sábado, 29 de diciembre de 2012

TIEMPO DE FESTEJOS.

Por estos lares estamos de celebración. Esta cronista no puede menos que rendirse a la avalancha de emociones propia de fechas tan señaladas y, desde aquí, felicitar a todo el que tenga a bien leer estas líneas.
 
Como Neva de Noega gustaba tanto de la música y el baile, no encuentro mejor forma de enviar mis felicitaciones y parabienes que invitándoles a bailar.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Y Eulalia y su destino asoman su nariz a la vuelta de la esquina...

martes, 18 de diciembre de 2012

EL DESTINO DE EULALIA.

Dejemos por un instante a los jóvenes condes de Haverfordwest disfrutando de uno de los momentos más dulces de su vida en común para saber qué fue de Eulalia de Noega, la hermana más querida de Neva, aquella hermana que, cuando abandonó el hogar paterno para contraer matrimonio, dejó a Neva presa de una de sus famosas pataletas. 

En aquel momento de la despedida, cuando Eulalia se dirigía con la resignación que siempre la caracterizó hacia el tálamo conyugal, nadie podía sospechar la vida que la esperaba. Fernando de Guisasola era el segundo hijo de un noble de la pequeña aristocracia, nunca había destacado por nada, ni se le conocía talento alguno. Si bien, bajo aquella apática apariencia, se escondía una ambición desmedida. Eulalia de Noega, en el momento de los esponsales, no podía siquiera sospechar que el hombre que a su lado consentía en contraer matrimonio con la hermana de la que siempre fue la mujer que deseó poseer, jamás se conformaría con quedarse en los dominios de su padre, ayudando a su hermano mayor en la administración de unas tierras que no iban a heredar su hijos, mientras su hermanos menores hacían carrera en las armas y en la Iglesia. Al principio, Fernando pareció conformarse con aquella vida. Paseaba silencioso por los corredores a la sombra de su anciano padre, tomaba en las noches a aquella esposa callada y sumisa que le había tocado en suerte, ocupaba sus horas con juegos de naipes aprendiendo de donceles y mozos de cuadra los trucos con los que se labraría su destino. Porque, un día, su suerte cambió de súbito en una mezcla de azar, ingenio y ansias de prosperar. 


Un golpe de suerte en una mano afortunada, una partida de cartas con las personas adecuadas, el riesgo de un minuto de indecisión... Todos éstos fueron los elementos que iniciaron la fulgurante carrera de Fernando de Guisasola, que le llevarían a Madrid y después a la misma Versalles, en una vida que nadie jamás imaginó para él. Y mucho menos su esposa. Eulalia accedió a casarse con él porque todo hacía prever que podría ser durante toda su existencia la mujer de un noble oscuro y desconocido, viviendo a pocas millas del lugar en el que nació, no alejándose jamás de lo que era su mundo conocido. Nunca pensó que su destino la llevaría a codearse con grandes señoras en la Villa y Corte de Madrid, a tener que ocupar su tiempo en encargar fastuosos vestidos que sólo podía ponerse una vez, a sufrir largas sesiones de peinado hasta que su frondosa melena de rizos castaños se transformaba según los caprichos de la última moda. Eulalia, con su gusto por la invisibilidad, tendría que acabar acostumbrándose a las miradas masculinas, a las lenguas afiladas de damas envidiosas. Ella, siempre tan alejada de todo lo mundano, tuvo que convivir día tras día con las apariencias, los rumores, la infinita hipocresía de unas gentes cuya vida ociosa y elegante se resumía en bailes e intrigas. 

En los próximos días desentrañaremos la cadena de casualidades y golpes azarosos que contruyeron el destino insospechado de la tímida Eulalia, escucharemos sus palabras de desdicha a través de las cartas que envió a su hermana Neva como gritos silenciosos de socorro, descubriremos que ella misma contribuyó no poco en el ascenso de su marido y, también,  (aunque en esto último les rogaré la mayor de las discreciones) la acompañaremos en el descubrimiento de un sentimiento para el que ella jamás se creyó destinada. Porque Eulalia de Noega también amo. Y fue amada, sin esperanza.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

HORAS DE ANGUSTIA.

Un grito rompió la quietud de la noche tras nueve meses apacibles. Lord Christian, que se había quedado dormido ante la lumbre con un libro entre las manos, se desperezó ligeramente. En un primer momento pensó que todo se trataba de un juego de su imaginación y se removió ligeramente para adoptar una postura más cómoda. Si bien, un segundo grito le sacó de dudas.  El momento había llegado. Pronto, a pesar del empeño del reloj en retrasar sus agujas, su vida iba cambiar. Iba a ser padre. Padre. Extraña palabra que traía a su mente el recuerdo de una mano firme y una voz profunda. ¿Cómo sería su hijo? Desde el destierro de la sala a la que las afanosas mujeres de la casa le habían relegado desde poco antes del amanecer, se dedicó a recrearse en imaginar cómo sería su hijo. ¿Tendría los ojos de su madre, su pelo rubio, su risa de pájaro? ¿O se parecería a Neva con su pelo oscuro y sus ojos rasgados? Bien pensado, si fuese varón debería mostrar sus propios rasgos. Siempre se había dicho que él mismo tenía los ojos de su padre, y su nariz, y su barbilla... Aunque no podía afirmarlo con seguridad. Se dio cuenta en ese instante de las pocas ocasiones en que se había permitido mirar a su padre al rostro. Se juró que su hijo jamás se atemorizaría con su voz. Sería para él un padre comprensivo y cariñoso, como aquel primo Hugo que de repente le vino al recuerdo...
 
 
Otro grito y carreras apresuradas en el piso superior le sacaron de sus ensimismaciones. Algo no parecía ir del todo bien. Con la camisa abierta y el pelo revuelto salió al corredor al tiempo que una de las criadas pasaba veloz con un balde de agua entre las manos. La muchacha se paró en seco al verle, provocando que parte del agua del recipiente se derramase por el suelo. Con un ligera inclinación de cabeza le saludó de la manera respetuosa que el ama de llaves le había inculcado como primera lección a seguir en su trato con los señores. La segunda lección era que jamás les mirase directamente a los ojos. 

-¿Cómo están las cosas?- fue lo único que logró decir Lord Christian,  con voz estrangulada por el miedo y su timidez insuperable.

-No demasiado bien- respondió la muchacha que, dada su condición virginal, sólo tenía conocimiento del asunto a través de la abertura de la puerta entreabierta y a la que los gritos y la actividad frenética de la matrona y demás mujeres en su interior tenían francamente atemorizada. 

En su alcoba Neva de Noega, la joven Lady Balehead, creyó morir. Jamás pensó que existiese semejante dolor, esa angustia inexplicable que mantenía en zozobra su cuerpo hasta que nuevamente las entrañas se le desgarraban como atravesadas con un hierro candente. Gritó, rasgó sábanas, apretó los dientes, soltó juramentos escuchados a algún marinero en Noega que, para su fortuna, nadie a su alrededor pareció comprender, prometió, rezó, y cuando ya parecía que aquello iba a ser el fin, la voz de la partera le hizo volver en sí:

-¡Ya viene, ya viene! Empuje con todas sus fuerzas, señora.

Y empujó. Hasta que darse sin aliento. Hasta que el mundo se hizo agua. Litros y litros empapando su piel, las sábanas, las manos de aquellas mujeres que se afanaban en ayudarla. Y, al fin, con las primeras luces del alba, en aquel domingo de primavera, Lord Balehead desde el corredor en el que había dado vueltas incasable, rezando todo lo que sabía, escuchó un llanto. Esa fue la primera señal que tuvo el joven Christian de que había sido padre de su primera hija. Una niña que heredó el cabello rubio de su abuela, y la belleza asombrosa de su tía Isabel, y el temperamento aguerrido de su madre, y el noble corazón de su padre. Una niña que recibió el nombre de Emma de Balehead, pero que la Historia recordaría por uno muy diferente.