miércoles, 10 de febrero de 2016

EL MUNDO SEGÚN EMMA.

 
 
En este punto de la historia es cuando se produjo, tras muchos años de alejamiento, el reencuentro entre las hermanas Neva y Eulalia de Noega, gracias al desagradable incidente tras el cual los cabellos de Lord Christian acabaron en un saquito atado a la cintura de su esposa, tal y como ya se ha relatado en esta crónica. La mala conciencia de Christian de Haverfordwest, unida al hecho del cercano alumbramiento de Eulalia en París, se conjugaron para dar inicio a la trayectoria viajera de Lady Neva, de cuya particular belleza y peculiares acompañantes de viaje se empezaron a hacer eco los rumores en diferentes salones a lo largo y ancho del continente. Gracias a tales comentarios, repetidos y exagerados en diferentes misivas y documentos, podemos hacernos una idea aproximada de lo que fue la vida de los integrantes de esta caótica familia, siempre proclive a dar el campanazo.
 
 
Pero, por si ello no fuera suficiente, la decisión de Lady Neva de hacerse acompañar por su hija Emma de Balehead supuso el origen de una fuente de conocimiento inestimable para esta narradora. La pequeña Emma, que estaba muy unida a su padre, apenas tenía ocho años cuando se preparó el primer viaje a París. En su pequeño cuerpecillo se unían el nerviosismo por conocer un lugar que, en aquel momento, pasaba por ser el centro del mundo conocido (mal que le pesase el rey Carlos) y la añoranza por dejar atrás tantos lugares de juego y tantas personas adoradas: su aya Maria, su hermano James y, por supuesto, su querido padre. Lord Christian, que la conocía bien, le hizo un regalo que la marcaría para siempre: un pequeño cuaderno forrado en piel, que se convertiría en el primero de muchos y en los que para siempre se dedicaría a anotar su vida, hacer borradores de sus afamados poemas o describir su percepción del entorno que la rodeaba, muchas veces entre la realidad y la extrema fantasía que heredara de su abuelo materno.  Esta crónica bebe en gran medida de los escritos de Emma, habiendo sido necesario en no pocas ocasiones la traducción del lenguaje críptico que ella misma se inventó y cuyo fin era evitar las miradas indiscretas. 
 
Así, las primeras páginas del cuaderno de Emma, tras dedicarse a definir lo grande que es la mar cuando uno se aleja de la orilla en un barco que decrece a medida que avanza, describen con los ojos de un niña de ocho años la honda impresión causada por el París de los tiempos en que era la capital del Rey Sol.  La variedad de olores, la profusión de colores, el vocerío de las multitudes, dejaron boquiabierta a la pequeña galesa, acostumbrada como estaba al silencio atronador de los bosques y el arrullo de las olas imperiosas azontando los acantilados. También ocupa especial mención el rostro de su tía Eulalia, a la que sólo conocía por los relatos de su madre, y que describe como "dulce, dulcísima, con tantos lunares que no se pueden contar en un vistazo", afirmando que sólo piensa en la próxima llegada "de un primito nuevo que te va a querer mucho". Decidida, la chiquilla se hace el firme propósito de estar muy pendiente de las llamadas a la puerta para ser la primera en recibir a tan esperado niño. Tanto es así, que el día en que un revuelo inesperado de mujeres la empujan hacia una salita en la que borda una anciana silenciosa conminándola a no salir, sospecha que quieren quitarle el privilegio prometido y, en un descuido, se dezliza por pasillos y corredores siguiendo el rastro de lo que cree distinguir como la voz de su madre, que en susurros da ánimo a alguien invisible. En su excursión es interceptada por el primo Ian, quien amistoso la invita a dar un paseo en coche y comprarle unos dulces. A la vuelta, el esperado niño ya estaba en casa. "Nunca le perdonaré", escribe con firmeza Emma, aunque sabemos a ciencia cierta que el rencor contra el primo Ian McCart no le duró demasiado.
 
En aquel primer viaje a París estuvieron unos cuantos meses más tras el nacimiento del pequeño Luis, nombre que el orgulloso Fernando de Guisasola quiso dar a su primogénito, como muestra servil hacia el rey en cuyos dominios había nacido y que ninguno de los que estaban en el secreto de su origen consideró inapropiado, dadas las circunstancias. Los días se sucedían felizmente entre paseos, meriendas, juegos y visitas de amigos. Entre ellos, "el caballero francés de ojos bonitos", según lo describía Emma, que tanto parecía estimar a la tía Eulalia y a su pequeño y que hacía reir a su madre, Lady Neva, con aquellas carcajadas que, allá donde estuvieran, hacían sentir a la pequeña galesa como en casa.


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