jueves, 28 de enero de 2016

LAS AGUAS DE PARÍS.

"Tras todos estos años y los miles de sinsabores sufridos jamás creí verme en esta cuita, querida hermana, pues a la mala conciencia del pecado de adulterio he de añadir lo que ni siquiera los más permisivos sacerdotes franceses pueden perdonar: el escándalo público".  
 
Mientras Eulalia de Noega escribía estas palabras no podía evitar el temblor de sus manos. En la vorágine del amor recién descubierto ni un solo pensamiento había dedicado al hecho indiscutible de que la pasión desatada de esos encuentros furtivos con el que había pasado a ser el único fin de su vida, su único anhelo, podía tener un resultado más allá del trote cada vez más alterado de su corazón. Sus días habían dejado de ser una larga sucesión de horas oscuras, entre gentes desconocidas, con un marido que seguía considerándola como un instrumento más de su propio medro. Incluso sus instantes de oración habían modificado la acostumbrada rigidez para transformarse en momentos de gozo interno. Arrodillada ante el Altísimo sus labios sólo podían susurrar: "gracias, gracias,gracias". Así hasta el delirio. No podía imaginarse más dichosa que cuando se recordaba reflejada en aquellos ojos negros que la seguían incansables, amantes, protectores, cálidos. 
 
Al principio no había reparado en ello. Pero, una tarde, mientras bordaba un pañuelo a la luz acariciadora de un ventanal, se percató de que hacía al menos tres meses que la llegada de la sangre no le recordaba su esterilidad. Aquella lacra que tanta vergüenza le hizo pasar en los primeros años de su matrimonio en aquel Madrid que parecía pertenecer ya a otro mundo. Repasó mentalmente ciertos acontecimientos recientes que le habían pasado desapercibidos: algunos vestidos de la pasada temporada que no le sentaban bien, el desagrado que le producían súbitamente los huevos de codorniz, el amodorramiento en que caía durante el acostumbrado rosario de la Reina en sus aposentos atiborrados de aquel perfume que se le había antojado hasta repugnante en alguna ocasión,.. No había duda. Y entonces, percibió en sus sienes el latido de un sentimiento nuevo. Sintió pánico.

 
 
 
Se imaginó a sí misma vilipendiada, repudiada, paseada por las calles como una mala mujer. Si la Reina se enteraba la rechazaría como a la más despreciable de las mujeres. Como a una hipócrita que la acompañaba en sus rezos y que fornicaba por las noches con quien no era su esposo. Porque en realidad se parecía a cualquiera de aquellas otras damas que pululaban por la Corte, sin que la pobrecita María Teresa llegase a sospechar que muchas de ellas tenían un trato tan íntimo con el único hombre que ella adoraba sin reservas. 
 
Aquella noche, Fernando acudió a una de aquellas francachelas que solían tenerle alejado del hogar hasta el amanecer. Y el amante se introdujo por las cocinas con la familiaridad de lo repetido mil veces. Eulalia al verle se echó a llorar. 
 
-Amada mía, mi querida Eulalia, no debéis derramar más que lágrimas de alegría. -exclamó alborazado Guillaume cuando consiguió sonsacarle la causa de su pena- ¡No imagináis el gran contento que me dais con esta noticia! Un hijo, mi hijo...
 
Y Eulalia le contempló con ojos empañados, absorta en la expresión de su amado, quien, ajeno a las circunstancias sólo podía pensar en la alegría de perpetuar su sangre en el mundo. Y no pudo por más que acariciarle el rostro, y besarle mil veces, pues si las cosas fuesen como tenían que ser, aquél no podía más que considerarse como uno de los momentos más dichosos de su vida en común. Pese a la sociedad, pese a las apariencias, pese a la Iglesia y sus normas, su esposo era aquel hombre que la amaba tanto que había sido capaz de darle aquel regalo inesperado. 
 
Lo que se hacía imposible de dilatar era el momento en que Eulalia había de confesar el hecho a su esposo legal. Así viviese mil años, jamás Eulalia podría olvidar ninguno de los detalles de aquella tarde en que, envalentonada por una copita de aquel licor que su gobernanta guardaba encima de una repisa del saloncito ("para desmayos y apuros, señora"), se decidió a confesarse a su marido.
 
-Fernando, he de deciros algo de suma importancia.- dijo, con un hilo de voz y atragantada por un repentino hipo. 
 
Aquí la carta de la criada en la que se basa esta crónica se interrumpe. Bien porque no alcanzara a oir el resto de la conversación, bien porque una noticia así entre un matrimonio cuya única nota disonante era la ausencia de descendientes (tal era la manera en que ambos desempeñaban su papel de pareja ideal ante los propios sirvientes) fuera considerada como algo común y poco digno de mención. El caso es que la descripción de la reacción de Fernando de Guisasola ante tan inesperada nueva hemos de encontrarla en una misiva que la propia Eulalia recibió de su suegra. Dña. Mariana escribía así, con la emoción haciendo temblar su pluma, ella que siempre se cuidó mucho de su buena letra:
 
"Querida y amada hija mía,
No podéis ni imaginar la emoción que embargó mi ánimo cuando recibí carta de nuestro adorado Fernando en la que me hacía partícipe de vuestra dicha. Al fin, tal y como yo ansiaba, se ha producido el suceso por el que tanto he rezado. Cuidáos mucho, querida mía, en vuestro nuevo estado, no olvidéis que vuestra edad aconseja reposo y mucho alimento para que todo llegue al feliz término que sin duda todos esperamos contando los días. Esta noticia ha puesto a mi hijo tan fuera de sí de alegría que casi no le reconozco en las líneas de las cartas que ha enviado a todos los miembros de la familia, él que siempre fue perezoso para la correspondencia. Sin duda que le habéis hecho el más feliz de los hombres, querida, y yo no sé a quién atribuirle semejante milagro, si a algún santo en particular o al efecto de las aguas de París".
 
Sí, quizás sería mejor atribuírselo a París. Ese París que había llevado la felicidad al corazón de Eulalia y la misericordiosa ingenuidad a los ojos de su esposo.