viernes, 5 de diciembre de 2014

LOS SECRETOS DE LAS SEÑORAS DISCRETAS.

 
 
Eulalia de Noega se percató por vez primera de la atención que suscitaba en aquel guapo guardia de la Reina en una tórrida tarde de verano. Recordaba con nitidez la época del año porque la Reina se encontraba indispuesta y decidió no salir a pasear por los jardines de palacio en su hora vespertina de costumbre, por lo que sus damas y demás personal del séquito se asaban como pollos en las caldeadas habitaciones atiborradas de perfume. 
 
En un momento determinado, tras los rezos acostumbrados y mientras las damas recogían sus abanicos y pañuelos para aliviar sus sofocos en la medida permitida por el decoro, la Reina manifestó su deseo de solazarse con un poco de música. Corrió el rumor de grupo en grupo sin que nadie se atreviese a manifestar su voluntad de efectuar ejercicio alguno ante la canícula imperante, hasta que de repente, la voz aguda de una de las Camareras de la Reina que le había cogido especial ojeriza a nuestra Eulalia, sin que nadie supiese muy bien el motivo, se oyó en la estancia:
 
-La comtesse Eulalie toca maravillosamente el clavicordio. 
 
Antes de que la aludida tuviese tiempo a reaccionar el instrumento se encontraba ante sus ojos y todas las miradas la animaban a comenzar, entre el alivio y el ansia porque empezase la música y así poder en susurros comentar que el motivo de la ojeriza se debía a que el esposo de la dama en cuestión se había atrevido a decir de Eulalia que era la mujer más delicada de la tierra. Era una exageración, concluían todas, y por ello aquella manía de la francesa era ridícula.
 
Eulalia se levantó a duras penas, sintiendo el rubor de su timidez cubrir su rostro, así como el sudor cubriendo cada uno de los poros de su cuerpo bajo el vestido de color granate, bajo las capas de enaguas de puntilla, bajo el corsé apretado en exceso, bajo la camisa interior que sentía tan pegada a la piel como si formase parte de su misma naturaleza. Se sentó ante el clavicordio, inclinó la cabeza hacia la Reina, y tras unos segundos de vacilación, comenzó a tocar una pieza que, como por milagro le vino a la cabeza y había sido desde siempre la favorita de su padre, el Conde de Noega. 
 
Mientras sus dedos acariciaban las teclas del instrumento, intentando olvidar las decenas de miradas que se cernían sobre ella, sobre su rostro encendido, sobre sus cabellos apresados en aquel complicado peinado que las doncellas tardaban una hora y media en arreglar sobre su cabeza, percibió un ligero cosquilleo en la nuca. Como si una mano delicada la acariciase justo en el lugar en el que nacía su pelo, enredándose en alguno de los bucles que, rebeldes, escapaban de la magnífica obra de sus peinadoras. Cuando relató esta percepción a su hermana Neva en una de sus cartas, Eulalia creyó que nunca la creería. Que esas sensaciones eran cosa de brujería y no de almas cristianas. Neva, empero, la creyó a pies juntillas. Y nosotros también lo haremos, pues resulta una verdad probada por miles de creyentes que el amor es capaz de mover objetos y acariciar a distancia.
 
Fuera lo que fuese, Eulalia se sintió desfallecer. Interrumpió su recital en mitad de una nota e inclinó la cabeza sobre el pecho. Cuatro o cinco señoras se acercaron a ella de inmediato, ofreciéndole sus saquitos de sales, y la Reina, apiadada, le dio permiso para retirarse percatándose quizás en aquel momento que el calor reinante estaba afectando tanto a los presentes que corría el riesgo de que todo el mundo se desvaneciese a su alrededor, como en un relato de Perrault.  Eulalia alzó la vista para agradecer la deferencia de la monarca y, tras una leve inclinación, salió de la estancia. Ella sabía que el calor había tenido un protagonismo escaso en su indisposición. Sentía aquella mirada de ojos oscuros aún clavada en su nuca, en los pliegues de su ropa, en la curva de sus orejas. Se sintió desfallecer. Jamás podría confesar a nadie tal sensación. Ni siquiera a su confesor. Ni a ella misma. Debía salir de palacio cuanto antes para olvidarse de todo en el tranquilizador recinto de su hogar, de su vida cotidiana. Ella no era como las demás mujeres. No podía alardear de algo así, ni comentarlo, ni mucho menos frivolizar con ello. 
 
En su loca huída por los corredores no se percató de que nadie la siguiera. Ni siquiera la marquesa que, a sabiendas de su situación, ordenó que trajesen su coche para que la llevase a casa. No quiso pensar si lo hacía por deferencia o por ridiculizarla. Ella no era como las demás. 
 
Cuando llegó a la puerta, el coche se encontraba ya esperándola. Fue en ese mismo instante cuando se percató de la figura que la había ido siguiendo, silenciosa como una segunda sombra. Aquel guardia se adelantó para ofrecerle el brazo con el fin de que pudiese acceder fácilmente al coche. Eulalia, con el corazón al galope, rozó apenas con su mano desnuda la mano enguantada que se le ofrecía. El leve contacto casi le hizo sentir una quemadura en la punta de sus dedos, pero no fue capaz de alzar los ojos para encontrarse de nuevo con aquella mirada oscura.
 
Ya en el discreto interior del coche, de vuelta a casa, Eulalia de Noega se atrevió a llevarse la punta de sus dedos a sus labios temblorosos.