miércoles, 21 de marzo de 2012

CELOS.

El pequeño Christian estuvo muy enfermo. Tanto, que se temió por su vida. Durante meses Lady Sarah veló su cuerpecillo sudoroso sin dejarse llevar por el desánimo que cundía a su alrededor. El niño nunca tuvo una constitución fuerte y los Físicos aconsejaron al padre de la criatura que se preparase para lo peor. A la madre empero nadie tuvo el valor de decírselo. Era tal su esperanza que, ante ella, todos se afanaban por seguirle la corriente. Y, como siempre, el fiel Hugo seguía a su lado, poniendo paños húmedos sobre la frente afiebrada del chiquillo, recitando épicos poemas sobre héroes y princesas en las largas noches en vela, sonriendo cuando Lady Sarah había dejado de creer en las sonrisas... Incluso en el momento crítico en el que el niño pareció dejar de respirar, los brazos poderosos de su eterno amante consiguieron sacarlos del peligro, como en las historias que tanto gustaba de narrar en las noches de invierno al calor de la lumbre.

Frente a todo pronóstico, Christian se recuperó. Las fiebres le dejaron transformado en un pajarito. Tan débil estaba que habían de alimentarle a pequeños sorbos de leche con miel. Su apariencia de niño alegre se había quedado en un recuerdo, pero a Lady Sarah le bastaba. Estaba vivo. No había de ser ella como el resto de mujeres, destinadas a amortajar a sus hijos. Sabía que no estaba escrito en el cielo que ella tuviera que pasar por esa desgracia terrible y tan común. Si bien, sus dotes de clarividencia no le sirvieron para anticiparse a ausencias casi tan dolorosas en su vida. 

 

Una mañana de inicios de primavera, Christian estaba harto de su camita de convaleciente, de observar por la ventana el goteo incesante de las hojas tras el deshielo reciente. Así, decidió levantarse y comprobar por sí mismo si el mundo había cambiado tras el largo invierno de su enfermedad. Aún tenía seis años y creía que nada cambiaba cuando él cerraba los ojos, que el sol esperaba paciente a su despertar para decidirse amanecer. Aún era un niño con todo el egoísmo del que sólo las criaturas son capaces.
Caminaba por los fríos suelos del castillo a la espera de encontrarse con su padre que, colérico, le ordenaría volver al lecho. O bien con alguna doncella, que le regalaría una caramelo escondido tras su delantal. O con Hugo, que le cogería en brazos para ir a cabalgar. O con madre... La risa de madre. Al escucharla su corazoncito se expandió de júbilo. Correría a su encuentro y ella le regañaría por caminar descalzo al mismo tiempo que le besaría de la cabeza a los pies. 
Al acercarse a la sala desde la que oyera la risa de su madre, la escena que contempló le dejó petrificado. Cierto que lo había visto muchas veces. Para él no había nada particularmente novedoso en Hugo y Lady Sarah, sentados juntos en un gran butacón, hablando en susurros, contándose confidencias, acariciándose las manos. Sin embargo, aquel día algo se rompió en su interior. Quizás porque se dio cuenta por primera vez que no era el centro del mundo. De su padre ya se lo esperaba, pero Hugo y madre eran diferentes. Un dolor ciego, sordo, se apoderó de él al comprobar que esas dos personas tan queridas tenían una historia particular, un mundo propio en el que él, pequeño niño mimado, no contaba. Sus ganas de gritar eran tan fuertes que no pudo reprimirse y sólo más tarde sería capaz de comprender el alcance de lo que hizo aquella inolvidable mañana de primavera. 



4 comentarios:

  1. De la debilidad nace la fuerza, el renacer: hasta el final todo está por escribir.

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    1. En la ficción, como en la vida, el futuro nunca está completamente escrito.
      Gracias por pasarte.

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  2. Una lectura atrapante!

    ¿El relato es tuyo o proviene de otro lado?

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    1. Pues sí, sale todo de mi cabecita.
      Gracias por el comentario.

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