domingo, 30 de marzo de 2014

LOCURA DE DESAMOR.

En su no menos pretenciosa obra "Remembranzas de lugares visitados en las diferentes regiones de las Españas"  publicada póstumamente, don Ildefonso López de Monteamor reflexiona nuevamente sobre lugares que había conocido en su juventud viajera y que, al cabo de los años, la vida puso nuevamente en su camino. Con ocasión de una nueva visita a Salamanca recupera el hilo de las vidas de personas que tuvieron un lugar destacado en su obra anterior. Entre ellas, le dedica unos cuantos párrafos a Mencía, la otrora conocida como "la dulce", lo cual demuestra que, pese a su declarada misoginia, la hija del Doctor también caló hondamente en el espíritu del joven don Ildefonso. 
 
 
"Extraños son los designios del Creador para sus criaturas", escribe, "en tanto que aquella deliciosa criatura de grandes ojos oscuros no parecía la misma que encandiló mi pluma hace varias décadas. Mencía había sido una chiquilla dulce, sonriente y delicada. En aquel momento me sorprendió su mirada perdida, su rostro prematuramente envejecido, su hábito continuado de permanecer en un rincón junto a la lumbre, bordando un pequeño pañuelo de batista, con los labios entreabiertos y en constante movimiento, recitando una letanía que mis oídos no comprendieron. Su padre, quien amigablemente me invitó a cenar, no quiso darme ninguna explicación a aquella transformación tan aterradora. Como si los misterios de la Ciencia que le había dado renombre fuesen imposibles de sondear en el caso de su hija. Para mis adentros me hice de cruces al percatarme de lo intrincada que puede resultar la mente humana. ¡Qué mecanismos tan complejos anidarán en el interior de nuestro cráneo cuando la mente de una mujer, tan sencilla y evidente, es capaz de sufrir un cambio tan abrupto sin motivo aparente!. Posteriormente, invitado a pasar noche en una de las alcobas de aquella casa por su hospitalario dueño, no pude resistir la tentación de preguntarle a la criada que me preparaba el lecho si conocía lo que susurraba sin sosiego la hija de su amo. Ella, persignándose como si acabase de ver a un aparecido, me respondió en susurros atemorizados: <<Siempre la misma palabra, mi señor, siempre un único nombre>>.  No me quiso decir más y yo, que siempre me he vanagloriado de mi discreción, tampoco quise insistir."
 
 
 
 
Encontrar el origen y motivo de la conducta de Mencía ha sido una labor ardua. Ha supuesto rebuscar en multitud de cartas cruzadas entre los hermanos de Noega, en diarios íntimos, en rumores de criadas metomentodo que escuchaban las discusiones de Lord Christian y Lady Neva detrás de las puertas de su palacio de Gales, en las reacciones furibundas del Conde de Noega, quien llegó a tachar a su heredero de la Biblia familiar. 
 
 
El desequilibrio de la dulce Mencía, que la acompañaría hasta la tumba, no es un tema baladí. Aunque sus contemporáneos, a salvo de las palabras que le dedica don Ildefonso López de Monteamor, pasaron de puntillas por este hecho. En el fondo no era más que una muchacha que ocupó los rumores de los salones y las cuitas de las criadas por un tiempo. Su vida, sus deseos, su desespero, estaban llamados a desaparecer en el momento en el que la última persona que la amó dejó este mundo. Mencía no era nadie digno de ser recordado. Salvo para nosotros. Sin Mencía, el pequeño Hugo, tercer hijo del Conde de Haverfordwest, nunca hubiese ido a parar a Noega. Sin Mencía, Emma de Balehead no hubiese encontrado la inspiración de sus más famosos versos. Sin  Mencía, la que escribe estas líneas no hubiese visto la luz de este mundo. 
 
¿Qué ocurrió entre la dulce hija del Doctor y el alumno aventajado? ¿Qué oscuro episodio causó el inicio de la vida itinerante de uno y la caída en los abismos de la mente de otra? Pues sí, como habrán adivinado los fieles lectores de esta crónica, la única palabra repetida por Mencía con insistencia de demente, el único nombre que susurraba en una letanía aterradora, era el suyo. Era el de Gonzalo.

viernes, 14 de marzo de 2014

MENCÍA, LA DULCE.



En la conciencia de Gonzalo de Noega es indudable que el nombre de Mencía estaría grabado como a fuego para el resto de sus días. ¿Quién fue esta mujer a la que quiénes la conocieron apodaban "la dulce"? De su paso por este mundo da cuenta su contemporáneo don Ildefonso López de Monteamor en su pretenciosa obra "Reflexiones filosóficas sobre las regiones de las Españas", en su capítulo dedicado a Salamanca. El filósofo, poeta y sociólogo realiza una semblanza sobre la Salamanca de aquellos días, ciudad bulliciosa plagada de cantos de jóvenes embozados en sus capas de estudiante, donde las noches terminaban directamente en seminarios y cátedras, bajo la voz autoritaria de doctores y catedráticos que explicaban las maravillas de la ciencia y de la teología a las mentes del siglo venidero, que todos imaginaban más avanzado y abierto al progreso que ninguno de los que lo habían precedido. Era un momento en el que nadie podía sospechar la vuelta al oscurantismo que supondría el reinado de quien por entonces era un niño, del cual ni el más osado se atrevía a aventurar que superaría la niñez. 

Gonzalo de Noega conoció el ambiente al que se refiere el autor de primerísima mano. Asistió a clases, francachelas y rondas; se empapó de todos los conocimientos, de todos los cantos y de todos los licores. Vivió su juventud sin remordimientos ni quebraderos de cabeza. E incluso le dio tiempo a licenciarse en Medicina. Sus actos no tuvieron jamás ninguna consecuencia que lamentar. Su familia estaba lejos. Su bolsa se agotaba a tiempo de que una nueva asignación enviada desde el Norte no le hiciese pasar excesivas penurias. En definitiva, gozó de la libertad de un pájaro despreocupado. O, al menos, así es cómo recordaría pasado el tiempo aquella etapa de su vida. Sólo Mencía le pesaba en el ánimo como el plomo.

Hija de un médico célebre, Mencía estaba habituada a las salidas nocturnas, a los extraños frascos de contenido indescifrable, al olor de la enfermedad y de la desgracia ajena. Pese a todo ello, a su alrededor siempre parecía flotar un hálito de luz, de alegría, de paz, que arrobaba a cualquiera que compartía su espacio. La primera vez que la muchacha posó sus ojos oscuros sobre Gonzalo de Noega se perdió para siempre. Adivinó sin más datos que aquel joven no era un estudiante como los otros y, con un escalofrío recorriendo su espalda, pudo intuir que su voluntad iba a determinar su felicidad o desdicha para siempre.

"En aquella clase impartida fuera de toda regla en el desván de su domicilio particular para un grupo privilegiado de seis o siete muchachos, -escribe don Ildefonso - el Doctor procedió a diseccionar con sutileza el miembro amputado. Explicó con voz clara y sosegada el mecanismo por el cual había de realizarse el corte y la manera en que la piel había de ser plegada para evitar una hemorragia fatal. Mi estómago se retorcía, en tanto que los estudiantes congregados seguían las explicaciones con sumo interés. Entre ellos, me llamó la atención la entereza con que observaba el desarrollo de la clase la hija del Doctor. Aunque posteriormente demostraría defectos de carácter muy inquietantes, era por entonces Mencía una muchachita alegre, risueña, de maneras desenvueltas y voz dulcísima. Ya por entonces se rumoreaba que se había prendado de un alumno de su padre, quien, pese a ser estudiante, decían que era un buen partido por ser hijo de un conde de provincias".   
 El padre de Mencía alentó aquella relación desde el principio. Le gustaba mucho Gonzalo. Era un alumno destacado en sus clases y manifestaba una habilidad y talento para el oficio que su propio hijo Carlos jamás había mostrado, pese a sus indudables esfuerzos. Carlos tenía el estómago delicado y la lágrima fácil. Defectos imperdonables para quien andaba a cada paso rodeado de miasmas y malos humores. Gonzalo y Carlos se habían hecho muy amigos desde el principio, lo que había determinado la frecuencia de las visitas del joven de Noega a su maestro y el enamoramiento sin reservas de Mencía. Gonzalo se vio envuelto, sin pretenderlo ni rehuirlo, en una maraña de sentimientos contradictorios de la que, llegado el momento, le iba a ser muy difícil salir. Pese a todo, no era más que un muchacho. Y ningún muchacho está libre de equivocarse. Aunque sea con fatales consecuencias.
 
 

miércoles, 5 de marzo de 2014

UN MÉDICO POCO COMÚN.

 
Habíamos dejado a Gonzalo de Noega en el inolvidable momento en que comunicó a sus padres su decisión de estudiar en Salamanca. Durante años las malas lenguas se regodearían en el hecho patente de que las oscuras raíces celtas de la Condesa María se vengaban del Conde a través de su heredero. Muchos incluso, con inquina, afirmaban que no había mejor recompensa para quien se había saltado sin sonrojo todas las reglas del decoro y del orden social por casarse con una cualquiera de incierto origen. 
 
Comentarios maliciosos aparte, Gonzalo quería ser médico.  Lo sabía con la misma determinación con la que amaba el mar y la risa de su hermana Neva. Ya desde niño se había distinguido por la enorme curiosidad que motivaba todas sus travesuras y juegos. Su preceptor no hacía camino de él cuando quería meterle en la mollera latinajos y conceptos repetidos a cientos. El niño, obstinado y contestón, siempre replicaba "¿por qué?".  Y sólo cuando la lógica de la contestación y su análisis con la realidad le convencía se daba por satisfecho. Entonces, y sólo entonces, los datos se imprimían en su memoria de forma indeleble para no olvidársele jamás.   

Destacaba también en el carácter de Gonzalo desde su más tierna infancia su pasmosa facilidad para compadecerse del dolor ajeno. En un tiempo en el que la vida humana sólo valía lo que el sudor de su frente pudiese producir, o la reputación de su nombre, o el poder de las decisiones que pudiesen ser adoptadas desde un púlpito, Gonzalo demostró siempre una capacidad de compasión jamás vista en un hombre de su alcurnia. No fueron pocos los momentos de bochorno a que dieron lugar sus salidas de tono, capazcomo era de volver en camisa y descalzo si en sus correrías de muchacho se encontraba a algún mendigo harapiento en los caminos. Frecuentemente se olvidaba de comer cuando las gentes acudían a la casa de su padre en busca de justicia, y salían de ella con canastos de pan y fruta que el heredero del Conde repartía a manos llenas, para tribulación de su madre, que hacía las cuentas de la casa y a veces, asombrada ante el generoso desprendimiento de su hijo, se imaginaba nuevamente rondando por los caminos, con sólo un hatillo a la espalda.

Esos rasgos de su personalidad, que le convirtieron en un extraño ser entre los de su clase, se mantuvieron a lo largo de su vida como médico. De ello dan fe las múltiples cartas de agradecimiento que Gonzalo atesoró hasta su muerte, como el único bien preciado del que le era imposible desprenderse. Cartas que dan fe de su generosidad, de su inmensa capacidad de amar, del poder sanador de sus manos prestas al auxilio de todo aquél que acudía ante él, necesitado de curación para su cuerpo maltrecho y su espíritu atormentado. 

Pero, como es natural, todo ser tiene sus luces y sus sombras. Y Gonzalo de Noega no podía ser menos. Algo le atormentó, e hizo sufrir a quiénes más lo amaron. Algo que convirtió los últimos años de su padre, el Conde, en la etapa más triste de su vida y que supuso para su querida hermana pequeña la renuncia más dolorosa a la que tuvo que hacer frente.