martes, 28 de agosto de 2012

EL HEREDERO.


Siempre se dijo que el nacimiento de la pequeña Neva fue la última de las celebraciones en honor del alumbramiento del único hijo del Conde de Noega.  No en vano entre ambos acontecimientos sólo hubo once meses, lo que contribuyó a que Neva y el pequeño Gonzalo se criasen prácticamente como si fueran dos mellizos ruidosos y siempre llenos de energía. 

La llegada al mundo del pequeño Gonzalo se produjo tras la larga espera de cinco años desde el nacimiento de Eulalia y tras varios embarazos malogrados. El contento que causó en el Conde la ansiada llegada de un heredero se tradujo en cuarenta días de fiestas ininterrumpidas, mientras el pequeño lloraba día y noche y la Condesa torcía el gesto ante tamaño despilfarro. Cierto que el niño se había hecho esperar, pero sólo era un bebé enclenque y llorón. ¿Qué iba a hacer el Conde cuando a su sucesor le entrase el juicio? Pese a tan celebrado inicio, padre e hijo jamás se comprenderían mutuamente. El pequeño Gonzalo sólo heredó de su padre el nombre y su innata capacidad para elevarse por las nubes. Al igual que el Conde, Gonzalo era capaz de soñar despierto durante horas, se quedaba callado sin que nadie tuviese la menor idea sobre lo que rondaba su cabecita hasta que ponía en práctica los planes más descabellados, siempre secundado por su inseparable hermana pequeña. En todo lo demás, -su inagotable ansia por aprender, su carácter sociable, su espíritu rebelde y contestón, su curiosidad por los estados del cuerpo y del alma- era el calco de María de Noega.

Así, mientras la bella Isabel descartaba pretendientes y Eulalia aprendía a tocar el clavicordio, Gonzalo y Neva devoraban los libros de la biblioteca. Aprendieron a leer al mismo tiempo, descubriendo un mundo que les fascinó por igual y con el que construyeron un universo propio que les separaba del resto de la gente. En los años venideros, su especial lenguaje les serviría para comunicarse en épocas de tribulación, pero en aquel entonces sólo provocaba el enfado de ayas y preceptores. El intento por separarlos tuvo el mismo resultado.  Así, ambos crecieron en agradable confusión, aprendiendo el manejo de la espada y de la aguja, chapurreando el inglés y el francés, memorizando el nombre de las estrellas y la utilidad de las plantas, hablando de la tierra y del cielo, soñando con aventuras y peligros, jugando a ser Tristán o Héctor. Cuando su padre, el Conde, les comunicó que había llegado la misiva de un tal Lord Balehead of Haverfordwest proponiendo el matrimonio con Neva, Gonzalo creyó enloquecer de dolor. Lloró a escondidas, bajo las mantas de su cama, toda una noche. A la mañana era ya otra persona, plenamente consciente de que habría de acostumbrarse a la vida sin su otra mitad.    

-Padre, quiero irme a Salamanca.- le dijo al Conde con una voz ligeramente enronquecida que nadie le había escuchado nunca- Ya he decidido lo que voy a hacer con mi vida.

-Eso habré de decidirlo yo, hijo.- expresó el Conde, que ya se imaginaba cualquier atrocidad. 

-No, que los demás decidan tu destino es cosa de mujeres. - repuso el muchacho, ante la estupefacción general- Y yo ya me he dado cuenta de que no soy una mujer. Tampoco Neva es un hombre. Ella ha admitido que la enviéis a Gales sin mí. Así pues, yo decido. 

El Conde se quedó mudo ante la perorata de su hijo. Ahora le vendría con que quería irse a combatir al moro, o a liberar Jerusalén, o a conquistar alguna isla de nombre impronunciable. Todos aquellos planes descabellados que acostumbraba y terminaban tras horas de fuga con el regreso, suyo y de Neva, sucios y llenos de pulgas. 

-Padre, quiero ser médico. -dijo Gonzalo, expresando un deseo que muy pocos llegarían a comprender a lo largo de su vida.

Sin embargo, su madre, la Condesa, corrió a abrazarle dando gritos de alegría.

miércoles, 22 de agosto de 2012

EULALIA.


La admiración suscitada por la bella Isabel desde el mismo momento de su nacimiento permitió a Eulalia, segunda hija del Conde de Noega, crecer con la libertad y alegría del que pasa desapercibido. Su llegada al mundo, dos años después que su hermana mayor, coincidió con un verano especialmente seco que trajo un invierno de penurias. La Condesa, su madre, se afanaba por alimentar todas las bocas que dependían de su esposo con la mitad de recursos. Se organizó alguna revuelta por los alrededores, rápidamente sofocada por el carácter dialogante que siempre caracterizó a Gonzalo de Valdés. Sin embargo, a medida que se acercaba el invierno y el hambre iba haciendo mella en los estómagos, la situación se tornó más angustiosa.  En medio de todos estos sinsabores, la Condesa avanzaba en su estado sin dar síntoma alguno de agotamiento. El futuro carácter infatigable y resignado de Eulalia muchos lo atribuyeron a la realidad que la rodeaba mientras su pequeño cuerpecillo se gestaba.  Sin duda, la vida pondría a prueba en muchas ocasiones la paciencia y entereza de Eulalia. Y ella siempre saldría triunfante de tales situaciones. 
En la madrugada en la que Eulalia nació, nevó tan copiosamente, incluso a la misma orilla del mar, que el mundo se volvió blanco. La criatura recién nacida apenas emitió un murmullo que alterase la quietud y el silencio de una tierra en la que las gentes sufrían de hambre. La Condesa de Noega, sudorosa y debilitada, la acercó a su pecho y entonces la pequeña abrió sus grandes ojos castaños, con la misma mirada apacible que la haría famosa años más tarde, y sonrió con su pequeña boquita desdentada. Las mujeres que habían ayudado en el parto y contemplaron tal hecho juntaron sus manos en una sentida plegaria de agradecimento. Todas creyeron, sin necesidad de palabras, que aquella niña traía la prosperidad. Y no se equivocaron. 
Las nieves de la noche del nacimiento de Eulalia contribuyeron a una primavera de ríos rebosantes de agua y la tierra, renovada, dio los frutos que terminaron con el hambre y la insatisfacción de un pueblo que no veía más que oscuridad. La Condesa de Noega siempre creyó, y el tiempo le dio la razón, que el mundo sería un poco mejor allí por donde Eulalia pisase. 

Aquella niña de dulces facciones, que había heredado los lunares en el rostro de su familia materna y la capacidad de sanar los dolores del alma con el tacto de sus manos,  crecía a la sombra de su bella hermana como una presencia tranquila, capaz de relajar las tensiones y evitar los conflictos. Tímida por naturaleza, muy apegada a lo espiritual, siempre creyó que su vocación era el convento. Hasta bien entrada su juventud nadie pudo sacarla de tal convencimiento. Adoraba la soledad y el recogimiento de la oración, sacrificaba sin esfuerzo su bienestar personal por ayudar a cualquiera que venía al castillo de su padre con una súplica en los labios,  no sentía la necesidad de unirse a ningún hombre ni de tener hijos propios habiendo tantos niños perdidos por el mundo. Hasta pasados bastantes años, en un país y con una vida muy diferente, no hubo nadie capaz de enamorarla ni de hacerle rebasar la línea férrea de sus convicciones.  

Cuando hubo que buscarle esposo, el Conde de Noega lo tuvo tan difícil como con su hija mayor. Aunque en esta ocasión por muy diferentes motivos. Primero, por el apego infinito que Eulalia tenía con sus hermanos menores, con los que mantuvo una correspondencia ininterrumpida hasta el final de sus días. Después, porque de entre sus pretendientes había de escoger alguien lo suficientemente cercano como para que no aterrase a la muchacha. A sus quince años Eulalia seguía siendo tan tímida como un patito recién nacido. Su esposo había de ser alguien que formase parte de su mundo conocido y que no la llevase muy lejos de allí. Finalmente, el Conde de Noega se decantó por Fernando de Guisasola, hijo segundón de un noble vecino que había sido ferviente admirador de la bella Isabel y asiduo visitante del castillo desde la infancia. Además, nadie podía prever entonces la carrera fulgurante de aquel muchacho apocado y de mirada turbia.  
Eulalia, como en todos los acontecimientos de su vida, afrontó la noticia de su matrimonio con entereza. Le daba un poco de miedo aquel hombre que tenía diez años más que ella, pero se impuso su arrollador sentido común. Al menos no tendría que marcharse a cientos de millas de su hogar. Y nadie esperaría nada de la esposa de un olvidado noble de escasos medios. 

En el momento de la despedida la pequeña Neva, que a la sazón tenía nueve años, se agarró a sus faldas con determinación, llorando a gritos. Para intentar calmarla Eulalia le acariciaba suavemente su cabello oscuro, sin que la niña cejase en su determinación. Ni las amenazas del cinturón paterno hicieron volver en sí a Neva, que llenó la casa con un "no te vayas" repetido como una letanía, que hizo llorar a las criadas y atemorizó a los caballos que esperaban impacientes en el patio la salida de la novia. Entonces Eulalia, que siempre comprendió a su hermanita pequeña mejor que nadie, se agachó y, abrazándola, le susurró al oído: 

-Tranquila, mi pequeña, que sabré arreglármelas para ser feliz.    

viernes, 17 de agosto de 2012

LA BELLA ISABEL.


Neva de Noega fue la menor de cuatro hermanos muy unidos para las costumbres de la época y a pesar de la diferencia de edad que les separaba. Para la pequeña Neva su hermana mayor era un recuerdo difuso de olor a violetas. Aún no había cumplido los siete años cuando la bella Isabel partió de Noega para contraer matrimonio. Sin embargo, los recuerdos familiares y la fama de la joven la hicieron tan cercana como si nunca se hubiese ido.
Isabel de Noega, la "bella Isabel" como muchos la conocieron, era un prodigio.  Cuando nació llegó a decirse que no viviría mucho. Al decir de quienes asistieron al parto era un pequeño ángel, pues semejante belleza no podía estar destinada a este mundo. Hubo peregrinaciones desde diferentes puntos del condado para contemplar aquel bebé rosado y sonriente, de piel sin mácula y carácter apacible. Todos los que pasaban ante la pequeña cunita quedaban arrebatados, ante la estupefacción de la madre de la criatura, que consideraba que tanto arrobamiento no podía conducir a nada bueno. "La belleza es como cualquier otra enfermedad", solía decir María de Noega, en aquella clarividencia suya tan mundana.  
Así, Isabel creció entre halagos y miradas de admiración, sin que nadie la contradijese jamás en sus más mínimos deseos, consentida y caprichosa, adulada y poderosa. Su padre, el conde, le reía todas las gracias y la llamaba "nuestra pequeña dueña", consciente de que cualquiera de sus desobediencias o pataletas era inmediatamente perdonada cuando surgía una sonrisa en aquella carita tan linda. La madre, en cambio, torcía el gesto y la dejaba hacer, afanada con la llegada de otros hijos y los quehaceres diarios. 
La niña fue consciente de la enorme influencia de su belleza desde muy pequeña. Supo sacarle partido al brillo de sus ojos rasgados, a su dulce sonrisa enmarcada de hoyuelos, al brillo de ese cabello que gustaba de llevar  recogido, para que no le quitase ni un ápice de protagonismo a los rasgos de ese rostro como perfilado a plumilla, tan fiel a los cánones del momento que hubo quien dijo que sus facciones eran el modelo en el que Europa se miraba. 
Como no podía ser menos, apenas apuntaron en el menudo cuerpo de Isabel las formas femeninas, el conde de Noega comenzó a recibir proposiciones de los cuatro puntos cardinales. Incluso se dijo que la pretendieron infantes y príncipes de tierras lejanas. El señor conde se vio tan desbordado por los acontecimientos que optó por dejar a la propia Isabel que eligiese a quien fuese más de su agrado. Ésta lo tuvo claro desde el principio: 

-El más adinerado, padre.  El amor flota en el aire, pero el dinero se puede contar.  

Así la bella Isabel casó en primeras nupcias con un noble portugués que tenía un palacio de colores frente al océano, mucho de ese metal que se puede contar y cuya condición de bastardo real le colocaba en una inmejorable posición en las Cortes de todo el continente. Isabel fue admirada y halagada, incluso más que en su infancia, en aquel su primer matrimonio del que tuvo un único hijo, llamado con el paso del tiempo a gobernar lejanas tierras. Fue un matrimonio destinado a durar poco tiempo, a causa de la mala salud del marido, aunque bastante mejor avenido que los que vendrían después. Entre las muchas cualidades de este primer esposo estuvo la de no ser excesivamente celoso y no ocuparse de habladurías. Nunca sufrió ante la realidad de las nubes de adoradores en torno a Isabel, ni dio muestras de enojo por la dedicación que ésta prodigaba a su belleza deslumbrante. "La quise por su hermosura, es absurdo que ahora me pese lo que anhelé poseer", solía decir.  
Si bien, Isabel no sólo era un rostro. Aunque más valía que hubiera sido así. Su apariencia angelical era tan sólo eso: apariencia. Fueron muchos los que sufrieron el acero de su lengua afilada. Aquella mujer bellísima, de rasgos delicados, criada entre halagos y alabanzas, tenía la crueldad del que es bello en exceso. Hacía todos los comentarios que le venían a la cabeza, sin reparar en el daño que podía ocasionar, a sabiendas de que sería perdonada sin remedio. No dudaba en satisfacer hasta su menor capricho, aunque eso supusiese la ruina de muchos. Los chismosos y arribistas se arremolinaban en torno a ella, con el afán de escuchar sus comentarios despreocupados y punzantes, que después eran repetidos por todos los rincones del país. Hasta el propio rey hubo de llamar la atención a su esposo sobre la conducta de Isabel. A ella misma no se atrevió. El monarca, que no era tonto, sabía que si se entrevistase con ella acabaría cayendo en sus redes.
Como bien afirmó María de Noega, cuando su primogénita era apenas un bebé, la belleza es una enfermedad. Una enfermedad que comienzan sufriendo los demás y acaba también causando estragos en la propia portadora. Pero, esto ocurrió mucho más tarde. De momento, dejemos a la bella Isabel en aquellas épocas despreocupadas de esplendor, cuando el mundo era un lugar acogedor y permisivo, en la época en que alguien dijo de ella: 

-¡La bella Isabel! ¡Ah! Si algún día os aburrís de contemplar su belleza, siempre os entretendrá con la perfidia de su voz maravillosa.   

martes, 14 de agosto de 2012

EN LOS DOMINIOS DEL CONDE.

 

Para comprender el carácter de la pequeña Neva nos es preciso remontarnos un poco más atrás en el tiempo, conocer el lugar que la vio nacer, las peculiaridades y rarezas de una familia a la que los imperativos sociales de la época siempre le parecieron cosa ajena. Nadie comprendió en su momento a Gonzalo de Valdés cuando contrajo matrimonio con aquella muchacha de tan oscura familia que, al decir de los más chismosos, aún practicaba ritos celtas. También se decía que al nacer, entre susurros, le habían puesto un nombre tan impronunciable y pagano que después todo el mundo la conoció como María. Quizás para paliar de algún modo el origen de aquella criatura y despistar al diablo en las revueltas de los caminos. 
La realidad era muy diferente. De la que no alimenta leyendas. Y bien sabemos que sin leyendas, sin misterios, sin oscuras historias que hacen temblar el corazón en las noches de invierno, no se puede vivir. 
La que llegaría a ser condesa de Noega, la futura madre de Neva y todos sus hermanos, era la hija de un médico ambulante, de ésos que lo mismo venden extraños potingues para hacer crecer el pelo, que sacan una muela infectada o ayudan a bien morir. María nació en un bosque en mitad del otoño, en algún lugar indeterminado entre pueblo y pueblo, pero no fue María hasta mucho tiempo más tarde. En eso tenían razón las habladurías. Primero fue "la niña", "la hija", "la pequeña". Cuando sus errantes padres se acordaron de la necesidad del bautizo, ella ya podía caminar solita hasta la pila del agua bendita. 
María creció tan libre como un flor sin raíces y de pies descalzos. Aprendió de sus padres los mil remedios que la naturaleza ofrece para curar los males del cuerpo y del espíritu, esas prácticas que harían que, ya casada, las criadas se hiciesen de cruces. Sabía aliviar las heridas con el contacto de sus manos y el corazón con el sonido de su voz. También supo enamorar al conde de Noega con el embrujo de sus mirada oscura. El imberbe Gonzalo de Valdés jamás volvió a ser el mismo desde el momento crucial en el que sus ojos se posaron en aquella menuda muchacha de ágil movimiento y olor a salvia. En cuanto la vio, dio gracias al Cielo por haber decidido salir de caza aquella mañana a pesar de las inclemencias del tiempo. Dio gracias también por la raíz desnuda de aquel árbol que hizo tropezar a su montura y hacerle caer al suelo. Dio gracias asimismo por aquella piedra oscura que le hirió en un costado, haciendo derramar su sangre sobre el barro, anunciándole que sus horas en este valle de lágrimas estaban contados.  
Ante la gravedad del joven señor, nadie hubo en su casa que tuviese un remedio eficaz. Entonces alguien recordó a unos feriantes que había visto en la plaza. Se discutió mucho sobre que manos sucias y plebeyas tocasen la piel inmaculada del joven conde. Finalmente, escondida bajo la capucha de una negra y amplia capa, trajeron a la muchacha. Y aquella noche se terminó la trashumante vida de María.  

 

El conde nunca dejó de amar tiernamente a su esposa. Ella le dio toda la felicidad que la vida le negó en todos los demás ámbitos. Bien es cierto que Gonzalo de Valdés nunca aspiró a ser inmortal a través de sus hazañas, ni a ser especialmente valorado en la Corte, ni siquiera a viajar para reconquistar ignotas tierras. Fue un hombre estrafalario, de gustos poco comunes, de alma soñadora. Incapaz de prestar atención a las cosas prácticas del mundo. Tenía alma de poeta, aunque jamás escribió una línea. No lo precisó. La poesía que él degustó estaba en el mar embravecido, en el rumor de los árboles un día de otoño, en el vuelo de las mariposas. 
María se dedicó a todas las cosas terrenales mientras su esposo flotaba a su alrededor. Organizaba la vida del castillo con la sabiduría de quien ha conocido el hambre, tomaba las decisiones importantes mientras sus manos hábiles preparaban ungüentos y pócimas, traía al mundo a los hijos de su esposo sin apenas lamento y encargándose de su crianza personalmente sin faltar jamás a una velada. Fue una esposa fiel, una madre tierna y despreocupada de las normas, una condesa eficaz y organizada.  La historia le devolvió a cambio su pasado de leyenda, sus oscuros orígenes celtas, sus prácticas de hechicera. De conocer tales cuentos sobre su persona, la más probable es que María hubiese sonreído. Con aquella su magnífica sonrisa capaz de calmar la fiebre. 
 

martes, 7 de agosto de 2012

Y NEVA DE NOEGA METIÓ LA PATA.


Después de aquel paseo por los acantilados todo quedó claro entre los jóvenes enamorados.  Al menos todo lo claro que puede resultar de una conversación mantenida en pocos minutos entre dos personas que se han conocido unas horas antes. Mas, no le corresponde a esta cronista ahondar en teorías enrevesadas sobre la velocidad del tiempo cuando se tienen catorce años o la medida en que un corazón es capaz de amar cuando se está en la primera juventud. Todas las versiones oficiales y oficiosas de esta historia cuentan que fue de esta manera y, tras el paso de tantos siglos, habremos de darlo por bueno.

Lord Christian se dio prisa en completar  lo preciso para la celebración de sus esponsales. Realmente todo lo había iniciado su padre y poca modificación había de ser realizada. Incluso el consentimiento del Conde de Noega se mantuvo sin precisar cambio alguno. No en vano, meses atrás, el Conde firmó un documento en el que entregaba a su hija como esposa de Lord Balehead. Que éste fuese padre o hijo poca importancia tenía. Incluso Neva, en uno de sus arranques célebres, expresó que ahora tal documento tenía más valor. No sólo reflejaba el consentimiento de su padre, sino el suyo propio. 

Hubo, sin embargo, un asunto que no pudieron dejar pasar con la despreocupación de sus pocos años. Neva había de entrevistarse personalmente con el obispo de Pembrokeshire, que era quien oficiaría su unión.  Aquel encuentro estuvo viciado desde el principio. Y no porque la pequeña Neva no intentase poner todo de su parte para causar la mejor impresión, sino precisamente por eso. 

La muchacha escogió de entre sus escasas pertenencias el vestido más elegante. Nunca se había preocupado en exceso de su aspecto, y en Noega no se celebraban demasiados actos a los que los pequeños hijos del Conde pudieran asistir, todo lo cual unido a que la mitad de su ajuar de novia quedó en Noega para hacer sitio a sus preciados libros, se confabuló para que aquella mañana lluviosa Neva apareciese en el Palacio del Obispo con el vestido rojo. Aquella prenda la había heredado Neva de su hermana Eulalia, que para entonces llevaba muchos años en Francia y era la más entendida de la familia en lo que a vestir se refiere. Poco importaba que estuviese tan pasado de moda que hubiese hecho enrojecer a la propia madre del señor Obispo. Era un vestido con una extraordinaria calidad y que Neva sabía que le sentaba bien. Además, era el único de todos sus trajes que no había sido remendado, ni quemado, ni desgarrado en ninguna de sus partes, lo cual suponía una ventaja considerable frente a los demás.

Cuando el Obispo la vio aparecer de tal guisa sintió una oleada de furia atraversarle el cuerpo. No sólo era católica sino que carecía de las más elementales nociones en lo que a protocolo se refiere. ¡Comparecer vestida de rojo ante un hombre de Dios! ¡Ante un Obispo nada menos! Y eso aunque las malas lenguas, en susurros, comentaban que aquel hombre de Dios prefería a las mujeres con el atuendo de Eva.

-Imagino que, en la posición que estáis tan presta a ocupar, adoptar la religión de vuestro esposo no os será un inconveniente.- le soltó a bocajarro el señor Obispo, dispuesto a no tener con aquella osada niña ningún tipo de contemplación.

Neva quedó atónita. Habían preparado la conversación, lo que había de decir y lo que no, pero nadie recordó avisarle de la religión que profesaba su esposo, ni si era diferente a la suya propia.

-Pero, ¿en qué dios cree Lord Christian?- soltó la muchacha, sin pensar. 

-¿En cuál va a ser, condesa?- bramó el Obispo, que ya no cabía en sí de indignación- En el Único Dios, en el Verdadero Dios. 

-¡Ah!- respiró Neva con alivio- Entonces no hay problema, monseñor, creemos en el mismo. 


De aquella primera conversación el Obispo de Pembrokeshire sacó la conclusión de que Neva de Noega era tonta, y no había por qué preocuparse. No perjudicaría al joven Lord Balehead, ni le haría equivocarse más de lo que se iba a equivocar por sus propios medios. Tampoco era bella, lo que suponía la ventaja de no tener que preocuparse por la legitimidad de futuros herederos. El Obispo no se explicó entonces porqué desde el condado de Haverfordwest se habían alarmado tanto. Era un niña torpe, poco atractiva y tonta. Nada peligroso. El tiempo, sin embargo, le haría ver lo errado que estaba en aquella su primera opinión. Tanto, que jamás pudo perdonarse no haberse opuesto a este enlace con todas sus fuerzas.