miércoles, 5 de marzo de 2014

UN MÉDICO POCO COMÚN.

 
Habíamos dejado a Gonzalo de Noega en el inolvidable momento en que comunicó a sus padres su decisión de estudiar en Salamanca. Durante años las malas lenguas se regodearían en el hecho patente de que las oscuras raíces celtas de la Condesa María se vengaban del Conde a través de su heredero. Muchos incluso, con inquina, afirmaban que no había mejor recompensa para quien se había saltado sin sonrojo todas las reglas del decoro y del orden social por casarse con una cualquiera de incierto origen. 
 
Comentarios maliciosos aparte, Gonzalo quería ser médico.  Lo sabía con la misma determinación con la que amaba el mar y la risa de su hermana Neva. Ya desde niño se había distinguido por la enorme curiosidad que motivaba todas sus travesuras y juegos. Su preceptor no hacía camino de él cuando quería meterle en la mollera latinajos y conceptos repetidos a cientos. El niño, obstinado y contestón, siempre replicaba "¿por qué?".  Y sólo cuando la lógica de la contestación y su análisis con la realidad le convencía se daba por satisfecho. Entonces, y sólo entonces, los datos se imprimían en su memoria de forma indeleble para no olvidársele jamás.   

Destacaba también en el carácter de Gonzalo desde su más tierna infancia su pasmosa facilidad para compadecerse del dolor ajeno. En un tiempo en el que la vida humana sólo valía lo que el sudor de su frente pudiese producir, o la reputación de su nombre, o el poder de las decisiones que pudiesen ser adoptadas desde un púlpito, Gonzalo demostró siempre una capacidad de compasión jamás vista en un hombre de su alcurnia. No fueron pocos los momentos de bochorno a que dieron lugar sus salidas de tono, capazcomo era de volver en camisa y descalzo si en sus correrías de muchacho se encontraba a algún mendigo harapiento en los caminos. Frecuentemente se olvidaba de comer cuando las gentes acudían a la casa de su padre en busca de justicia, y salían de ella con canastos de pan y fruta que el heredero del Conde repartía a manos llenas, para tribulación de su madre, que hacía las cuentas de la casa y a veces, asombrada ante el generoso desprendimiento de su hijo, se imaginaba nuevamente rondando por los caminos, con sólo un hatillo a la espalda.

Esos rasgos de su personalidad, que le convirtieron en un extraño ser entre los de su clase, se mantuvieron a lo largo de su vida como médico. De ello dan fe las múltiples cartas de agradecimiento que Gonzalo atesoró hasta su muerte, como el único bien preciado del que le era imposible desprenderse. Cartas que dan fe de su generosidad, de su inmensa capacidad de amar, del poder sanador de sus manos prestas al auxilio de todo aquél que acudía ante él, necesitado de curación para su cuerpo maltrecho y su espíritu atormentado. 

Pero, como es natural, todo ser tiene sus luces y sus sombras. Y Gonzalo de Noega no podía ser menos. Algo le atormentó, e hizo sufrir a quiénes más lo amaron. Algo que convirtió los últimos años de su padre, el Conde, en la etapa más triste de su vida y que supuso para su querida hermana pequeña la renuncia más dolorosa a la que tuvo que hacer frente.


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