martes, 15 de abril de 2014

DUDANDO.


Sin embargo, antes de que el cataclismo se cayera de canto sobre sus coronillas, Gonzalo y Mencía vivieron un época feliz. Al menos, así lo pareció. 
 
Mencía se dedicaba a bordar su ajuar, su padre el Doctor le encargaba encajes a Bruselas y Gonzalo se dejaba llevar. Sólo tenía veintitrés años y el futuro, con todas sus promesas, se abría ante él como un camino despejado. Pero incluso la senda más calma guarda sus forajidos ocultos. Y cuando la juventud alienta el pecho es difícil verlos ahí, agazapados entre las sombras en una revuelta del camino. 
 
-Sois como un hijo para mí, -decía el Doctor, henchido de orgullo ante los avances de Gonzalo en el conocimiento del oficio- y, como tal, no tengo temor alguno en confiaros todo lo que tengo. Llegaréis lejos, Gonzalo. Vuestra sangre noble y mis influencias os llevarán a la Corte misma. Tiempo al tiempo, muchacho.
 
Y Gonzalo creía sentir su pecho rebosante de una emoción desconocida. Admiraba a su maestro, amaba su oficio y todo lo que le rodeaba. Y allí, como colocada por la Providencia, estaba Mencía "la dulce". Con sus ojos oscuros, su tiernas palabras, y el arrobo con el que le contemplaba en las noches, después de la cena, mientras los hombres, acodados a la mesa, jugaban a naipes y ella bordaba en silencio. La mirada de Mencía le hacía sentirse un ser invencible, todopoderoso, capaz de vencer a la muerte y apresar la vida a su antojo. Como cuando de niño, jugando con Neva en el estanque, decidían sobre apresar renacuajos o dejarlos en libertad. Era una sensación de plenitud como nunca tuviera antes desde aquellos tiempos de infancia que le parecían cosa de otro mundo. Tan lejos de Salamanca, tan lejos de sus costumbres actuales, tan lejos de la vida hogareña del Doctor. En aquella casa le parecía haberlo encontrado todo: su profesión, la posibilidad de dar rienda suelta a sus ansias de conocimiento, la amistad entre iguales. Mencía parecía encajar en todo aquello como una última pieza hecha a medida. Quizás se engañaba. Pero no era consciente de ello. Tenía veintitrés años. 
 
"Hermana querida," escribe en una de sus cartas enviadas a Gales en aquella época "no puedo por más que preguntarte a ti sobre estas cuestiones, pues eres la única persona con la que gozo de confianza que ha sentido el amor. Dices que tu esposo provoca en ti desde el momento en que le viste por primera vez un conjunto de emociones inenarrables. Haz un esfuerzo, hermanita querida, y explícamelo con más detalle. Como cuando me describías las figuras que veías en las nubes. Escribo a madre y sólo me habla de conveniencias, de modos de ser y hábitos de vida. Que si dotes, que si capitulaciones. Pero nada de amores ni querencias. Y padre, para variar, está demasiado ocupado con sus meditaciones como para escribir una letra. ¿Recuerdas cuándo nuestra aya nos contó cómo se habían conocido nuestros padres? A veces imagino lo que pudo pasar por sus corazones. Pero temo equivocarme. En su caso, es claro que habían de casarse. Que nunca habrían de albergar dudas. Pero, temo no sentirme así. No he sentido ningún golpe atronador en el pecho. Ninguna luz me ha cegado, como se empeñan en decir los poetas. ¡Ay, Neva, querida Neva! Tú amas. Lo escribes de continuo. Amas a tu esposo como nunca amaste a ningún otro ser. Ni siquiera a mí. Dime qué sientes. Dime cómo sabes que es él. Sé que todo esto son paparruchas, como diría madre, pero no me gustaría dar este paso sin sentir amor. No quiero verme como Eulalia. ¿Imaginas que, una vez casado, me encontrase de repente a quien de verdad amo? Tengo que saber que esa persona es Mencía. Tengo que saberlo. Y no encuentro otra manera más que tú me lo digas. Escríbeme, hermana, no te olvides. Haz un esfuerzo. Explícamelo de manera que lo pueda entender."
 


 
 
 
Palabras desesperadas de un hombre que tenía la respuesta al alcance de la mano. Si se hubiese detenido a mirar en el fondo de los ojos de quien le miraba con tanto arrobo, si hubiese ahondado más allá que en su orgullo satisfecho, ajeno a las expectativas que los demás tenían puestas en su persona, habría encontrado la solución. Pues, la solución estaba más cerca de lo que creía. 
 
A vuelta de correo su hermana pequeña, tras el relato acostumbrado de su vida cotidiana, sus anécdotas e ideas disparatadas, le respondió a su modo habitual. Escueto y certero. "En relación a la duda que te atormenta, hermano querido: cuando lo sientas, lo sabrás. "