lunes, 18 de agosto de 2014

BAJO LOS DORADOS RAYOS DE LOUIS.


Eulalia de Noega lamentaría mucho encontrarse tan lejos de su hermano Gonzalo en momentos de tanta incertidumbre. Ella, que tanto quiso a sus hermanos, siempre tuvo la sensación de que un poder ultraterreno la separaba de ellos en los momentos en que más hubieran precisado de su ayuda, de su capacidad de serenar los ánimos y transformar en apacibles los espíritus más atormentados. Durante un tiempo, a ese espíritu maligno que todo lo enfangaba le puso las iniciales de su esposo. Pero pronto se arrepentía de tales pensamientos, creyente como era y poco dispuesta a albergar ningún mal sentimiento en su interior.
 
¿Dónde se encontraba Eulalia en aquellos momentos? ¿Hacia qué lugar la había conducido aquel espíritu burlón que tanto gustaba de disponer de su vida a su antojo? Pues ni más ni menos que a París. A la Corte de aquel Rey que, por entonces, deslumbraba a Europa entera.   

Las piruetas del destino, la capacidad de su esposo para encontrarse en el lugar oportuno en el instante exacto y la mala suerte de la propia Eulalia, hicieron recalar a aquella muchacha que nunca quisó destacar en la Corte más brillante, en el escenario más concurrido, en el mayor y más lujoso escaparate del mundo. Si en un principio fue Fernando de Guisasola el que les llevó a París, con su lengua afilada y su ingenio vivo, el lugar que la pareja ocuparía en aquel enjambre de cortesanos se lo debería Fernando a su esposa, a la apocada y piadosa Eulalia, a quien desde el instante en que se supo que la Reina había puesto sus ojos en ella perdonó de todas las faltas y desilusiones pasadas. Que la Reina María Teresa preguntase a una de sus damas quién era aquella joven que pasaba horas arrodillada ante el altar de la pequeña capilla dedicada a Santa Marta en la iglesia a la que la Soberana gustaba acudir a cumplir con sus devociones la mañana de los jueves; que alguien consiguiese informarse de su procedencia española y de su condición de hija de Conde, pese a que su marido fuese un triste funcionario al servicio de la Embajada de las Españas en París; que, tras varios jueves de observación, aquella mujer no diese muestra alguna de sobrecogerse ante la presencia de la comitiva real, ajena a todo en su inmutable atuendo oscuro; todo ello, en definitiva, fue suficiente para que María Teresa manifestase su deseo de conocerla. El aparato se puso en marcha y así, sin que Eulalia de Noega hubiese sospechado jamás que era motivo de tanto interés, recibió la muchacha la invitación real en su domicilio una tarde de un martes.  Ni que decir que Fernando de Guisasola se puso frenético y cubrió a su mujer de elogios de la cabeza a los pies. Nada de aquello conseguía sin embargo perturbar a Eulalia en su apacible modo de ser. El favor real era para ella algo tan poco buscado que, cuando quiso darse cuenta, ya se encontraba inmersa en las miles de corrientes que arrastraban a tantos personajes cada temporada en pos de aquel rey excepcional.

La Reina encontraba grata su conversación y Luis, quien no era capaz de ver simpatía alguna en todo ese grupito de damas pacatas y devotas que tanto atraían a su esposa, llegó a decir de ella que era la única española graciosa que había tenido el gusto de tratar. A salvo de su querida María Teresa, claro está. Durante un tiempo Eulalia de Noega se convirtió en la novedad más celebrada de la temporada. Las señoras imitaban su tono de voz pausado, remedaban la turbación de su rostro y sus miradas siempre tímidas. Incluso subió el precio del terciopelo en el afán de aquellas damas de copiar los lunares en el rostro que Eulalia había heredado de la familia de su madre y que siempre había tenido como una maldición.  Semejante éxito no consiguió cambiarla ni un ápice. Únicamente su sonrisa comenzó a ser más amplia y el fondo de su mirada más feliz. Aunque ello tuviera más que ver con la actitud de su marido, que de ningunearla pasó a considerarla una "criatura adorable, como su hermana Isabel de Noega, ¿la conocéis, monsieur?".

Aquellos años fueron una época apacible, en la que Eulalia conseguiría cumplir la promesa que le hiciera a su hermana Neva de arreglárselas para ser feliz. Pero, aunque a ella le pareciera que su vida ya no podía cambiar más, aún la esperaban extraordinarias sorpresas.
 


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