jueves, 16 de abril de 2015

JUGANDO CON EL DECORO.

Eulalia de Noega rehuyó cualquier contacto con aquél que alteraba sus ánimos todo cuanto le fue posible. Si bien, no contaba con el tesón de la otra parte para lograr justamente lo contrario. La mirada de ojos oscuros comenzó a ser una compañía constante en todos los actos a los que era invitada en la Corte. Hubo de acostumbrarse a que en cada una de las ocasiones en las que alzaba su frente, se giraba de improviso o se le caía el abanico, aquel hombre estaba allí escrutando su rostro, siguiendo sus movimientos, o evitándole el esfuerzo de forzar las ballenas de su corsé para recoger el objeto caído. 
 
Todas estos encuentros casuales encendían el corazón de Eulalia y llenaban de confusión su alma en un atropellado dilema que no era capaz de tratar con su confesor. Esta cuestión traía a la joven de cabeza, en tanto que en todos los avatares previos de su vida jamás se había visto en una cuita que le pareciese de todo punto inconfesable. En las noches oscuras sin luna sentía las sombras del infierno cernirse sobre su lecho, creyéndose una pecadora de la peor calaña en un mundo en el que, pese a su ingenuo proceder, si las trompetas del juicio final sonasen de improviso pillarían a no pocos en la alcoba inadecuada.
 


La única persona de este mundo con la que Eulalia pudo sincerarse volvía a ser Lady Neva, quien a tantas millas de distancia sentía el palpitar del corazón de su más querida hermana en aquellas misivas llenas de sentimientos encontrados y autorreproches. Por más que la hija pequeña del Conde de Noega intentaba convencer a Eulalia de lo exagerado de sus remordimientos de conciencia, la creencia de lo errado de esos inevitables sentimientos no se apartaba de su espíritu. "Pero, hermana querida", escribía Neva, "¡cómo podéis ser tan injusta con vos misma! El amor en cualquiera de sus formas nace de Dios, de Él procede y en Él recaba. ¿Acaso ha de ser más santo el que un sacerdote proclama sin leer los corazones? Vos sois buena, siempre lo habéis sido, y no dejaréis de serlo por sentir lo que ahora sentís. Y que el mundo juzgue lo que le plazca, pues vuestro corazón sólo lo puede castigar o premiar Dios. Vos, querida Eulalia, el ser más dulce y bueno que jamás he conocido, no tiene porqué temer castigo alguno del que está en lo Alto y conoce los corazones. No sufráis, porque vuestros apuros me perturban el ánimo y vuestro sufrimiento es el mío y me lacera el alma. Así pues, si no queréis demostrar misericordia con vos misma, hacedlo conmigo, que sufro sobremanera con vuestras penas y tribulaciones".
 
 
Por si el miedo al castigo en la otra vida no fuera suficiente, también Eulalia había de lidiar con reproches más terrenales. En una Corte ávida de nuevos rumores, cualquier paso en falso de una mujer casada se convertía en jugoso bocado del festín de las murmuraciones. Por ello, Eulalia había de ser aún más discreta de lo que ya era por naturaleza y penaba por unos sentimientos que, desde su fuero interno, creía que se transparentaban en su rostro como si fueran estigmas de una enfermedad visible para todos. A resultas de ello, tal y como relata en una de sus cartas enviadas a Gales, se envalentonó una tarde en la que las damas jugaban en los jardines de palacio a esconderse y buscarse entre setos y macizos de flores. Aprovechó la sombra de los frondosos árboles y, en un susurro impetuoso, apenas percibió tras de sí el rumor de la respiración del enamorado guardia,  quien de manera acostumbrada seguía sus pasos, expresó:
 
-Os ruego encarecidamente que terminéis con este juego, señor. Soy una mujer casada.
 
Y permitiéndose tan solo un instante perderse en aquella mirada oscura que le decía tantas cosas, añadió:
 
-No juguéis con mi reputación y mi fe. No soy como las demás.
 
Dicho lo cual, sin dar tiempo a más explicaciones, salió corriendo a una zona bien visible de los jardines, perdiendo deliberadamente aquél otro juego en el que se divertían los otros.
 
Al día siguiente, el joven guardia se las compuso para acompañarla en la salida del carruaje que había de llevarla al hogar. Nuevamente consiguió ofrecer su mano para que Eulalia pudiera subirse al coche, deslizando entre sus dedos un pequeño billete que ella, apenas lo advirtió, introdujo discretamente en su limosnera. Los minutos se le hicieron eternos en el trayecto, con su corazón desbocado y sus mejillas ardiendo, hasta que en la intimidad de su alcoba se permitió leer el secreto mensaje de su enamorado:
 
"Si vos no fueráis como sois,
hallaría mi tormento un consuelo;
mas,
si como sois, no fueráis, 
no sería tal mi tormento."
 
Nadie puedo ver cómo Eulalia se desmayaba sobre un diván de su alcoba. Afortunadamente para ella.