jueves, 26 de abril de 2012

DANCEMOS...


Antes de continuar adentrándonos en la vida de todos los que poblaron aquel rincón de Gales en aquella época de su esplendor, antes de enterarnos de las ocurrencias de la parlanchina Neva de Noega, de cuchichear sobre las pasiones que sorprendieron el corazón siempre tan pacífico de Eulalia, de acompañar a Christian en decisiones difíciles y viajes sin retorno, de conocer a bravos guerreros escoceses, rusos de mirada gélida o caballeros españoles cuyo honor no se compra ni con todo el oro del mundo; antes incluso de saber que hubo nobles deseosos de atesorar conocimientos o de cruzarnos en una vuelta del camino inesperada con un rey que brillaba como un Sol... Antes de todo ello, y ya que se han decidido a seguir a esta cronista, hagamos un pequeño alto para bailar en honor de aquellos desafortunados amantes una canción que, de seguro, escucharon muchas de aquellas veladas que terminaban al amanecer. Bailemos a su salud, y a la de todos los que amaron, aman y amarán sin esperanza.


 



Hasta que amanezca...

lunes, 23 de abril de 2012

EL OCASO DE LADY SARAH.

 

Aunque la muerte de  Lady Sarah of Haverfordwest no se produjo hasta diez años más tarde de estos acontecimientos, la risueña mujer de rizos dorados de cuya belleza se hicieron eco todas las crónicas comenzó a morir el mismo día en que Hugo de Clare abandonó aquellas tierras. Si hacemos caso de los escritos conservados en el archivo del conde de Balehead, donde se especifican con todo detalle los síntomas de la dolencia que se la llevó de este mundo cuando su hijo Christian contaba dieciséis años, podemos afirmar sin género de dudas que su enfermedad fue un cáncer, posiblemente de útero. Sin embargo, para quien la conoció siendo muchacha, para quien supo de los pormenores de su corazón, resulta bastante claro que Sarah murió de pena, de añoranza, de hastío. 

La partida de Hugo determinó el fin de toda la música, de los bailes hasta el amanecer, de la ternura, y de la infancia de Christian. Los días se volvieron tan grises como el cielo de Gales en las mañanas de invierno. Nadie contaba historias, nadie cantaba, nadie reía. El niño pudo comprender, como nunca antes, lo que era "el valor de la risa" que había mencionado Hugo en su partida. Hay cosas que sólo se ven cuando no se ven. 

La educación del niño quedó encargada a duros preceptores que le inculcaron todos los conocimientos de ciencia, de uso de armas, de idiomas, de religión, que podía requerir un noble instruído de su tiempo. Se acabaron los juegos, se acabaron las poesías, se acabaron las caricias. Aunque a veces su madre, al cruzárselo en un corredor- él cargado de libros, ella etérea como una mariposa- le revolvía el cabello en un recuerdo de aquellos días felices en que fue mimado hasta la exageración. Si bien esa caricia constituía para Christian una especie de pinchazo en ese lugar impreciso en el que se encuentra la conciencia. En los duros años de su pubertad, Christian pasó a ser el muchacho introvertido que un día enamoraría a Neva de Noega. El peso de la culpa parecía cernirse constantemente sobre él, sin que nadie se percatase de ello. Siempre fue consciente de que había destruído la felicidad de su madre, y en su interior, siempre vio su acto como imperdonable. Si hubiese conocido, o recordado, lo que es el corazón de una madre, hubiese encontrado alivio. Pero, ya era demasiado tarde. El mal estaba hecho y el abismo invisible que creó con aquellas desafortunadas palabras a Teodoro nunca fue capaz de hacerlo desaparecer.      

A Lady Sarah la vida le pesaba como el plomo. Le costaba encontrar fuerzas para levantarse cada mañana. Se sentía vacía. Nada conseguía aliviarla en su abatimiento aunque con su esposo fingía cumpliendo con el papel que se esparaba de ella. Y Lord Balehead, que nunca tuvo capacidad para fijarse en el estado de ánimo de nadie, nunca se percató de tal situación. Con el niño, en cambio, Lady Sarah no podía sentir más que pesadumbre. Le notaba distante, huidizo, reacio a las caricias de sus manos. Comprendió que su pequeño había crecido, se había escapado a su influencia para iniciar el proceso de convertirse en hombre, y supo que algún día la juzgaría por sus actos. Los hijos no son comprensivos con los defectos de sus mayores cuando éstos dejan de ser su único universo.  

Así, trancurrieron los años uno tras otro, hasta que los ecos de aquellos tiempos felices sólo existían en la cabeza de Sarah. Sólo un destello ocasional de sus pupilas, ante un recuerdo rescatado de pronto, hacía ver que hubo un tiempo en que la alegría fue posible. Su cuerpo fue cediendo ante su mal, hasta que se transformó en una triste sombra que no salía de sus aposentos. Cuando le llegó el fin ni su esposo ni su hijo estaban con ella. Lord Balehead estaba de viaje en Londres. Christian lloraba a gritos, escondido en algún lugar del bosque. Las mujeres que la asistieron en su ida de este mundo, que acompañaron a la que fuera la muchacha más hermosa de toda Irlanda, dijeron que se fue tranquila, con alivio, casi con gusto de dejar un mundo del que ya se había despedido casi un década antes. Dicen que se fue en un último suspiro, con el nombre de Hugo entre los labios.   


sábado, 21 de abril de 2012

EL ADIÓS DEFINITIVO.

 

Hugo de Clare se tomó su sentencia como todas los acontecimientos que cuajaron su destino: con resignación. Sabía que su resistencia a la decisión de Lord Balehead sólo serviría para enfurecerle y perjudicar a Sarah. Ella se debía a su marido, a su hijo, al nombre que llevaba. Él, en cambio, no tenía nada que perder. Era hijo natural de un noble segundón en la lluviosa Irlanda, no tenía ni patrimonio, ni descendientes, ni oficio reconocido más que su maravillosa voz y su dote extraordinaria con las palabras. Lo mismo daba que su persona vagase por los caminos. A nadie perjudicaba, nada perdía, nada ganaba. Sólo Sarah. Sólo ella. Y Hugo de Clare podía dar gracias al destino que le había permitido estar tanto tiempo junto a ella. El recuerdo de cada segundo de aquellos veintiséis años le serviría para respirar en lo que le quedase de vida. 

Poco sabemos de cómo fueron los últimos momentos de los amantes. Tras la experiencia pasada se cuidaron muy mucho de no tener testigos en su despedida. Pero, por lo poco que sabemos de su historia, de sus respectivas maneras de ser, de su amor incondicional, podemos suponer que hubo muchas lágrimas y ninguna esperanza. 

Lo que sí conocemos son las últimas palabras que Hugo de Clare le dijo al niño Christian antes de partir a un futuro incierto. Hugo abrazó al niño, acarició con sus manos fuertes y cálidas la carita del pequeño, y con aquella sonrisa limpia que nunca le abandonó, le dijo: 

- Crece feliz, primo Christian. Hazte un buen hombre. Y nunca olvides el valor de la risa. 

Aquella fue la última vez que  Christian de Haverfordwest  recibió el afecto de lo más parecido a un padre que nunca tuvo. 



 Hugo de Clare se marchó sin mirar atrás. Sus pasos se pierden en la noche de la Historia. Hay quien afirma que encontró refugio en la casa de una de las hermanas de Lady Sarah, que había casado en Escocia. Otros, en cambio, lo situan como un viajero errante e incansable por los caminos de Europa, que vivía de las monedas que fondas y castillos le pagaban a cambio de su voz y sus versos. Hay incluso quien afirma que acabó sus días en una isla cercana a la costa africana, de tierras negras y alma tropical.
En todo caso, ninguno de sus escritos ha llegado a nosotros. Sólo el eco de su voz maravillosa a través de quien le conoció y quedó rendido ante el embrujo de su timbre maravilloso, de su sonrisa limpia, de su triste mirada evocadora de un amor perdido. Algún alma mezquina se dedicó a destruir a su muerte todos y cada uno de los escritos que plasmaron sus palabras. Aún así, el tiempo quiso vengarse de quien deseó relegarlo al olvido, pues en una carta que Lady Sarah envió a una de sus hermanas, conservada de generación en generación, nos han llegado los versos que, en susurros de su voz inolvidable, Hugo de Clare inventó para Sarah, para consolarla en las horas sin él:


"En la luz que se enreda en tus pestañas cada amanecer,
ahí estoy yo.
En la música que adormece tus oídos,
ahí estoy yo.
En la miel que endulza tus labios,
ahí estoy yo.
En la brisa del mar que acaricia tu piel,
ahí estoy yo.
En cada momento, en cada instante, en cada lugar,
como siempre y para siempre,
ahí estaré yo."

domingo, 15 de abril de 2012

UNA ENTREVISTA EMBARAZOSA.

Lord Balehead esperó a la mañana siguiente para hablar con su esposa. Deseaba consultar con la almohada la situación y estar seguro de su determinación y de lo que iba a decirle. Si la gravedad del asunto era cierta, quizás Lady Sarah reaccionase inesperadamente, y en consecuencia quería  mostrar toda la firmeza que una decisión bien madurada conlleva. Cuando Lord Balehead se decantaba por algo, jamás daba ni un paso atrás. Su postura iba a ser inamovible, sin concesiones ni lamentos. 

Lady Sarah acudió al encuentro en las habitaciones privadas de su esposo sin asomo alguno de inquietud. No se esperaba en absoluto lo que allí encontró. Lord Balehead le dio los buenos días con su circunspección habitual y, acto seguido, le soltó a bocajarro: 

-Señora, habéis incumplido una de nuestras reglas mutuamente convenidas. Os anuncio que me obligáis a actuar en consecuencia.  

Tales palabras produjeron en Lady Sarah una salida de tono que su marido jamás se hubiese esperado. Ella soltó una de sus tintineantes carcajadas y, sentándose en un canapé a su lado, expresó: 

-No recuerdo haberos arrojado algo a la cabeza en los últimos tiempos. 

-Señora, os hablo en serio.- carraspeó Lord Balehead, algo confuso- Habéis dado lugar a que se dude de vuestra honra.  

-Hay decenas de personas dispuestas a haceros perder vuestro valioso tiempo con cuitas sobre mi honra.- sonrió Lady Sarah, mientras jugueteaba con uno de sus rizos dorados- Si les dais crédito, os aburrirán con sus chismes de vieja. 

-Ignoro quiénes puedan ser esas decenas de personas. Yo hablo de vuestro hijo.  

Aquello fue como un jarro de agua fría para Lady Sarah. Su hermoso rostro perdió el color y no volvió a decir palabra mientras su marido le explicaba su determinación inamovible.   

-Creo que he sido permisivo con todos y cada uno de vuestros hábitos desde que llegastéis a mi casa. - manifestó Lord Balehead- Si bien, que vuestro hijo acuda escandalizado ante su confesor debido al comportamiento que mantenéis con vuestro primo, no reprimiéndoos en actitudes que llevan a vuestro hijo a equivocaciones sobre lo que debe ser el decoro de una mujer casada... Eso, señora, no puedo consentirlo y, sin más preámbulos os digo que voy a tomar medidas al respecto. Evidentemente, castigaros a vos sería tal como admitiros en la condición de adúltera, y me obligaría a dejaros en manos de la Iglesia. Ya sabéis mi opinión sobre tal institución, y además creo que ya ha tenido demasiada intervención en esta lamentable historia. Por otra parte, os considero demasiado sensata como para no presumiros inocente de todo esto... si bien, de vuestro primo no puedo decir lo mismo. Es de dominio público el afecto que os profesa, y dado que nunca ha manifestado su interés por unirse en matrimonio a ninguna dama, no puedo más que considerarlo peligroso para vos y vuestra honradez. Empero, dado que no ha nacido en Gales, me veo incapaz para juzgarle como uno de mis hombres. He pensado pues que la medida más conveniente, dado el caso, es que le destierre de todos mis dominios y le prohíba cualquier comunicación con vos. 

Destierro. Al escuchar tal palabra, Lady Sarah bajó los ojos y se sintió desfallecer.  "Desterrado", musitó y la palabra en sus labios le supo a tierra de camposanto. 


                             *                                     *                                      *



Mis muy queridos lectores perdonarán mis tan prolongadas ausencias. Pero el reciente desempeño de mis labores por encargo de la excelsa Corte castellana me impide escribir con la frecuencia que desearía. Perdonen a esta cronista por no saber utilizar su tiempo con más acierto.