jueves, 14 de mayo de 2015

LA NOCHE DE LA DERROTA.

Mientras Eulalia de Noega experimentaba todos estos cambios en su fuero interno, su esposo, Fernando de Guisasola, se mantenía inmutable en aquel su carácter que suscitaba los más encontrados sentimientos. De la misma forma que los que disfrutaban de alta posición siempre le tenían a su servicio como el más leal de los mortales, todo halagos y sonrisas ladinas; los que compartían su nivel o estaban en el más inmediato escalón inferior recibían la perfidia de su lengua o su trato arribista. Los que pasaban de ese estatus hacia abajo, ni siquiera existían para él. 
 
Por ello, no era extraño que, en aquella jungla en la que había de sobrevivir, en no menos de una ocasión sufriese el propio Fernando las dentelladas de la envidia, la venganza o el desdén. Tal parece que ocurrió en aquella ocasión, con motivo del baile de disfraces con el que el Embajador de las Españas quiso agasajar a los monarcas antes de que la Cuaresma terminase con los días de alegría permitida. Algún enemigo vestido con piel de cordero tuvo que ser el que deslizase la ocurrencia en el oído de Fernando de Guisasola, pues nadie en toda su existencia le tuvo por persona ocurrente. 
 
La cuestión es que aquella bendita velada aparecieron los esposos de Guisasola en la mansión del Embajador vestidos como pareja de disfraz en una sintonía que bien podía ser un reflejo de su propia existencia. A don Fernando se le ocurrió, o eso le dijo a su estupefacta esposa, que podían ir disfrazados de "noche" y "día". Y como hombre poco acostumbrado a esperar opinión de su mujer, él mismo encargó los trajes y así se presentaron puntuales ante el Embajador: Eulalia de riguroso negro, con destellos brillantes que emitían pequeñas mostacillas desde sus bucles recogidos como una torre por encima de su cabeza; Fernando de blanco y oro, resplandeciente hasta la pequeña guirnalda puntiaguda que coronaba su frente. Cuando el señor Embajador les vio se quedó lívido, dentro de su atuendo que simulaba un cuervo con su oscuro plumaje.
 
-¡Por Dios Bendito!- exclamó- ¿o habéis perdido el oremus o sois un necio! ¡cómo se os ocurre venir de tal guisa! ¿No sabéis que esta fiesta es en honor del Rey? ¿Acaso desconocéis cuál es el epíteto que mejor define a Su Majestad? 
 
Fernando de Guisasola comenzó a sentir arder sus mejillas. De repente comprendió lo inadecuado de aquel disfraz que, lógicamente, evocaba al astro que preside el día más que al día mismo. La furia contenida comenzó a subirle por la garganta, si bien un último esfuerzo de urbanidad impidió que por su boca saliese uno de esos exabruptos tan castellanos como mal vistos en París.
 
-Volved a cambiaros por el amor de Dios, antes de que se forme un escándalo inolvidable- exigió el Embajador, echando mano de un pañuelo para quitarse el sudor que perlaba su frente. Y añadió, cuando Eulalia hizo el amago de volverse con su esposo- Vos, señora, quedaos. No vayan entretanto a llegar los Reyes y su Majestad doña María Teresa os eche en falta. 
 
 
Y de aquella manera quedó nuestra Eulalia sola en aquella enorme mansión que comenzaba a llenarse de todos los más variopintos personajes, con su ropas de colores y sus antifaces oscuros. La joven, tan poco dada a las fiestas en general y a aquella manera de comportase en particular, decidió buscar refugio en un rincón apartado de uno de los salones, allí donde las luces apenas alumbraban e impedían a las coquetas damas lucirse en toda su beldad. Poco podía sospechar que, desde rincón tan modesto, iba a iniciarse el resto de su vida. 
 
Allí fue donde la encontró Guillaume de C., con esa su especial habilidad para rastrear su aroma entre las multitudes. El guardia real llevaba una máscara que cubría por completo sus facciones pero Eulalia supo que era él apenas le vislumbró acercándose, con cautela, con aquel su paso ligero y sus ademanes elegantes. 
 
-Alegrad vuestro hermoso rostro, mi señora, no vaya ser que los violines empiecen a llorar por vos, y lo que comenzó como mascarada termine como funeral. 
 
-En vísperas estamos de cuaresma- respondió ella, con un hilo de voz.
 
-Bien decís, en vísperas. Celebremos, pues.- y levantando un poco su máscara dejó al descubierto su boca, que ya se curvaba en aquella extraordinaria sonrisa sin la que Eulalia nunca más podría vivir- Ya mañana nos acordaremos de que sólo somos polvo. 
 
E inclinándose ligeramente rozó apenas con sus labios la curva del cuello, casi en la nuca, que el peinado de Eulalia dejaba al descubierto. La joven sintió una explosión de fuegos de artificio en su interior. Y ya no tuvo consciencia de nada más de lo que ocurrió a su alrededor aquella memorable noche, la primera de tantas. No se percató de nada más que de la cercanía de aquel hombre, de la cadencia de su voz arrulladora, del brillo desconocido de sus ojos oscuros al mirarla, del tacto de aquellas manos que, ocultas tras los ropajes, acariciaban las suyas con la delicia de la pasión y lo clandestino.