lunes, 19 de agosto de 2013

RETORNANDO A GALES.

Habíamos dejado a los jóvenes condes de Haverfordwest embelesados ante el nacimiento de su primera hija, aquella niña rubia que tanto daría que hablar en unas pocas décadas. En el espacio de los tres años siguientes Neva alumbraría dos niños más llamados a existencias muy diferentes y a ser educados con muchas millas de distancia entre ellos. Mientras que James se convertíria en el sucesor de su padre, Lord Christian, continuando la saga cuyo apellido llevó con orgullo hasta el final de sus días, cuando era un patriarca venerable, el pequeño Hugo tuvo una vida muy acorde con el carácter materno que había heredado. Llegó a ser el nuevo conde de Noega, aunque de las razones y pormenores de tal circunstancia no ocuparemos en otro momento.
 
Cuando Neva cumplió veinte años se convirtió de improviso en la belleza de cuyo recuerdo hablan los cantares. Nada hacía sospechar que aquella chiquilla que arribó a las costas de Gales con su tozudez y desparpajo se iba a convertir, cuando dejase atrás su primera juventud, en aquella mujer cuya mirada fascinó a tantos que llegó a convertirse en un celebridad. Neva nunca fue plenamente consciente de estos encantos que le atribuían, y en ocasiones ante la letra de alguna coplilla preguntaba ingenuamente si era de su querida hermana Isabel de quien hablaban. Los más cercanos a ella, los que la conocían desde que pisara la playa con sus veinticinco baúles llenos de libros a cuestas, la seguían queriendo por su alegría. Por su risa incombustible. Por sus salidas de tono y sus cuentos de ingenio. 
 

Sin embargo, no hay alegría que cubra todas las horas del día. A pesar de las nuevas obligaciones que la maternidad le deparaba, Neva seguía extrañando a Christian en su ausencias, cada vez más largas. Las horas de los días en invierno seguían siendo tan largas como siempre, y una vez alimentado a los niños, limpiado y vuelto a alimentar, aún quedaba mucho tiempo para leer mil veces los libros de que disponía mientras a su alrededor la nieve imponía el silencio atronador del invierno galés. Su esposo siempre encontraba suficientes motivos para quedarse en Londres, o visitar a sus primos del Norte, o quedarse incomunicado por el hielo en alguno de los puntos más alejados de sus dominios cuando estaba en casa. Y Neva se aburría.
 
"Esposo mío", le escribió en una ocasión en la que parecía que el trámite a realizar en la capital no iba a concluirse nunca, "comienzo a pensar que sois nefasto en la defensa de vuestros intereses. O vos sois muy poco influyente o aquellas gentes son unas lerdas. En casa, el reloj se detiene cuando vos no estáis. Salvo para vuestros hijos. En vuestra ausencia, Emma ha aprendido a decir vuestro nombre y nos tiene a todos aturdidos. Si pudiese hacer que el viento os llevase su voz, no dudéis que os llamaría a todas horas hasta dejaros también aturdido. Quizás ella fuese más convincente que yo. Quizás también yo sea tan poco influyente como vos. Volved, volved, volved."
 
Y Lord Christian volvía cargado de regalos y sonrisas para justificar la ausencia a sus hijos y aplacar el enfado de su esposa, que tras los primeros instantes siempre le regalaba una de esas sonrisas con las que cada noche soñaba. Adoraba estar con ella, pero de la misma manera que Neva se había ido transformando en una belleza, Christian iba dejando atrás su carácter taciturno y ensimismado para convertirse en el hombre que la Historia conoció. Un hombre que en los próximos años sería admirado y adorado en aquella Corte tan difícil y peligrosa, que sentiría los suspiros del deseo a su alrededor, al que iba a tentar el poder, la ambición y la lujuria de unas gentes tan diferentes a las que le rodearon en su infancia. Y Neva, una vez más, iba a estar muy atenta para rescatarle nuevamente de un marasmo de desdichas para las que él no estaba preparado. Aún cuando no hubiese reparado jamás en ello.
 

martes, 13 de agosto de 2013

EN EL MADRID DEL REY PLANETA.


Con el peso de la pena de tantas despedidas a cuestas llegó Eulalia de Noega a la Villa y Corte en aquellos últimos años del reinado de Felipe IV, cuando Madrid era la ciudad bulliciosa, entregada al arte, los espectáculos, la religiosidad y el hambre, que retrataron tantos escritores, pintores y artistas de variados pelajes. Imbuidos por el espíritu de su rey, los aristócratas habían adoptado como muestra de buen tono la del mecenazgo de las artes, y lo que posteriormente se vino a llamar Siglo de Oro agonizaba grandiosamente antes de que nadie pudiese prever la oscuridad del nuevo reinado que se avecinaba y la lucha cruenta por la sucesión que esperaba a la vuelta de la esquina. Aún el príncipe Carlos era un niño enclenque y enfermizo y su padre, el rey, mantenía la vitalidad en el lecho y el buen gusto en el arte que le harían pasar a la posteridad. 
 
Para Eulalia, sin embargo, Madrid fue la antesala de su infierno particular. Con la añoranza de quien se ha criado en espacios abiertos, con el olor a salitre despertándola de mañana, aquella ciudad reprimida en su muro, con sus centenares de casas amontonadas, con sus callejas retorcidas cubiertas de excrementos, con sus mataderos y cárceles, le pareció un lugar nauseabundo, asfixiante y terriblemente feo. A esta impresión general ha de unirse el hecho de que la vida de Eulalia iba a tomar a partir de aquel momento un cariz que jamás había imaginado y para lo que nunca se la preparó. Los departamentos que les fueron asignados en la casa que el Duque de Alba mantenía abierta en la Corte eran todo lo lujosos que un funcionario avaricioso puede esperar. Sin embargo, Eulalia era la hija de un conde. Si el respeto a su timidez no hubiese influido en la decisión de su matrimonio, jamás se hubiese visto reducida a vivir como la hija de un escribano, compartiendo sus días entre las mujeres de mayordomos, camareros o secretarios. Bien es cierto que su carácter apacible, su nula ambición y su paciencia infinita, la protegieron de la desesperación. Pero, Eulalia sabía que su mayor problema no se encontraba fuera de su matrimonio. Lejos de la casa paterna, Fernando de Guisasola se reveló en su verdadera forma de ser.  Durante aquellos años madrileños demostró lo avaricioso e incapaz de cualquier escrúpulo que podía llegar a ser. De otro modo, jamás hubiera llegado tan alto. Jamás de simple asistente hubiera llegado en tan corto espacio de tiempo a susurrarle al oído dislates y maledicencias al propio Duque de Alba a la hora de la siesta. 
 
En un principio, Fernando creyó que su esposa le serviría para medrar. Pronto se desengañó. Dejó de llevar a Eulalia consigo a celebraciones y saraos en cuanto se dio cuenta de que la muchacha seguía tan muda, apocada y asustadiza como en casa de su padre. En ocasiones, la dejaba en un rincón mientras él se unía a unos y otros, y se olvidaba de ella durante horas, para encontrársela al salir en la misma posición. Comenzó a  presentarla como "su esposa, la hermana de Isabel de Noega", acentuando aún más su nulidad, mientras que todos a su alrededor achinaban los ojos para intentar encontrar en ella algún rastro de aquella legendaria belleza que nunca habían visto. Pero, Eulalia todo lo soportaba con la perenne tranquilidad que jamás parecía abandonarla. Si las cosas hubiesen seguido de esta manera, hubiera incluso encontrado la forma de ser feliz, tal y como en su día prometiera a su hermana pequeña. Pero, Fernando era cruel. Y el colmo llegó cuando en una ocasión, ante cuatro o cinco caballeros, exclamó:
 
-Señora, sonreíd al menos, ya que ni para engendrar valéis.
 
Eulalia hubo de apretar los dientes para que las lágrimas no se le saltasen. Hasta aquel momento, en los tiempos en los que aún vivían entre el multitudinario clan de los Guisasola, la tardanza en la preñez había pasado desapercibida. En Madrid, lejos y solos, la ausencia de hijos se había comenzado a convertir en un motivo de tensión entre la pareja. La muchacha no se negaba jamás a las solicitudes de su esposo, pero pasaba el tiempo y no concebía. Tal hecho y aquella punzante frase dicha ante desconocidos sin ningún pudor por su esposo, dieron inicio a la fama de estéril que la perseguiría durante años y que le haría derramar las más amargas de sus lágrimas. 
 
El único consuelo entre tanto quebranto seguían siendo las cartas. Eulalia las escribía a centenares, a sus padres y hermanos, a Isabel, a doña Mariana. Y recibía las respuestas como el único aire fresco capaz de llegar hasta aquella Villa abarrotada y escandalosa que para ella era Madrid. Allí, en el pequeño rinconcito de su secreter fue donde se enteró de la partida de su pequeña Neva a Gales; de la decisión de Gonzalo de estudiar Medicina; de lo violento y poco comprensivo que se había revelado el nuevo esposo de Isabel, aquel aragonés tan celoso que tardó en morírsele mucho más que su añorado primer marido; de los remedios que doña Mariana conocía para animar el vientre y provocar la fecundidad. 
 
Los años, que para esto no distinguen entre la alegría y la desdicha, pasaban de igual manera mientras Fernando de Guisasola trepaba hasta alturas jamás previstas y alrededor de Eulalia se desarrollaba la vida, con sus desdichas y sorpresas en el carrusel de vivencias que le tenía reservado. Aquellos días tristes sólo iban a ser el principio.