domingo, 25 de marzo de 2012

LA INTERVENCIÓN DE TEODORO.



El destino tenía reservado un papel relevante a Teodoro en el futuro de los amantes. Este hombre era el capellán del castillo de Lord Balehead y, al mismo tiempo, el párraco de la rectoría que comprendía los extensos dominios del conde de Haverfordwest. Su dedicación era tal, que incluso el obispo de Pembrokeshire  le había recriminado su exceso de celo en alguna ocasión. Teodoro llevaba a rajatabla sus votos de pobreza y castidad, hasta el extremo de que era intolerante con los desvíos ajenos. No podía comprender cómo lo que a él mismo tan poco le costaba, suponía un triunfo para el resto. Todo hombre estaba hecho a semejanza de Dios, por eso quien se perdía en vicios y pecados sólo podía ser considerado un instrumento del maligno. Y si había un ser en la Creación al que el demonio utilizaba más que a ningún otro como arma para sus engaños y desmanes, esa criatura era la mujer. 

Siendo niño, en el seminario, Teodoro había dado muestras de su pánico hacia las mujeres. Siempre consideró que aquellas criaturas incomprensibles eran el origen de todas las catástrofes, y sólo cuando se las reducía al hogar podían transformarse en seres inofensivos. Pero había que estar en constante alerta, pues el maligno no dejaba nunca de estar al acecho para volver a usarlas en sus planes de perdición. Y todo ello se incrementaba cuando eran hermosas. Teodoro había visto hacer las mayores locuras por causa de una mujer bella. Los hombres se transtornaban, eran capaces de las mayores vilezas, se asesinaban, se embarcaban en aventuras temerarias, se abalanzaban de cabeza al infierno, por conseguir la atención de una beldad. Jamás pudo entender esos impulsos ciegos e irracionales. La mujer había sido creada por Dios con la sola función de procrear, y quien se dejase arrastrar por cualquiera de ellas, estaba vendiendo su alma al demonio. Y eso jamás pudo transigirlo. 

Aquella fatídica mañana de primavera en la que el pequeño Christian decidió desbaratar el mundo, el niño tenía clase de religión con Teodoro. El pastor había aprovechado la enfermedad del heredero para convencer a Lord Balehead de la necesidad de afianzar en el niño los conocimientos del catecismo. No se podía permitir que una recaída le pusiera nuevamente a las puertas del abismo sin saber qué responderle al Señor en el momento del Supremo Juicio. Lord Balehead, que apenas reparaba en la existencia de su propia alma, se dio cuenta de que tal vez el religioso tenía razón y le dio permiso para que adoctrinase a su hijo en la fe verdadera. Teodoro se tomó la tarea con mucho ahínco, quizás para contrarrestrar de alguna forma la influencia de Lady Sarah, con toda su belleza arrebatadora y sus ideas católicas. El resultado fue que Christian comenzó a tener pesadillas con monstruos de patas peludas rodeados de mujeres de rubios cabellos. 

-Madre peca con el primo Hugo.- soltó de pronto el niño, con cierto regodeo interno, en plena lectura de los Salmos.

Teodoro dejó de leer. Gruesas gotas de sudor perlaron su frente y, bajo el hábito, una ola de calor le recorrió el cuerpo. La sola imagen de la brillante piel de Lady Sarah le turbó el ánimo.

-¿Sabéis de lo que acusáis a la señora, vuestra madre?

-Sí. Yo la he visto hacer lo que vos decís que es pecar. 

A Teodoro se le revolvió el alma. En su absoluta intransigencia  no se le ocurrió plantearse que lo que el niño refería en su inocencia no tenía que ver con el fornicio. Tales eran las ideas de pecado que le había inculcado que lo que Christian había visto aquella mañana ya lo podía calificar como tal. Teodoro, que a su pesar no tenía tal inocencia, no pudo dejar de imaginarse a Lady Sarah y Hugo yaciendo como habían venido al mundo. En su imaginación ya les veía envueltos en llamas.  


Ni corto ni perezoso, Teodoro se dirigió a las habitaciones de Lord Balehead. En aquellos momentos el señor almorzaba en soledad. Sin más preámbulos, Teodoro le espetó: 

-Vuestra esposa os engaña. El demonio ha entrado en vuestra casa a través de ella y no repara ni en la inocencia de vuestro hijo. 

Lord Balehead quedó estupefacto. Le entraron ganas de abalanzarse a Teodoro y tirarle por una de las almenas. Aunque si el siniestro personaje se había enterado y su propio hijo estaba al tanto de tales peripecias, no iba a tener más remedio que intervenir. Antes bien, Lady Sarah había incumplido pues con una de las tres reglas inquebrantables: su comportamiento había hecho escandalizarse a alguien. Aunque fuera aquel alfeñique de ideas rancias. Tendría que tomar cartas en el asunto. Mal que le pesase.   

miércoles, 21 de marzo de 2012

CELOS.

El pequeño Christian estuvo muy enfermo. Tanto, que se temió por su vida. Durante meses Lady Sarah veló su cuerpecillo sudoroso sin dejarse llevar por el desánimo que cundía a su alrededor. El niño nunca tuvo una constitución fuerte y los Físicos aconsejaron al padre de la criatura que se preparase para lo peor. A la madre empero nadie tuvo el valor de decírselo. Era tal su esperanza que, ante ella, todos se afanaban por seguirle la corriente. Y, como siempre, el fiel Hugo seguía a su lado, poniendo paños húmedos sobre la frente afiebrada del chiquillo, recitando épicos poemas sobre héroes y princesas en las largas noches en vela, sonriendo cuando Lady Sarah había dejado de creer en las sonrisas... Incluso en el momento crítico en el que el niño pareció dejar de respirar, los brazos poderosos de su eterno amante consiguieron sacarlos del peligro, como en las historias que tanto gustaba de narrar en las noches de invierno al calor de la lumbre.

Frente a todo pronóstico, Christian se recuperó. Las fiebres le dejaron transformado en un pajarito. Tan débil estaba que habían de alimentarle a pequeños sorbos de leche con miel. Su apariencia de niño alegre se había quedado en un recuerdo, pero a Lady Sarah le bastaba. Estaba vivo. No había de ser ella como el resto de mujeres, destinadas a amortajar a sus hijos. Sabía que no estaba escrito en el cielo que ella tuviera que pasar por esa desgracia terrible y tan común. Si bien, sus dotes de clarividencia no le sirvieron para anticiparse a ausencias casi tan dolorosas en su vida. 

 

Una mañana de inicios de primavera, Christian estaba harto de su camita de convaleciente, de observar por la ventana el goteo incesante de las hojas tras el deshielo reciente. Así, decidió levantarse y comprobar por sí mismo si el mundo había cambiado tras el largo invierno de su enfermedad. Aún tenía seis años y creía que nada cambiaba cuando él cerraba los ojos, que el sol esperaba paciente a su despertar para decidirse amanecer. Aún era un niño con todo el egoísmo del que sólo las criaturas son capaces.
Caminaba por los fríos suelos del castillo a la espera de encontrarse con su padre que, colérico, le ordenaría volver al lecho. O bien con alguna doncella, que le regalaría una caramelo escondido tras su delantal. O con Hugo, que le cogería en brazos para ir a cabalgar. O con madre... La risa de madre. Al escucharla su corazoncito se expandió de júbilo. Correría a su encuentro y ella le regañaría por caminar descalzo al mismo tiempo que le besaría de la cabeza a los pies. 
Al acercarse a la sala desde la que oyera la risa de su madre, la escena que contempló le dejó petrificado. Cierto que lo había visto muchas veces. Para él no había nada particularmente novedoso en Hugo y Lady Sarah, sentados juntos en un gran butacón, hablando en susurros, contándose confidencias, acariciándose las manos. Sin embargo, aquel día algo se rompió en su interior. Quizás porque se dio cuenta por primera vez que no era el centro del mundo. De su padre ya se lo esperaba, pero Hugo y madre eran diferentes. Un dolor ciego, sordo, se apoderó de él al comprobar que esas dos personas tan queridas tenían una historia particular, un mundo propio en el que él, pequeño niño mimado, no contaba. Sus ganas de gritar eran tan fuertes que no pudo reprimirse y sólo más tarde sería capaz de comprender el alcance de lo que hizo aquella inolvidable mañana de primavera. 



domingo, 4 de marzo de 2012

TRAS LOS PASOS DE HUGO.

 


Hugo de Clare siempre se caracterizó por ser un hombre generoso. Y ello hasta el punto de negarse a sí mismo, pues renunció a una vida propia a cambio de convertirse en la sombra silenciosa y permanente de Lady Sarah. Tuvo claro desde siempre que jamás tendría un hogar propio en el que calentar sus huesos en la vejez, ni hijos de cuya educación preocuparse, ni responsabilidades más allá de las de un simple escudero, ni siquiera la posibilidad de tomar decisiones erronéas o acertadas sobre su propia vida. La existencia de Hugo de Clare era la voz de Sarah, los pasos de Sarah, los ojos de Sarah. De su amor infinito por ella resultaron abundantes poemas que escribió en secreto y fueron quemados a su muerte. Desgraciadamente, no ha quedado ni rastro de sus palabras. De su existencia tan sólo se tiene noticia por algunas cartas de Lady Sarah a su hermana Rowena, que casó en Francia, y en las que se hace eco de la extremada sensibilidad de un poeta que los acontecimientos de su vida relegaron al olvido.  

Cuentan los que le conocieron que gustaba asimismo de la música, y que era un bailarín muy solicitado en las largas veladas organizadas por Lady Sarah para evitar el aburrimiento. Normalmente, tales danzas se realizaban en los apartamentos privados de la señora condesa, y en ellas participaban sus damas traídas de Irlanda, que lograron enseñar a los rudos galeses del séquito de Lord Balehead a bailar tal y como se estilaba en su patria. Era frecuente también la presencia de familiares de Lady Sarah, cuya familia era tan extensa que el conde de Haverfordwest llegó a decir a propósito de los parientes de su esposa "que no había día que no se cruzase con alguno en algún lugar del mundo". Si bien en ocasiones, Lady Sarah, también organizaba brillantes festines en los que participaban las grandes familias del país y en la propia corte se esperaban con impaciencia las invitaciones a bailes y cacerías en honor y gloria del príncipe heredero. 
Cuando nació el niño Christian, su padre estaba en Londres. Fue precisamente la voz de Hugo la primera voz varonil que escuchó y, desde su más tierna infancia, el pequeño experimentó hacia él un extraño cariño que era incapaz de sentir hacia su padre. Frente a las maneras rudas de Lord Balehead, Hugo de Clare le inventaba juegos, le susurraba canciones para dormir y le explicaba historias maravillosas sobre mundos nuevos más allá del mar que ellos jamás verían. Hugo le llamaba "primo Christian", y éste se reía a carcajadas ante la imagen de un primo con edad para ser su tío y con emociones como para ser su padre. Nunca hubo falta de explicación alguna para Christian. Él reconocía en aquel hombre de sonrisa limpia a la persona que su madre amaba con un amor que el niño no sabía entender ni tampoco precisaba hacerlo. Durante mucho tiempo- más del que quiso reconocer nunca- Hugo de Clare fue el hombre al que Christian quiso parecerse. Ansiaba llegar a tener algún día sus brazos poderosos, sus manos delicadas, su voz profunda, su alegría imperturbable. Anhelaba poder convertirse en ese hombre con cuyas canciones las damas suspiraban, que sabía explicar las cosas con palabras precisas, al que muy pocas cosas alteraban, y a quien los ojos de Lady Sarah miraban como no lo hacían a nadie de este mundo. 
Hugo de Clare fue el objeto de su admiración, más tarde de su envidia y finalmente, y por mucho tiempo, el recuerdo de sus mayores remordimientos.