domingo, 27 de octubre de 2013

LOS VIAJES DE LADY NEVA.

El enfado por el asunto de la tal Margaret no iba a resultarle a Lord Christian tan fácil de aplacar.  En esta ocasión de nada iban a valer los bailes, ni los besos en la oscuridad, ni los músicos contratados para hacer más llevaderos los inviernos. Ni aún en el caso de que tuviesen una voz tan embriagadora como aquel músico del Norte que, decían, se inspiraba con la risa tintineante de su señora. 
 
El precio que Lady Neva exigió para enterrar la cuestión en el montoncito de los recuerdos innombrables le iba a suponer a Lord Christian un mayor esfuerzo. A él y a sus arcas. Pero no tuvo forma de negarse. Su esposa, como negociadora implacable, no le dejó opción. Por aquel entonces, Eulalia de Noega se encontraba en Francia y esperaba su primer hijo. Lady Neva pensó que la ocasión no podía ser más afortunada para lograr un propósito acariciado desde hacía tiempo. 

-Permitiréis que visite a mi querida hermana Eulalia, ¿verdad? Nada me haría más dichosa.- y acto seguido, sin dar tiempo a su esposo a reaccionar, añadió- Nos quedaremos con ella hasta el alumbramiento.

-¿Nos quedaremos?- repuso Lord Christian, extrañado- Sabéis que yo...

-Viajaré con nuestra hija y con el primo Ian. 

El plan se había formado en la cabecita de la joven como una manera de solucionar los diferentes conflictos que se arremolinaban en torno a ella. No sólo iba a suponer un desquite frente a las travesuras de su esposo, sino que también se constituía como una vía de escape para el primo Ian McCart. Así, aquel repentino viaje a tierras francesas para acompañar en su dulce espera a la que, en breve, iba a conseguir alejar aquella fama de estéril que tanto la hiciera sufrir en la Corte de Felipe IV, tuvo un carácter iniciático para todos sus protagonistas. La pequeña Emma comenzaría a descubrir dentro de sí aquel genio que la haría famosa y recordada por generaciones venideras. Ian McCart conseguiría sacudirse un poco la melancolía provocada por la obligatoria cercanía de quien era el objeto de su pasión y de su desdicha. Y Lady Neva descubriría uno de aquellos destinos para los que estaba llamada. 
 
En los próximos años aquel viaje dejaría de ser una excepción provocada por un ataque de celos para transformarse en costumbre inamovible. Lady Neva, que nunca fue mujer coqueta, descubrió que podía viajar con un equipaje muy modesto ahora que no le era preciso desplazarse con sus queridos libros a cuestas. Tres o cuatro vestidos y un baúl con ropa blanca constituían todo lo que consideraba necesario. Si había de acudir a algún evento elegante siempre se las ingeniaba para conseguir que le dejasen alguna prenda a la altura de las circunstancias, y como no poseía más alhajas que su alianza de casada, el crucifijo que le regalaran sus padres cuando se prometió y una pulsera obsequio de Lord Christian con motivo de su primer alumbramiento, consideraba oportuno viajar siempre con ellas encima, ocultas entre sus ropas. Tal ausencia de lujo fue objeto de multitud de comentarios, no obstante. Lady Neva, por su nacimiento y matrimonio, ocupaba una posición en la que muy pocos le perdonarían semejante apariencia desharrapada. Hubo una famosa Marquesa, conocida en París por su elegancia y falta de sentido del tacto, que horrorizada se negó a dejarla entrar en sus salones cuando tuvo conocimiento de que la Condesa de Balehead no tenía peinadora. Era cierto. En el séquito de Lady Neva, aparte de su hija e Ian McCart, sólo viajaban dos doncellas. 
 
-Querida, tenemos pocas ocasiones para distraernos. Dejad que venga. -dicen que replicó el marido de la ofendida- En el fondo no se puede esperar cosa diferente de quien viene de un país de salvajes. 
 
La entrada de la Condesa en el salón, con su largo pelo oscuro cayendo por su espalda como una brillante armadura que la protegía de maledicencias y envidias, causó tal sensación que, durante breve espacio de tiempo, se puso de moda entre las damas recibir en las mañanas para darse el gusto de aparecer en déshabillé. 
 

Lord Christian, una vez establecida la costumbre del viaje anual, comenzó a tragar la hiel de su propia medicina. Los días en Gales se le hacían eternos sin la risa de su esposa llenando los corredores.  Contaba las horas para su regreso y, apenas vislumbraba la polvareda de la comitiva de vuelta, salía a recibirles corriendo como un muchacho. Cubría de besos a Lady Neva de la cabeza a los pies y escuchaba sin muestras de desfallecimiento las incontables historias de su hija, que había heredado de su madre la facultad de captar la atención de cualquier oyente con sus narraciones y de su abuelo materno, la imaginación desbordante. 
 
Pero no todas las historias de la pequeña Emma se referirían a brillantes bailes en la Corte francesa, travesuras infantiles de sus primitos o anécdotas de posadas con chinches y noches estrelladas. También gracias a la pequeña Emma y su diario de viajes podemos conocer cómo le estaba tratando la vida al pequeño Hugo en aquel lugar lejano a Gales, llamado Noega, al que le llevó la decisión de un hombre que ninguno de los hijos de Lord Balehead había conocido más que de oídas. Del cómo y porqué de esta decisión tan dolorosa para Lady Neva trataremos despacio.
 

jueves, 10 de octubre de 2013

EL CABELLO DE LORD CHRISTIAN.

Los hechos que me dispongo a narrar en este instante ocurrieron unos años más tarde, cuando el pequeño Hugo ya no vivía en Gales, cuando el conde de Haverfordwest había dejado atrás las indecisiones y apocamientos de su primera juventud, cuando ya Lady Neva poseía la belleza de la que hablan los cantares. Que tales hechos sucedieron y no se quedaron en simple anécdota o cuento de vieja, lo atestiguan las misivas cruzadas entre diferentes personas allegadas que los presenciaron con sus propios ojos y el diario de Emma de Balehead que, con escasos siete años, se empezaba a revelar como el ser del que todo el mundo murmuraría sin rubor en las próximas décadas.  
 
Ocurrió que, entre las prósperas y dinámicas familias de clase alta de York, había una jovencita de maneras risueñas y con rosas en las mejillas. Dicen que se llamaba Margaret, aunque otros la mencionan como Susan, confundiéndola quizás con una de sus hermanas mayores, cuya belleza tenía fama en varios condados a la redonda. De su apellido o el nombre de su casa nada diremos. En la época mucho se habló del asunto, así que el lector avezado y curioso, a poco que indague en papeles y legajos llegará a una conclusión acertada. La tal Margaret fue durante un tiempo muy frecuentada por un alto personaje de la Corte, tan alto, tan alto, que en su momento no lo hubo de mayor estatura. Posteriormente, sería frecuentada por otros muchos personajes en el destino de aquéllas cuya juventud es gloriosa y su vejez, pura añoranza. Mas, en la fecha en que Lord Christian acertó a cruzarse por estos andurriales, aún las visitas de alto rango se sucedían con regularidad. 
 
Tenía el Conde de Haverfordwest por entonces en torno a los veintinueve años. Nada quedaba en él que pudiese siquiera hacer sospechar que, en su tierna infancia, los Físicos afirmaban que no sobreviviría a la pubertad. Su cuerpo esbelto, el particular brillo de su mirada taciturna, sus cabellos castaños que gustaba de llevar rozando el hombro, le habían valido una renombrada fama en Londres y no era extraño que, a su paso, decenas de pañuelos de encaje cayesen al suelo como mecidos por una brisa de encanto. Lord Christian no reparaba en ellos. Pero caían a su paso.
 
 
 
 
El padre de la referida Margaret había sido un gran amigo de Lord James. Compañero de francachelas y también de tiempos en los que sonaban los clarines. Por eso no era extraño que el hijo hiciese noche en sus dominios cuando le quedaban de paso en sus viajes. La hospitalidad nunca es tan bienvenida como cuando los caminos son oscuros y tras los árboles los forajidos duermen con un ojo abierto.  
Cenas copiosas, buen fuego y alegres muchachas. Con tales ingredientes no es de extrañar que los rumores llegasen raudos como el viento a los oídos de Lady Neva. La condesita, ni corta ni perezosa, quiso desvanecer todo tipo de dudas y se dirigió directamente a quien no podía ignorar nada de lo que ocurría en las alcobas de este mundo: el primo Edwyn.
 
-Me comprometéis, prima, nada puedo decir de lo que no sé. -contestó él, con un guiño de sus maravillosos ojos. 
-Mentís. Bien sé que mi esposo os lo confía todo...- musitó Neva-  He de enterarme de un modo u otro. Mejor será que todo quede en familia. No demos pábulo a que hablen los vecinos, no sea que yo le haga a vuestra esposa el favor que a mí me negáis.
 
Edwyn McCart contó hasta lo que no era objeto de pregunta. Que en los últimos encuentros la muchacha había realizado insinuaciones evidentes de estar muy dispuesta a ofrecer su encantos a su primo. Que aquellos encantos eran muchos. Que Lord Christian nada había hecho de lo que pudiera avergonzarse un caballero, pero se encontraba muy azorado con tal situación. Que en cuestiones de tal naturaleza sólo ponía la mano en el fuego por sí mismo. Con resultados nefastos para su mano, por otra parte.
 
-Mi esposo es un tonto.- exclamó Neva, sin empacho alguno, y levantándose presta añadió- Queridos primos, disponed vuestros equipajes. Mañana partimos al amanecer. En vez de esperar a Christian en casa, le iremos al encuentro. 
 
Todas las personas (una veintena) presentes en la sala del amigo de Lord James, padre de la tal Margaret, coinciden en su relatos en cuanto a la impresión que les produjo la abrupta irrupción de aquella muchacha de oscuros y largos cabellos, con los ojos echando chispas, flanqueada por dos escoceses que parecían dos torres amenazadoras a su lado. Edwyn McCart, más ducho en relaciones sociales, se deshizo en cumplidos y explicaciones mientras Lady Neva, seguida por Ian McCart como una sombra, se dirigía directamente al rincón en el que su esposo, ajeno a todo, reía con disimulo por los comentarios que una beldad vestida de azul deslizaba en su oído. 
 
-Esposo mío,- exclamó Lady Neva con una voz que se oyó hasta en las cocinas- en grata compañía os veo. Os sirven en esta buena casa como a un rey.
 
Apenas pronunciada aquella última palabra se sintió como un viento helado recorrer la estancia. El terror se dibujó en algún rostro y hubo quien, para sus adentros, alabó la temeraria osadía de la joven condesa. El dueño de la casa, en un intento de serenar los ánimos y de borrar de las paredes el eco de aquella última palabra pronunciada, ofreció, entre halagos y risotadas, viandas y acomodo a los recién llegados. La velada transcurrió sin más incidentes de relevancia con todos los asistentes deseosos de recogerse a sus aposentos para poner las plumas en funcionamiento. En dos o tres días aquel suceso dio dos veces la vuelta al país. 
 
Ya en su alcoba, Lord Christian se encaró con su esposa como quien no tiene nada que confesar. Al menos, de relevancia.
 
-Esposo mío, sois un ingenuo. - fue la réplica que le dio Lady Neva.- Nadie gusta de compartir lo que tiene. Aún más si es un capricho. Huid de aventuras que os vienen grandes.  
 
-Neva, estáis errada de todo punto. - afirmó Lord Christian, al que las sombras proyectadas desde el candelabro sobre la camisa de dormir de su esposa comenzaban a recordar el tiempo que llevaban separados- En mí siempre podréis confiar. Nadie que no seáis vos me tocará jamás ni un pelo de mi cabeza. 
 
A la mañana siguiente, recogidos los baúles y descansados los caballos para el regreso, Lady Neva esperaba al pie de la escalera a su esposo junto a los primos escoceses. El señor de la casa les agasajaba con vino y pan con miel. Nadie hacía mención alguna del incidente de la noche en un silencio forzado, por ello la aparición de Lord Christian en lo alto de la escalera fue seguida de risas reprimidas. Sus afamados cabellos castaños habían desaparecido dejando su lugar a una cabeza cubierta tan solo de mechones cortados a trasquilones, casi al ras del cráneo. El conde bajó con toda la dignidad que le fue posible y, cuando se había situado junto a Neva, ésta acariciando imperceptiblemente un pequeño saquito de terciopelo que llevaba colgado a la cintura, le susurró:
 
-No tendréis queja de lo mucho que os ayudo a cumplir con vuestras promesas.