miércoles, 12 de diciembre de 2012

HORAS DE ANGUSTIA.

Un grito rompió la quietud de la noche tras nueve meses apacibles. Lord Christian, que se había quedado dormido ante la lumbre con un libro entre las manos, se desperezó ligeramente. En un primer momento pensó que todo se trataba de un juego de su imaginación y se removió ligeramente para adoptar una postura más cómoda. Si bien, un segundo grito le sacó de dudas.  El momento había llegado. Pronto, a pesar del empeño del reloj en retrasar sus agujas, su vida iba cambiar. Iba a ser padre. Padre. Extraña palabra que traía a su mente el recuerdo de una mano firme y una voz profunda. ¿Cómo sería su hijo? Desde el destierro de la sala a la que las afanosas mujeres de la casa le habían relegado desde poco antes del amanecer, se dedicó a recrearse en imaginar cómo sería su hijo. ¿Tendría los ojos de su madre, su pelo rubio, su risa de pájaro? ¿O se parecería a Neva con su pelo oscuro y sus ojos rasgados? Bien pensado, si fuese varón debería mostrar sus propios rasgos. Siempre se había dicho que él mismo tenía los ojos de su padre, y su nariz, y su barbilla... Aunque no podía afirmarlo con seguridad. Se dio cuenta en ese instante de las pocas ocasiones en que se había permitido mirar a su padre al rostro. Se juró que su hijo jamás se atemorizaría con su voz. Sería para él un padre comprensivo y cariñoso, como aquel primo Hugo que de repente le vino al recuerdo...
 
 
Otro grito y carreras apresuradas en el piso superior le sacaron de sus ensimismaciones. Algo no parecía ir del todo bien. Con la camisa abierta y el pelo revuelto salió al corredor al tiempo que una de las criadas pasaba veloz con un balde de agua entre las manos. La muchacha se paró en seco al verle, provocando que parte del agua del recipiente se derramase por el suelo. Con un ligera inclinación de cabeza le saludó de la manera respetuosa que el ama de llaves le había inculcado como primera lección a seguir en su trato con los señores. La segunda lección era que jamás les mirase directamente a los ojos. 

-¿Cómo están las cosas?- fue lo único que logró decir Lord Christian,  con voz estrangulada por el miedo y su timidez insuperable.

-No demasiado bien- respondió la muchacha que, dada su condición virginal, sólo tenía conocimiento del asunto a través de la abertura de la puerta entreabierta y a la que los gritos y la actividad frenética de la matrona y demás mujeres en su interior tenían francamente atemorizada. 

En su alcoba Neva de Noega, la joven Lady Balehead, creyó morir. Jamás pensó que existiese semejante dolor, esa angustia inexplicable que mantenía en zozobra su cuerpo hasta que nuevamente las entrañas se le desgarraban como atravesadas con un hierro candente. Gritó, rasgó sábanas, apretó los dientes, soltó juramentos escuchados a algún marinero en Noega que, para su fortuna, nadie a su alrededor pareció comprender, prometió, rezó, y cuando ya parecía que aquello iba a ser el fin, la voz de la partera le hizo volver en sí:

-¡Ya viene, ya viene! Empuje con todas sus fuerzas, señora.

Y empujó. Hasta que darse sin aliento. Hasta que el mundo se hizo agua. Litros y litros empapando su piel, las sábanas, las manos de aquellas mujeres que se afanaban en ayudarla. Y, al fin, con las primeras luces del alba, en aquel domingo de primavera, Lord Balehead desde el corredor en el que había dado vueltas incasable, rezando todo lo que sabía, escuchó un llanto. Esa fue la primera señal que tuvo el joven Christian de que había sido padre de su primera hija. Una niña que heredó el cabello rubio de su abuela, y la belleza asombrosa de su tía Isabel, y el temperamento aguerrido de su madre, y el noble corazón de su padre. Una niña que recibió el nombre de Emma de Balehead, pero que la Historia recordaría por uno muy diferente.
 

2 comentarios:

  1. ¡Oh qué gusto leerla nuevamente, milady! Después de su larga ausencia creí que habría usted detenido el ágil correr de su pluma pero, para mi deleite, veo que sigue usted tan inspirada como de costumbre.

    Fabulosa entrega la de hoy en la que describe perfectamente el status de la servidumbre y los señores (inclinarse ante ellos en reverencia, no mirarles a los ojos...) siempre he buscado lecturas que me proporcionen alguna enseñanza didáctica y con usted, aparte de disfrutar, aprendo.

    Por cierto, comprendo la situación hoy narrada pues recientemente he pasado por el mismo trance que nuestra parturienta de ojos rasgados.

    No se demore usted con la próxima entrega, milady.

    Saludos.

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    1. Agradezco vuestra extremada paciencia con esta cronista a la que las horas del día no alcanzan. A menudo, por no decir siempre, damos preferencia a nuestras obligaciones relegando lo que constituye nuestro placer para el final del día y... la noche nos alcanza sin haber dedicado ni un minuto a nuestras actividades favoritas.
      Enhorabuena, querida, por el acontecimiento tan feliz que habéis vivido desde la última vez que nos encontramos por aquí. ¡Todos mis mejores deseos de felicidad!

      Un beso.

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