lunes, 23 de abril de 2012

EL OCASO DE LADY SARAH.

 

Aunque la muerte de  Lady Sarah of Haverfordwest no se produjo hasta diez años más tarde de estos acontecimientos, la risueña mujer de rizos dorados de cuya belleza se hicieron eco todas las crónicas comenzó a morir el mismo día en que Hugo de Clare abandonó aquellas tierras. Si hacemos caso de los escritos conservados en el archivo del conde de Balehead, donde se especifican con todo detalle los síntomas de la dolencia que se la llevó de este mundo cuando su hijo Christian contaba dieciséis años, podemos afirmar sin género de dudas que su enfermedad fue un cáncer, posiblemente de útero. Sin embargo, para quien la conoció siendo muchacha, para quien supo de los pormenores de su corazón, resulta bastante claro que Sarah murió de pena, de añoranza, de hastío. 

La partida de Hugo determinó el fin de toda la música, de los bailes hasta el amanecer, de la ternura, y de la infancia de Christian. Los días se volvieron tan grises como el cielo de Gales en las mañanas de invierno. Nadie contaba historias, nadie cantaba, nadie reía. El niño pudo comprender, como nunca antes, lo que era "el valor de la risa" que había mencionado Hugo en su partida. Hay cosas que sólo se ven cuando no se ven. 

La educación del niño quedó encargada a duros preceptores que le inculcaron todos los conocimientos de ciencia, de uso de armas, de idiomas, de religión, que podía requerir un noble instruído de su tiempo. Se acabaron los juegos, se acabaron las poesías, se acabaron las caricias. Aunque a veces su madre, al cruzárselo en un corredor- él cargado de libros, ella etérea como una mariposa- le revolvía el cabello en un recuerdo de aquellos días felices en que fue mimado hasta la exageración. Si bien esa caricia constituía para Christian una especie de pinchazo en ese lugar impreciso en el que se encuentra la conciencia. En los duros años de su pubertad, Christian pasó a ser el muchacho introvertido que un día enamoraría a Neva de Noega. El peso de la culpa parecía cernirse constantemente sobre él, sin que nadie se percatase de ello. Siempre fue consciente de que había destruído la felicidad de su madre, y en su interior, siempre vio su acto como imperdonable. Si hubiese conocido, o recordado, lo que es el corazón de una madre, hubiese encontrado alivio. Pero, ya era demasiado tarde. El mal estaba hecho y el abismo invisible que creó con aquellas desafortunadas palabras a Teodoro nunca fue capaz de hacerlo desaparecer.      

A Lady Sarah la vida le pesaba como el plomo. Le costaba encontrar fuerzas para levantarse cada mañana. Se sentía vacía. Nada conseguía aliviarla en su abatimiento aunque con su esposo fingía cumpliendo con el papel que se esparaba de ella. Y Lord Balehead, que nunca tuvo capacidad para fijarse en el estado de ánimo de nadie, nunca se percató de tal situación. Con el niño, en cambio, Lady Sarah no podía sentir más que pesadumbre. Le notaba distante, huidizo, reacio a las caricias de sus manos. Comprendió que su pequeño había crecido, se había escapado a su influencia para iniciar el proceso de convertirse en hombre, y supo que algún día la juzgaría por sus actos. Los hijos no son comprensivos con los defectos de sus mayores cuando éstos dejan de ser su único universo.  

Así, trancurrieron los años uno tras otro, hasta que los ecos de aquellos tiempos felices sólo existían en la cabeza de Sarah. Sólo un destello ocasional de sus pupilas, ante un recuerdo rescatado de pronto, hacía ver que hubo un tiempo en que la alegría fue posible. Su cuerpo fue cediendo ante su mal, hasta que se transformó en una triste sombra que no salía de sus aposentos. Cuando le llegó el fin ni su esposo ni su hijo estaban con ella. Lord Balehead estaba de viaje en Londres. Christian lloraba a gritos, escondido en algún lugar del bosque. Las mujeres que la asistieron en su ida de este mundo, que acompañaron a la que fuera la muchacha más hermosa de toda Irlanda, dijeron que se fue tranquila, con alivio, casi con gusto de dejar un mundo del que ya se había despedido casi un década antes. Dicen que se fue en un último suspiro, con el nombre de Hugo entre los labios.   


3 comentarios:

  1. Ay, qué triste, madame. Pobre Sarah. Su dicha fue breve y, dadas las circunstancias, incompleta y furtiva. Pero al menos le fue dado conocer el amor.

    Buenas noches.

    Bisous

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  2. Ah, madame!! qué sería de los escritores sin los amores trágicos y desafortunados...

    Feliz día del libro (con retraso)

    Besos.

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  3. Una partida sumamente triste, no obstante no se podría esperar otra cosa cuando a la dama se le ha arrebatado el único rayo de esperanza en un mundo gris (tan gris como el cielo de Gales en una mañana de invierno, me ha encantado milady); sería como si a un pajarillo le arrebatasen la luz del sol, arrebatándole así las ganas de vivir y cantarle a la vida.

    Un saludo, señora, y gracias por esta historia tan de mi gusto.

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