Siempre se dijo que el nacimiento de la pequeña Neva fue la última de las celebraciones en honor del alumbramiento del único hijo del Conde de Noega. No en vano entre ambos acontecimientos sólo hubo once meses, lo que contribuyó a que Neva y el pequeño Gonzalo se criasen prácticamente como si fueran dos mellizos ruidosos y siempre llenos de energía.
La llegada al mundo del pequeño Gonzalo se produjo tras la larga espera de cinco años desde el nacimiento de Eulalia y tras varios embarazos malogrados. El contento que causó en el Conde la ansiada llegada de un heredero se tradujo en cuarenta días de fiestas ininterrumpidas, mientras el pequeño lloraba día y noche y la Condesa torcía el gesto ante tamaño despilfarro. Cierto que el niño se había hecho esperar, pero sólo era un bebé enclenque y llorón. ¿Qué iba a hacer el Conde cuando a su sucesor le entrase el juicio? Pese a tan celebrado inicio, padre e hijo jamás se comprenderían mutuamente. El pequeño Gonzalo sólo heredó de su padre el nombre y su innata capacidad para elevarse por las nubes. Al igual que el Conde, Gonzalo era capaz de soñar despierto durante horas, se quedaba callado sin que nadie tuviese la menor idea sobre lo que rondaba su cabecita hasta que ponía en práctica los planes más descabellados, siempre secundado por su inseparable hermana pequeña. En todo lo demás, -su inagotable ansia por aprender, su carácter sociable, su espíritu rebelde y contestón, su curiosidad por los estados del cuerpo y del alma- era el calco de María de Noega.
Así, mientras la bella Isabel descartaba pretendientes y Eulalia aprendía a tocar el clavicordio, Gonzalo y Neva devoraban los libros de la biblioteca. Aprendieron a leer al mismo tiempo, descubriendo un mundo que les fascinó por igual y con el que construyeron un universo propio que les separaba del resto de la gente. En los años venideros, su especial lenguaje les serviría para comunicarse en épocas de tribulación, pero en aquel entonces sólo provocaba el enfado de ayas y preceptores. El intento por separarlos tuvo el mismo resultado. Así, ambos crecieron en agradable confusión, aprendiendo el manejo de la espada y de la aguja, chapurreando el inglés y el francés, memorizando el nombre de las estrellas y la utilidad de las plantas, hablando de la tierra y del cielo, soñando con aventuras y peligros, jugando a ser Tristán o Héctor. Cuando su padre, el Conde, les comunicó que había llegado la misiva de un tal Lord Balehead of Haverfordwest proponiendo el matrimonio con Neva, Gonzalo creyó enloquecer de dolor. Lloró a escondidas, bajo las mantas de su cama, toda una noche. A la mañana era ya otra persona, plenamente consciente de que habría de acostumbrarse a la vida sin su otra mitad.
-Padre, quiero irme a Salamanca.- le dijo al Conde con una voz ligeramente enronquecida que nadie le había escuchado nunca- Ya he decidido lo que voy a hacer con mi vida.
-Eso habré de decidirlo yo, hijo.- expresó el Conde, que ya se imaginaba cualquier atrocidad.
-No, que los demás decidan tu destino es cosa de mujeres. - repuso el muchacho, ante la estupefacción general- Y yo ya me he dado cuenta de que no soy una mujer. Tampoco Neva es un hombre. Ella ha admitido que la enviéis a Gales sin mí. Así pues, yo decido.
El Conde se quedó mudo ante la perorata de su hijo. Ahora le vendría con que quería irse a combatir al moro, o a liberar Jerusalén, o a conquistar alguna isla de nombre impronunciable. Todos aquellos planes descabellados que acostumbraba y terminaban tras horas de fuga con el regreso, suyo y de Neva, sucios y llenos de pulgas.
-Padre, quiero ser médico. -dijo Gonzalo, expresando un deseo que muy pocos llegarían a comprender a lo largo de su vida.
Sin embargo, su madre, la Condesa, corrió a abrazarle dando gritos de alegría.
Así, mientras la bella Isabel descartaba pretendientes y Eulalia aprendía a tocar el clavicordio, Gonzalo y Neva devoraban los libros de la biblioteca. Aprendieron a leer al mismo tiempo, descubriendo un mundo que les fascinó por igual y con el que construyeron un universo propio que les separaba del resto de la gente. En los años venideros, su especial lenguaje les serviría para comunicarse en épocas de tribulación, pero en aquel entonces sólo provocaba el enfado de ayas y preceptores. El intento por separarlos tuvo el mismo resultado. Así, ambos crecieron en agradable confusión, aprendiendo el manejo de la espada y de la aguja, chapurreando el inglés y el francés, memorizando el nombre de las estrellas y la utilidad de las plantas, hablando de la tierra y del cielo, soñando con aventuras y peligros, jugando a ser Tristán o Héctor. Cuando su padre, el Conde, les comunicó que había llegado la misiva de un tal Lord Balehead of Haverfordwest proponiendo el matrimonio con Neva, Gonzalo creyó enloquecer de dolor. Lloró a escondidas, bajo las mantas de su cama, toda una noche. A la mañana era ya otra persona, plenamente consciente de que habría de acostumbrarse a la vida sin su otra mitad.
-Padre, quiero irme a Salamanca.- le dijo al Conde con una voz ligeramente enronquecida que nadie le había escuchado nunca- Ya he decidido lo que voy a hacer con mi vida.
-Eso habré de decidirlo yo, hijo.- expresó el Conde, que ya se imaginaba cualquier atrocidad.
-No, que los demás decidan tu destino es cosa de mujeres. - repuso el muchacho, ante la estupefacción general- Y yo ya me he dado cuenta de que no soy una mujer. Tampoco Neva es un hombre. Ella ha admitido que la enviéis a Gales sin mí. Así pues, yo decido.
El Conde se quedó mudo ante la perorata de su hijo. Ahora le vendría con que quería irse a combatir al moro, o a liberar Jerusalén, o a conquistar alguna isla de nombre impronunciable. Todos aquellos planes descabellados que acostumbraba y terminaban tras horas de fuga con el regreso, suyo y de Neva, sucios y llenos de pulgas.
-Padre, quiero ser médico. -dijo Gonzalo, expresando un deseo que muy pocos llegarían a comprender a lo largo de su vida.
Sin embargo, su madre, la Condesa, corrió a abrazarle dando gritos de alegría.