viernes, 14 de marzo de 2014

MENCÍA, LA DULCE.



En la conciencia de Gonzalo de Noega es indudable que el nombre de Mencía estaría grabado como a fuego para el resto de sus días. ¿Quién fue esta mujer a la que quiénes la conocieron apodaban "la dulce"? De su paso por este mundo da cuenta su contemporáneo don Ildefonso López de Monteamor en su pretenciosa obra "Reflexiones filosóficas sobre las regiones de las Españas", en su capítulo dedicado a Salamanca. El filósofo, poeta y sociólogo realiza una semblanza sobre la Salamanca de aquellos días, ciudad bulliciosa plagada de cantos de jóvenes embozados en sus capas de estudiante, donde las noches terminaban directamente en seminarios y cátedras, bajo la voz autoritaria de doctores y catedráticos que explicaban las maravillas de la ciencia y de la teología a las mentes del siglo venidero, que todos imaginaban más avanzado y abierto al progreso que ninguno de los que lo habían precedido. Era un momento en el que nadie podía sospechar la vuelta al oscurantismo que supondría el reinado de quien por entonces era un niño, del cual ni el más osado se atrevía a aventurar que superaría la niñez. 

Gonzalo de Noega conoció el ambiente al que se refiere el autor de primerísima mano. Asistió a clases, francachelas y rondas; se empapó de todos los conocimientos, de todos los cantos y de todos los licores. Vivió su juventud sin remordimientos ni quebraderos de cabeza. E incluso le dio tiempo a licenciarse en Medicina. Sus actos no tuvieron jamás ninguna consecuencia que lamentar. Su familia estaba lejos. Su bolsa se agotaba a tiempo de que una nueva asignación enviada desde el Norte no le hiciese pasar excesivas penurias. En definitiva, gozó de la libertad de un pájaro despreocupado. O, al menos, así es cómo recordaría pasado el tiempo aquella etapa de su vida. Sólo Mencía le pesaba en el ánimo como el plomo.

Hija de un médico célebre, Mencía estaba habituada a las salidas nocturnas, a los extraños frascos de contenido indescifrable, al olor de la enfermedad y de la desgracia ajena. Pese a todo ello, a su alrededor siempre parecía flotar un hálito de luz, de alegría, de paz, que arrobaba a cualquiera que compartía su espacio. La primera vez que la muchacha posó sus ojos oscuros sobre Gonzalo de Noega se perdió para siempre. Adivinó sin más datos que aquel joven no era un estudiante como los otros y, con un escalofrío recorriendo su espalda, pudo intuir que su voluntad iba a determinar su felicidad o desdicha para siempre.

"En aquella clase impartida fuera de toda regla en el desván de su domicilio particular para un grupo privilegiado de seis o siete muchachos, -escribe don Ildefonso - el Doctor procedió a diseccionar con sutileza el miembro amputado. Explicó con voz clara y sosegada el mecanismo por el cual había de realizarse el corte y la manera en que la piel había de ser plegada para evitar una hemorragia fatal. Mi estómago se retorcía, en tanto que los estudiantes congregados seguían las explicaciones con sumo interés. Entre ellos, me llamó la atención la entereza con que observaba el desarrollo de la clase la hija del Doctor. Aunque posteriormente demostraría defectos de carácter muy inquietantes, era por entonces Mencía una muchachita alegre, risueña, de maneras desenvueltas y voz dulcísima. Ya por entonces se rumoreaba que se había prendado de un alumno de su padre, quien, pese a ser estudiante, decían que era un buen partido por ser hijo de un conde de provincias".   
 El padre de Mencía alentó aquella relación desde el principio. Le gustaba mucho Gonzalo. Era un alumno destacado en sus clases y manifestaba una habilidad y talento para el oficio que su propio hijo Carlos jamás había mostrado, pese a sus indudables esfuerzos. Carlos tenía el estómago delicado y la lágrima fácil. Defectos imperdonables para quien andaba a cada paso rodeado de miasmas y malos humores. Gonzalo y Carlos se habían hecho muy amigos desde el principio, lo que había determinado la frecuencia de las visitas del joven de Noega a su maestro y el enamoramiento sin reservas de Mencía. Gonzalo se vio envuelto, sin pretenderlo ni rehuirlo, en una maraña de sentimientos contradictorios de la que, llegado el momento, le iba a ser muy difícil salir. Pese a todo, no era más que un muchacho. Y ningún muchacho está libre de equivocarse. Aunque sea con fatales consecuencias.
 
 

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