recitó una rápida oración para sus adentros en la creencia de que el difunto Lord James había vuelto repentinamente a la vida. 
 
-Pensadlo Christian, la situación es desesperada. Si no lo fuera, mi madre jamás hubiera siquiera pensado tal cosa. ¿Creéis que para mí  no supone también una decisión terrible? Es también mi hijo. 
 
Lady Neva, llorosa, con una carta llegada desde Noega entre sus manos intentaba hacer entrar en razón a su esposo. Con poco éxito hasta aquel momento. Lord Christian, furibundo, daba grandes zancadas por la estancia, evitando encontrarse con la mirada de su esposa. Sabía que si le prestaba más atención estaría perdido. Quizás ya lo estaba.
 
-No, no y no.- repitió- Vuestro padre ha de solucionar sus problemas por sí mismo.
 
-Ésta es su propuesta de solución. 
 
-Tiene un hijo por el mundo, perfectamente capaz de continuar su apellido y su casa, sin que resulte necesario reclamar hijos ajenos.
 
-No seáis cruel. - Lady Neva no pudo evitar un sollozo.- Sabéis de sobra lo que están sufriendo en Noega por aquello...

El silencio siguió a la última palabra pronunciada con un hilo de voz. Un silencio espeso, tenso, interminable. 

Los protagonistas de esta acalorada discusión entre los Condes de Haverfordwest no se conocían. Nunca lo hicieron, aunque el Destino quiso intercambiar sus respectivos papeles en una pirueta que en aquel momento a nadie le hizo maldita la gracia. Gonzalo de Noega rondaba por los caminos de Castilla sin que ningún indicio quedase en el palacio de su padre que pudiese atestiguar su existencia para generaciones venideras. Nada, salvo el medallón con sus cabellos de recién nacido que la Condesa María dejó mencionado en su testamento como una de sus posesiones más preciadas. En cambio, en breve espacio de tiempo los corredores y estancias del palacio de Noega se iban a llenar a rebosar de las risas de un nuevo habitante, que continuaría la línea de sucesión sin que por apellido ni orden de nacimiento le fuese a corresponder jamás. El pequeño Hugo de Balehead, con sus rizos rubios y sus ojos verdes, llegaría a ser el nuevo Conde de Noega, trayendo en su sangre ecos de tierras remotas,  plagadas de altos acantilados y nieblas eternas, pero al mismo tiempo el recuerdo de una risa rememorada y siempre presente. La risa de Neva, aquella niña que se crió en aquellos mismos lugares y que ahora luchaba con su esposo para hacer prevalecer la solución implorada por unos padres desesperados.

-Christian, os lo ruego. Hacéos cargo de la situación en la que mis padres se encuentran. Mi padre ya es anciano, nunca hizo ningún mal a nadie, al menos por propia voluntad. No se merece que en los años que le restan le atormente la ruina de su casa, el fin de su apellido.- el torrente de palabras de Lady Neva volvía a acabar en un débil murmullo ante el rictus serio de su esposo- Os lo ruego, esposo mío, nunca os he pedido nada... 

Llegado a este punto Lord Christian alzó la vista. Y, una vez más, se perdió en la inmensidad de los cabellos oscuros de su esposa. Sabía que no podía decirle que no desde el inicio de la discusión. El enojo que le recorría el cuerpo no estaba dirigido a ella, ni a sus padres, sólo a sí mismo. Jamás podría negarle nada. Desde la mañana ventosa en la que aquella muchacha llegada desde el otro lado del mar accedió a casarse con él sin condiciones, sin tapujos, con una maravillosa sonrisa en sus labios, con aquella frase que jamás olvidaría, "traigo equipaje para quedarme toda la vida", sabía que nunca podría negarle nada. Ni lo más descabellado, ni lo más dificultoso, ni lo más extravagante. Aunque el frío se apoderase de su propio corazón. 

-¡Ah, mi querida Neva!- suspiró al fin, con la rendición pegada a los labios- No lloréis más, que me partís el alma...

No fue preciso decir más. Desde el salón en el que se encontraban los jóvenes Condes de Haverfordwest no volvió a oírse una sola palabra. Las criadas, desde la cocina, respiraron aliviadas. La calma retornó tras la furiosa tempestad dejando un rastro de lágrimas que no cesarían hasta muchos meses más tarde de la partida del pequeño Hugo, a la sazón de cuatro años de edad. El niño llegaría a Noega con seis baúles cargados de libros. Entre ellos, muchos de los que casi diez años atrás, habían acompañado a su madre en su viaje hacia un futuro incierto. El que le esperaba al pequeño Hugo estaba fijado de antemano, aunque eso no impidió que brotase en él aquel carácter galés, arriesgado y rebelde, alegre y contestatario, que sólo era la amalgama de muchos de sus antecesores. El pequeño Hugo de Balehead, se transformaría con el paso del tiempo en un joven Conde de Noega guapo a rabiar, capaz de pasar noches sin dormir en veladas memorables o escribiendo ensayos de política, que dedicaba largas cartas a competir con su hermana Emma en la composición de los versos más audaces, que amó tiernamente, que fue amado sin reservas, que fue objeto de odios, envidias y pasiones indiscretas. Hombre adelantado a su tiempo, difícil de encasillar, libre y respetuoso a la vez, amante tierno y amigo fiel, olvidadizo en ocasiones, obstinado con frecuencia. Aquel hombre magnífico, que resultó inolvidable para quien le conoció. Aquel hombre viviría y amaría toda su vida en una tierra herededada que no le correspondía por nacimiento. Aquel hombre fue mi abuelo.