martes, 7 de agosto de 2012

Y NEVA DE NOEGA METIÓ LA PATA.


Después de aquel paseo por los acantilados todo quedó claro entre los jóvenes enamorados.  Al menos todo lo claro que puede resultar de una conversación mantenida en pocos minutos entre dos personas que se han conocido unas horas antes. Mas, no le corresponde a esta cronista ahondar en teorías enrevesadas sobre la velocidad del tiempo cuando se tienen catorce años o la medida en que un corazón es capaz de amar cuando se está en la primera juventud. Todas las versiones oficiales y oficiosas de esta historia cuentan que fue de esta manera y, tras el paso de tantos siglos, habremos de darlo por bueno.

Lord Christian se dio prisa en completar  lo preciso para la celebración de sus esponsales. Realmente todo lo había iniciado su padre y poca modificación había de ser realizada. Incluso el consentimiento del Conde de Noega se mantuvo sin precisar cambio alguno. No en vano, meses atrás, el Conde firmó un documento en el que entregaba a su hija como esposa de Lord Balehead. Que éste fuese padre o hijo poca importancia tenía. Incluso Neva, en uno de sus arranques célebres, expresó que ahora tal documento tenía más valor. No sólo reflejaba el consentimiento de su padre, sino el suyo propio. 

Hubo, sin embargo, un asunto que no pudieron dejar pasar con la despreocupación de sus pocos años. Neva había de entrevistarse personalmente con el obispo de Pembrokeshire, que era quien oficiaría su unión.  Aquel encuentro estuvo viciado desde el principio. Y no porque la pequeña Neva no intentase poner todo de su parte para causar la mejor impresión, sino precisamente por eso. 

La muchacha escogió de entre sus escasas pertenencias el vestido más elegante. Nunca se había preocupado en exceso de su aspecto, y en Noega no se celebraban demasiados actos a los que los pequeños hijos del Conde pudieran asistir, todo lo cual unido a que la mitad de su ajuar de novia quedó en Noega para hacer sitio a sus preciados libros, se confabuló para que aquella mañana lluviosa Neva apareciese en el Palacio del Obispo con el vestido rojo. Aquella prenda la había heredado Neva de su hermana Eulalia, que para entonces llevaba muchos años en Francia y era la más entendida de la familia en lo que a vestir se refiere. Poco importaba que estuviese tan pasado de moda que hubiese hecho enrojecer a la propia madre del señor Obispo. Era un vestido con una extraordinaria calidad y que Neva sabía que le sentaba bien. Además, era el único de todos sus trajes que no había sido remendado, ni quemado, ni desgarrado en ninguna de sus partes, lo cual suponía una ventaja considerable frente a los demás.

Cuando el Obispo la vio aparecer de tal guisa sintió una oleada de furia atraversarle el cuerpo. No sólo era católica sino que carecía de las más elementales nociones en lo que a protocolo se refiere. ¡Comparecer vestida de rojo ante un hombre de Dios! ¡Ante un Obispo nada menos! Y eso aunque las malas lenguas, en susurros, comentaban que aquel hombre de Dios prefería a las mujeres con el atuendo de Eva.

-Imagino que, en la posición que estáis tan presta a ocupar, adoptar la religión de vuestro esposo no os será un inconveniente.- le soltó a bocajarro el señor Obispo, dispuesto a no tener con aquella osada niña ningún tipo de contemplación.

Neva quedó atónita. Habían preparado la conversación, lo que había de decir y lo que no, pero nadie recordó avisarle de la religión que profesaba su esposo, ni si era diferente a la suya propia.

-Pero, ¿en qué dios cree Lord Christian?- soltó la muchacha, sin pensar. 

-¿En cuál va a ser, condesa?- bramó el Obispo, que ya no cabía en sí de indignación- En el Único Dios, en el Verdadero Dios. 

-¡Ah!- respiró Neva con alivio- Entonces no hay problema, monseñor, creemos en el mismo. 


De aquella primera conversación el Obispo de Pembrokeshire sacó la conclusión de que Neva de Noega era tonta, y no había por qué preocuparse. No perjudicaría al joven Lord Balehead, ni le haría equivocarse más de lo que se iba a equivocar por sus propios medios. Tampoco era bella, lo que suponía la ventaja de no tener que preocuparse por la legitimidad de futuros herederos. El Obispo no se explicó entonces porqué desde el condado de Haverfordwest se habían alarmado tanto. Era un niña torpe, poco atractiva y tonta. Nada peligroso. El tiempo, sin embargo, le haría ver lo errado que estaba en aquella su primera opinión. Tanto, que jamás pudo perdonarse no haberse opuesto a este enlace con todas sus fuerzas.

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