jueves, 11 de abril de 2013

PENAS OCULTAS.

En este punto de la historia hemos de resignarnos ante lo inevitable. Engañaría a los pacientes lectores si expresase dato alguno sobre qué fue de la criatura engendrada por la bella Isabel, si llegó a nacer, si la vida le fue propicia o supo de su origen. Nada más sabemos. Nadie lo expresó en carta o documento alguno y el registro del Convento de San José jamás anota ese tipo de asuntos. Si no dejaría de tener razón de ser. Quien supo algo, se lo llevó al silencio de la tumba que está vedado a los que aún respiramos en este mundo. 
 
La bella Isabel volvió a su palacio de colores de Portugal, con su luto a cuestas pero con la frente aliviada de preocupaciones. Llegó parloteando graciosamente sobre las lluvias de su tierra natal, sobre lo crecidos que estaban sus hermanos y lo polvoriento de esos caminos que no están hechos para seres humanos, sino para cabras montaraces. Besó a su pequeño hijo hasta la exageración y decidió que el niño y su aya durmiesen cada noche en su alcoba, aduciendo que le había echado tanto en falta que no podía respirar sin sentir su aroma a bebé limpio y cuidado. La mirada de ojos duros la seguía persiguiendo por los pasillos. Incansable y amenazadora.
 

Tal vez si quienes la rodeaban hubieran sabido de los verdaderos motivos de aquel viaje, del destino real de sus pasos, de la inquietud de aquellos ojos acosadores, nadie se hubiese atrevido a criticar las decisiones tomadas en el futuro. Ninguno de aquéllos que antaño la adularon y rieron sus comentarios maliciosos hubiese criticado que, poco tiempo después, accediese a contraer nuevo enlace con un noble aragonés que le daría muy mala vida y cuyo matrimonio le iba a parecer un eterno suplicio. Hubiesen comprendido lo precipitado de aquella decisión, que no fue más que una huida de aquellos ojos perseguidores, de aquellas manos que la agarraban bajo manteles y cortinajes, de aquellas palabras odiosas que silbaban en su nuca. Pero, la bella Isabel jamás se quejó. Prefirió que la tachasen de veleidosa y presumida, de egoísta y mala madre. Pues con tal decisión hubo de dejar atrás a su hijo. El pequeño Joâo no entendería nunca por qué un día su padre desapareció de su vida y, menos aún, por qué la hermosa mujer con la que soñó cada una de las noches hasta que fue anciano le dejó en manos de tutores y nodrizas para no volver jamás a endulzarle la vida con su sonrisa inolvidable.
 
La bella Isabel tuvo que renunciar a su pequeño, por el que lloró todos y cada uno de los días de su vida, sin que nadie tuviese la más mínima sospecha de aquella pena que reservó para sus momentos de soledad. Aquella mujer, que sus contemporáneos creyeron fría y despiadada, sabía bien que los débiles nunca encuentran sosiego en el mundo hostil de las apariencias. Ella fue una de las mujeres más envidiadas y odiadas de su época. Y también de las más infelices. Si bien, como dijera a su padre en su tierna adolescencia, el amor flota en el aire pero el dinero se puede contar. Existen muchas maneras de sobrevivir, y la bella Isabel escogió la suya. Sólo su hermana Eulalia, y el calor de las llamas al que iban a parar sus cartas apenas leídas, supieron de sus penas más ocultas. Antes de que cualquiera pudiese sospechar su añoranza de Joâo (que siempre fue un niño de ojos soñadores en su recuerdo, aún muchos años después cuando la vida le llevó a gobernar lejanas tierras en Ultramar), antes de que cualquiera descubriese el punto flaco de sus afectos, se hubiese hecho arrancar el corazón.
 

miércoles, 3 de abril de 2013

EL SECRETO.

 
Doña Mariana lo tuvo claro desde el principio. Su querida nuera Eulalia se mordía las uñas de impaciencia mientras la observaba moverse de un lado a otro de su cámara. Sin embargo, la mujer estaba decidida a que el plan que había surgido en su mente apenas la muchacha, con voz entrecortada le narró el contenido de aquella carta, era la única solución posible. 
 
-¿Y decís que es imposible hacerlo pasar por legítimo?
 
-Mi cuñado falleció hace más de seis meses, señora.- respondió Eulalia, con un hilo de voz.
 
La Marquesa de Guisasola se frotó las manos. Se le habían quedado heladas. No tenía duda alguna en poner todo de su parte para ayudar a Eulalia, si bien le preocupaba la manera de lograr que la situación se mantuviese en el mayor de los secretos. Isabel no dejaba de ser la viuda de un hijo bastardo del rey de Portugal. Cualquier indiscreción podía adoptar dimensiones épicas. Y no le era ajeno el hecho de que la lengua afilada de la bella hermana de Eulalia había dejado tras de sí muchos enemigos, dispuestos a convertir cualquier tropiezo en un escándalo difícil de acallar. Aunque en su experiencia por las vanidades de este mundo, sabía que al final todo acaba siempre en el olvido. Ningún escándalo es lo suficientemente fuerte como para no morir ante otro más novedoso. 
 
-Escribiréis a vuestra hermana sobre el lugar y el tiempo en que habremos de encontrarnos. - le dijo a Eulalia- Dejaremos a la imaginación de Isabel la excusa del viaje y la manera de realizarlo. Tampoco es preciso decirle dónde iremos una vez que nos encontremos. Sólo advertidle de que ha de hacer equipaje para un tiempo considerable, que se traiga ropa de abrigo, y dinero contante para caballos, reposo en fondas y callar bocas. Por nuestra parte, prepararemos también nuestros baúles. Se acerca la festividad de Santa Teresa, y yo siempre le he tenido una devoción especial... 


 
Ávila fue por tanto el lugar escogido por la hábil Marquesa doña Mariana para que se produjera el encuentro entre las hermanas que pasaría al olvido de las cosas que nunca pasaron o nunca debieron ocurrir. Ávila, con el bullicio de sus callejas empedradas abarrotadas de peregrinos devotos de la Santa, con sus decenas de posadas y gentes de paso, era el lugar perfecto para que tres mujeres bajo oscuros ropajes de penitente pasasen desapercibidas. El abrazo entre las hermanas inundó la estancia de la discreta fonda de recuerdos olorosos a salitre.
 
-Hermana, no habéis cambiado nada- musitó Eulalia, sin poder evitar la emoción. 
 
-No puedo decir lo mismo...- añadió Isabel, que acarició con ambas manos las mejillas de su hermana- Os percibo tan diferente... ¿La vida os trata bien? Me sorprendió enormemente la noticia del enlace con Fernando...
 
La Marquesa carraspeó ligeramente para evitar que la lengua de la muchacha le diese motivos para hacerle el favor a disgusto.
 
-Esta es mi suegra, doña Mariana. -presentó Eulalia, cayendo en la cuenta- Ella ha sido la que ha elaborado el plan que puede sacaros de este aprieto. 
 
Isabel, que sabía ser tan encantadora como la más discreta cuando se lo proponía, mostró una de esas sonrisas capaces de fundir témpanos y le agradeció con toda la sinceridad de su corazón la ayuda inestimable que le estaba aportando en momento de tan gran dificultad. Tras esta presentación apresurada y, dado que la Marquesa además de hábil era sensible, decidió dejar a las hermanas solas para que se sincerasen en la intimidad de su alcoba. Así fue como, tras no pocos intentos de mantener la compostura, la bella Isabel narró a su hermana los sinsabores de los últimos meses, desde el repentino fallecimiento de su esposo, el silencio y la oscuridad de los corredores del palacio en que un día fue feliz, los duros comentarios de lenguas que con la ausencia de su esposo ya no se refrenaban, y la insistente mirada de ojos duros que la perseguía incansable desde el mismo momento del velatorio. Había intentado por todos los medios no estar sola jamás, no conceder confianza alguna, envolver su cuerpo con amplios ropajes oscuros y cubrir su rostro de los velos más espesos. Pero todo fue en vano. No hay puerta lo suficientemente cerrada, muro lo suficientemente espeso, compañía lo suficientemente protectora frente al deseo irrefrenable de quien no respeta la voluntad ajena. Desde aquella fatídica madrugada se convirtió en una sombra de sí misma, aún más achicada desde que se enteró de la última consecuencia de aquel acto lleno de oprobio. Sabía que los rumores la acusarían de liviana, de haber faltado a la memoria de su marido, de todas y cada una de las tachas que ella misma había atribuído a otras desdichadas por el solo placer de reír. ¿Se lo merecía? Seguramente.
 
-Pero, me resisto a aceptar ese castigo, hermana. Madre siempre dijo que ante las dificultades de la vida no hay que rendirse jamás- sonrió Isabel entre las lágrimas que surcaban su bello rostro.
 
 
 
-¡Basta de lamentaciones, pues!- añadió Isabel, tras unos instantes de silencio en los que Eulalia, como el vestigio de tiempos más felices, le acariciaba sus largos cabellos con sus manos capaces de curar- ¿Cuál es el plan que vuestra estimada suegra ha urdido en su cabecita francesa?
 
 
Eulalia, que sentía la pena de su hermana clavada en el corazón, más emocionada aún con el ímpetu que la misma demostraba ante la adversidad, repuso con su dulce voz:
 
-¿Recordáis las historias que nos contaban de niñas sobre el Convento de San José?.